Miré hacia la derecha. Los atenienses comandados por Leonto habían cargado contra los medos, pero el combate era reñido, y los sakas de las últimas filas lanzaban sobre la falange flechas en tiro curvo que caían sobre hombres sin armadura, muchos de los cuales tampoco tenían escudo.
A mi izquierda, la caballería persa empujaba con fuerza nuestro frente de escudos, tirando lanzadas y profiriendo gritos extraños.
Un hombre nuevo, poco más que un niño, me entregó una calabaza.
—¿Más agua, señor?
Bebí con ansia, le devolví la calabaza y me bajé el casco.
—Escudo —dije, y dos de ellos me lo pusieron en el brazo. Los músculos de mi brazo izquierdo protestaron; me había pasado algo malo en el hombro.
—Lanza —gruñí; y uno de ellos me cedió su lanza, que era su única arma.
A mi espalda, el rumor de la batalla cambió de tono.
Tuve que dar media vuelta para mirar; con el casco puesto, tenía muy limitado el campo de visión.
Más allá de los atenienses que luchaban contra los medos, algo ya marchaba mal. Vi espaldas de atenienses; vi hombres que huían. Pero estaban a dos o tres estadios de distancia, un poco cuesta abajo. Me pareció que nuestro centro retrocedía.
Recordad que solo llevábamos dos minutos luchando, quizá menos.
Recuerdo que tomé una honda bocanada de aire y me abalancé hacia la falange como quien se arroja de cabeza al agua profunda. Aparté fácilmente a los de las últimas filas, que me dejaban pasar de buena gana. Cuando llegué a donde había hombres con armadura, supongo que los de nuestra quinta o sexta fila, tuve que golpear a los hombres en el espaldar.
—¡Cambio! —gritaba.
Fui avanzando fila a fila, intercambiando posiciones con los hombres. Esto lo practicamos una y otra vez en la pírrica. Los hombres tienen que ser capaces de avanzar y de retroceder. Yo avancé; de la sexta fila a la quinta, de la quinta a la cuarta, de la cuarta a la tercera. Por fin, al cabo de un tiempo que se me hizo como una hora, me encontré detrás de Teucro, y veía a Idomeneo, enzarzado en combate contra un capitán persa.
Estaban muy igualados. Y los dos flaqueaban; sus golpes se hacían más lentos. Ya lo he dicho antes: los hombres solo aguantan luchando durante un cierto tiempo, aunque sean hombres valientes y nobles en plena forma.
Di un paso a la derecha y pasé por delante del que estaba en segunda fila detrás de Idomeneo. Era Gelón, y me reconoció al instante.
Di a Idomeneo un golpecito en el hombro.
Él miró atrás; una mirada rápida como un relámpago, alzando el escudo para desviar un golpe; pero en aquel latido del corazón supo a quién tenía detrás.
Plantó los pies con firmeza, y yo adelanté mi pie derecho por delante del izquierdo, haciendo que mi rodilla le tocara la pierna por detrás. Él giró sobre las plantas de los pies y dio un paso atrás. Yo avancé y tiré con mi nueva lanza un fuerte golpe al escudo del persa, e hice que se tambaleara hacia atrás.
El persa estaba cansado. Con aquel primer golpe me bastó para darme cuenta de que se estaba viniendo abajo. Se agachó detrás de su escudo y me tiró una lanzada baja, apuntada a las espinillas; pero por allí no me iba a pillar. Yo había recobrado el aliento, y estaba todo lo fresco que puede estar un hombre en un combate de falange. Me impulsé hacia delante sobre el pie de la lanza, y llegó a mi lado Gelón, que lanzó una serie de golpes por alto al escudo y al casco del noble persa.
Este cedió terreno.
—¡Plateos! —rugí—. ¡a ellos!
Aquel es el momento que mejor recuerdo, niños. Porque era como la danza, y fue glorioso; era, quizá, probar a qué sabe el ser dioses. Me oyeron bastantes hombres, bastantes hombres de todas las filas oyeron la llamada.
Yo era Arímnestos, el matador de hombres. Pero en un combate como aquel, no era más que un hombre.
Pero yo era un plateo, y todos juntos éramos aquello. Clavé en tierra el pie derecho, y todos los plateos a mi alrededor hicieron otro tanto; y, aunque no teníamos flautas que marcaran el ritmo, todos los hombres se agazaparon, soltaron el grito de guerra y se adelantaron.
¡Cuervos de Apolo!
El oficial persa había desaparecido; habría caído a tierra o habría intercambiado su posición con el de su segunda fila. Lo perdí de vista en los momentos en que nos adelantábamos, y mi nuevo adversario tenía los ojos desencajados de terror. Eché mi escudo hacia delante, atrapé el borde de su escudo ovalado y se lo aparté a un lado, y la lanza de Gelón quitó la vida al hombre con la misma facilidad que si hubiera sido un muñeco de paja.
Después, avanzamos. Yo llevaba a Estiges al lado izquierdo, e Idomeneo me seguía de cerca a la derecha. Tenía a mi espalda a Gelón, y Teucro tiraba y seguía tirando desde detrás de mi oreja izquierda. Avanzamos diez pasos, y después otros diez; el enemigo se apartaba de nosotros, vacilante. No huyeron, pero de pronto teníamos menos presión en el frente.
