—Y bien —dijo Milcíades. Miró a su alrededor entre la media luz del amanecer—. Hoy me toca a mí el mando por derecho propio, y hoy lucharemos. En cuanto los muchachos hayan comido, bajaremos la colina. Quiero que los plateos bajen los primeros. Que apoyen en la colina el escudo de su último hombre de la izquierda, y después todos formaremos a partir de ellos para que no quede ningún hueco. Y, amigos —dijo, y nos miró a todos—, lo único que tenemos que hacer para vencer es mantener sólida la línea, de un extremo a otro. Sin huecos. Sin vacíos. Nada. Escudo contra escudo desde las colinas hasta el mar.
Todos lo entendimos y asentimos con la cabeza.
—Todos conocéis el orden de izquierda a derecha, ¿no es así? Así que, cada contingente va bajando por orden, sin precipitarse y sin empujar. La clave de la victoria es la formación de la línea de batalla. Una vez que estemos formados, ya habremos hecho la mitad del trabajo. Si lo jodemos, seremos todos hombres muertos.
Arístides enarcó una ceja.
—Lo hemos entendido.
Milcíades no sonrió.
—Pues aseguraos de ello. Siguiente cosa. Cuando lleguemos a tiro de flecha del enemigo, a la distancia a la que pueden alcanzar ellos, atacamos a paso de carga. ¿Entendido? A todo correr, y al hombre que afloje o que se caiga, que el Hades se lo lleve.
Esto los hizo hablar.
—¡Nos disgregaremos! —protestó Leonto.
Milcíades negó con la cabeza.
—En el este da resultado. El joven Arímnestos, aquí presente, atacó una vez a paso de carga a cien persas él solo…
—¡Con otros diez hombres! —dije yo.
—Y el resto de la falange vino detrás. Los demolisteis, ¿verdad? —dijo Milcíades.
Terminé de atar el último lazo de Leonto y me volví hacia los demás.
—Así se apura a sus arqueros —dije—. Les falta tiempo y espacio para tirar. —Los recorrí con la vista—. Nosotros somos los mejores atletas del mundo, y, con los dioses a nuestras espaldas, podemos recorrer ese terreno en un tiempo mínimo.
—Tú tienes el mando —dijo Leonto a Milcíades, encogiéndose de hombros. Después, sonrió—. De acuerdo. Soy rápido. Correré.
—¡Tú asegúrate de que el resto de tu tribu avanza también! —dijo Sófanes.
Y eso fue todo; había sido quizá la reunión de mando más breve que habíamos tenido hasta entonces. Calímaco preguntó a Milcíades dónde debía ponerse él, y Milcíades le respondió con un gesto solemne de la cabeza.
—Tú eres el polemarca —dijo—. Ponte a la derecha de la línea.
Calímaco hizo una reverencia.
—Es un honor. Pero el puesto es tuyo si lo quieres.
Milcíades negó con la cabeza.
—Ya ocuparé el puesto de honor cuando sea polemarca —dijo; y así quedó la cosa.
Después, muchos nos abrazamos, y si me tiembla la voz al contarlo… es que abracé a muchos hombres a los que quería desde siempre, y todos lo sabíamos. Todos sabíamos que, ganásemos o perdiésemos, pagaríamos un precio alto. Una batalla es eso, una matanza selectiva. Solo que esta vez, en vez de estar con extranjeros y con «aliados», estaba en un ejército donde estaban mis amigos en todas las líneas, y cada muerto sería perder a un hombre al que conocía. Todo era muy personal.
Más vino, muchacha. ¡Y esto, para las sombras de los héroes que cayeron allí!
De modo que mi amigo Hermógenes, filarca de la columna izquierda de Platea, fue el primer hombre que bajó de la colina, el primero que formó y el eje de nuestra línea. Y Calímaco fue el último jefe de fila que bajó de la colina, y el que formó en el extremo derecho de la primera fila. El escudo de Hermógenes rozaba los árboles, y Calímaco tenía la sandalia derecha metida en el agua; o así solíamos contarlo nosotros.
Nuestros plateos estaban formados en doce filas de ciento veinte hombres de ancho. Ocupábamos un poco más de un estadio de la anchura de la llanura, y en orden normal nuestra última fila estaba a veinticuatro pasos de la primera.
Las tres tribus que se dispusieron a nuestro lado se habían «reforzado» con infantes ligeros, y también ellas formaban en doce filas. En la falange de la izquierda se había puesto también a muchos de los arqueros atenienses. De modo que su formación era profunda, y cubrían tres estadios más a lo ancho.
Cuando empezó a formar la parte central de la línea, ni siquiera la veíamos. En el centro iba Arístides con sus Antíocos, y su formación era el doble de ancha que la nuestra y solo la mitad de profunda, de solo seis filas, para cubrir más terreno frontal. Allí iban los hombres más ricos y mejor armados, y Milcíades confiaba en que serían capaces de soportar los tiros más concentrados de los arqueros enemigos. O al menos espero que pensara aquello; porque, de lo contrario, estaría pensando que la flor y nata de los arqueros enemigos, los sakas, le quitarían de encima a todo un mundo de adversarios políticos.
En el centro iban tres tribus, y cubrían casi cinco estadios.
Y a la derecha iban tres tribus más, de profundidad doble como nosotros, y cubrían tres estadios más. De manera que nuestra línea de batalla medía doce estadios o más de un extremo a otro.
Nadie podría impedir que una línea tan larga se deformase, fluyera y se doblara. Pero la formamos bien, y los bárbaros se presentaron mientras la estábamos formando.
Hicieron lo que habían hecho el día anterior; pero todo se volvió loco, como una tormenta repentina.
En primer lugar, la formación de los persas resultaba aterradora vista a ras de tierra. El día anterior, yo la había visto desde un punto a treinta metros por encima de la llanura. Había sido majestuosa y profesional. A ras de tierra, era como ver a un león que se agazapa para dar el salto.
Salieron de su campo con fluidez y en silencio, doce mil soldados profesionales que corrían a sus puestos casi en menos de lo que se tarda en contarlo.
Y avanzaron hacia nosotros.
Mi extremo de la línea se había asentado en posición. Los hombres se arrodillaban para atarse una sandalia, se secaban el rocío de los escudos, reían, apoyaban los escudos en el suelo o en el empeine del pie izquierdo.
El avance de los bárbaros nos quitó las ganas de reír. Se derramaron por la llanura como una inundación repentina, y los jinetes de sus flancos parecían dioses cubiertos de oro que brillaban al sol. Avanzaban sin emitir sonido alguno, salvo el tintineo metálico de los arneses, del metal contra el metal, el traqueteo hueco de los escudos metálicos contra las piernas revestidas de armadura.
Tal como habían hecho el día anterior, pusieron a nuestra derecha a sus fenicios y a sus griegos, de manera que yo me encontraba frente a persas, cuyas primeras filas iban armadas igual que nosotros, hombres grandes con armadura pesada y escudos (principalmente escudos ovalados, muy parecidos a nuestros antiguos escudos beocios) y con lanzas cortas y pesadas, pero seguidos de seis filas de arqueros. Frente a Hermógenes venía una tropa de caballería persa noble. Directamente frente a mí había un hombre