Leonto y sus atenienses seguían nuestro paso, y los medos retrocedían casi al mismo ritmo con que avanzábamos nosotros; pero todavía no eran hombres derrotados. La verdad es que aquel era el combate más reñido que había visto yo en mi vida. Por entonces ya llevábamos lanza contra lanza el tiempo que tarda un hombre en dar un discurso en el Ágora, o más; lo suficiente para que el sol estuviera, de pronto, en lo alto del cielo. Yo estaba cubierto de sudor. La cara me ardía por la presión del casco y por la sangre y la sal contra el cuero de la almohadilla de mi casco. Tenía lacerado el hombro por las escamas estropeadas de mi coraza, y me dolían las piernas.
Los persas volvieron a retroceder, y su frente se hizo fuerte. Se gritaban unos a otros que se mantuvieran firmes, y los medos a la derecha hicieron llegar a su primera fila a sus lanceros y unieron los escudos, y nosotros nos detuvimos a solo uno o dos pasos de su línea.
Miré a mi alrededor. Los habíamos hecho retroceder un estadio o más. Y en su retroceso habían girado sobre su centro, de modo que nosotros ahora dábamos frente a sus barcos, que estaban a lo lejos, junto a su campamento.
A lo largo de toda la línea los hombres se tomaban un respiro y se erguían, se cambiaban la lanza de mano o soltaban un arma rota. Muchos hacían el cambio, cediendo su lugar a hombres más frescos.
—¡Estás vivo! —dijo Estiges.
Me levantó el brazo del escudo (haciéndome daño en el hombro) para que se alzara sobre el campo de batalla el cuervo negro pintado en mi escudo rojo.
Los hombres aclamaron. Esa es una sensación maravillosa, hija, que vale por todo el dolor del mundo. Cuando los hombres te aclaman, estás con los dioses.
Frente a nosotros, un oficial quiso hacer que los persas aclamaran también, y no les arrancó más que un rumor sordo.
—¡Plateos! —grité; y Heracles, o Hermes, me dieron fuerza en la garganta—. Hijos de la Daidala, ¡este es el momento!
La lanza volvió a subir, y nuestra aclamación tuvo la fuerza de un trueno, y avanzamos a paso de carga; no mucho, dos pasos, pero los persas aflojaron antes de que llegásemos hasta ellos; sus escudos se movieron, de modo que todos los veteranos de nuestra línea supieron que los habíamos vencido; y con un crujido largo como el que hacen dos barcos al chocar, el enemigo cedió.
El hombre de primera fila que estaba frente a mí era valiente, o necio, y se mantuvo firme. Lo tiré de espaldas. Arrojé mi lanza prestada al hombre siguiente, y se le quedó clavada en el escudo, obligándole a bajarlo. Gelón le clavó la punta de una lanza en lo alto del muslo, y yo le apoyé el pie en el pecho y empujé hacia delante, llevándome la mano a una espada que no tenía (un momento de miedo), y llegué a la tercera fila.
Recuerdo esta parte como si fuera ayer,
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. Yo no llevaba arma, y el hombre siguiente debió haberme matado; pero se encogió de miedo, y el brazo derecho se me adelantó como si tuviera vida propia en combate, le asió el borde ondulado del escudo y se lo hizo girar hacia la izquierda. Se le rompió el brazo izquierdo. Cayó. Gritó; y aquel grito marcó el momento en que cundió el pánico entre los persas.
Y los demás echaron a correr.
El hombre que gritaba con el brazo roto tenía una lanza en perfecto estado, y los dioses me la regalaron; cuando él la soltó, pareció como si me hubiera saltado a la mano sola.
Miré a la izquierda. Hermógenes se dirigía hacia el flanco de los medos. Yo no tenía idea de dónde se había metido la caballería persa derrotada, pero los persas estaban deshechos, con hombres por delante y por el flanco, y huían, y los medos empezaron a huir con ellos.
Todo ello, en el tiempo en que se tarda en contarlo. Al cabo de una hora de empujar sin cesar, estábamos venciendo.
A mi derecha, los medos retrocedían aprisa, pero no estaban vencidos, y sus últimas filas seguían tirando flechas en tiro muy curvo para que cayeran sobre nuestra falange, y les daba resultado. Mis hombres seguían muriendo. Pero los sakas no tenían escudos, y nuestras flechas les estaban haciendo daño.
Yo ya no estaba al mando. Ya no éramos una falange. Los plateos y los atenienses estaban entremezclados en un frente de dos estadios, y los hombres se arrojaban contra el frente de los sakas, en grupos o individualmente.
Recuerdo que me agaché a recoger un hacha saka y me la puse en la mano del escudo. Pensé que valía más eso que no llevar arma alguna, si se me rompía la lanza persa corta.
Oí que un medo mandaba a sus hombres que se reagruparan, y lo hicieron. Los persas intentaron formar con ellos; habían perdido a muchos hombres. Y la caballería persa se adelantó con un grito y una granizada de flechas.
Los hombres de Hermógenes seguían arremolinados sin ningún orden concreto; pero recordad que él tenía tras de sí a doce filas de hombres. La caballería cayó sobre sus primeras filas, y se enzarzaron, espada y
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contra caballo, espada y arco. Nuestra línea retrocedió un paso, y los hombres a mi izquierda corrieron hacia los flancos de los caballos y empezaron a derribar a los persas de sus monturas.
Los medos se adelantaron como leones para aprovechar nuestra confusión; o quizá simplemente para salvar a los persas, no tengo idea.
—¡A mí! —rugí—. ¡A la carga!
Cuando los persas vieron que volvíamos a correr hacia ellos, se impresionaron. Algunos se quedaron paralizados, otros siguieron avanzando, y entre ellos no había más orden que entre nosotros.
Fue entonces cuando se produjo la lucha peor y más encarnizada. Su breve retirada los había avergonzado, y querían tener nuestras cabezas, al tiempo que nosotros ya nos teníamos por mejores que ellos y queríamos apoderarnos de las suyas. Ambos bandos perdieron cohesión, y los hombres morían rápidamente. Salían golpes de todas partes y de la nada, y la única posibilidad era llevar armadura completa, como la llevaba yo. Debí de llevarme en los protectores de los brazos y de los hombros, en la cota de escamas, en el casco, diez golpes que deberían haber sido heridas. Algunos me los debieron de dar mis propios hombres entre la confusión.
Entonces, de alguna manera, me encontré entre la caballería persa, en vez de entre los medos, aunque no recuerdo haber corrido hacia ellos, y así me resultaba más sencillo luchar: cualquiera que fuera a caballo era un objetivo. Los jinetes rara vez llevan escudo. Yo era como Némesis.
Idomeneo debía de haber decidido seguir a mi lado, y Gelón venía a mi espalda; y los matamos. Ay, niños, cómo recuerdo Maratón. Aquel día, yo era un dios de la guerra. Mi armadura brillaba y relucía, y caían hombres a cada golpe de mi lanza. Derribaba a los hombres de sus caballos. Los jinetes tienen que luchar hacia delante; no pueden volverse hacia los flancos ni hacia atrás. Ni tampoco contra dos golpes rápidos, en todo caso.
Pero Idomeneo y Gelón no estaban mucho peor que yo, y al volverse más suelta la pelea y al disolverse las filas, no nos volvimos menos peligrosos, sino más. Yo tenía un objetivo sencillo, que suele ser el que tengo en todas las refriegas: salir por la espalda de la formación enemiga. De modo que maté, y herí, y derribé a hombres de sus monturas y los pisé, y seguí avanzando, y mi pequeño grupo me siguió.
En un combate grande es posible perderse, como se puede perder un hombre en el bosque. Limitado por las ranuras de tu casco, es posible llevarte una herida o morir, sencillamente porque algún cabrón te ha hecho volverte. Es fundamental llevar a tu espalda a hombres de confianza, que te dirijan de nuevo en el buen sentido, o que maten al adversario que te está rondando por fuera del campo visual de tu casco. Pero si cuentas con hombres así, es posible cualquier cosa, y es increíble cómo puede llegar a moverse un hombre dentro de una refriega si tiene determinación y compañeros.
Me dirigí hacia un jinete que llevaba un rico manto púrpura, y él se volvió atrás y metió los talones al caballo; y cuando lo seguí, salimos de la refriega y nos encontramos corriendo por un prado, y habíamos dejado atrás la batalla. El hombre que huía recibió un flechazo y cayó hacia atrás, tendido sobre la grupa de su caballo, y se alejó cabalgando en esa postura, recuerdo que durante una distancia sorprendente. Después, Teucro, que iba a mi lado, soltó con un gruñido otra flecha, apuntando alto, y la flecha acertó al hombre, que cayó a tierra. Intentó levantarse, y lo remató una tercera flecha.
Teucro salió de su refugio tras el escudo de Idomeneo, poniendo una flecha en la cuerda, y la caballería persa se replegó y huyó (de nuevo), y en esta ocasión se dejaron muertos en tierra a la mitad o más de sus hombres, porque nosotros habíamos irrumpido a través de ellos. Después, los medos se dispersaron y huyeron, tirando flechas por el camino. Había caballos caídos entre los matorrales, y hombres que gritaban, y caballos que bramaban. Por Ares, aquello era lúgubre; había en el suelo tanta sangre, que te salpicaba las sandalias cuando el hombre que estaba a tu lado mataba a otro o moría él mismo. Con tanta sangre, que el olor a cobre y bronce te llena las narices todavía más que la peste a sudor, que el olor que despiden los hombres cuando tienen miedo, que el olor a tripas de hombres como ciervos recién desollados. Solo te fijas en él, en la peste de Ares, cuando te detienes; y entonces te produce náuseas, sobre todo si tienes a tus pies a un muchacho sin armadura al que han matado a cuchillo, que ya tiene los labios blancos azulados, desangrados, y con los ojos hinchados por el horror y el dolor.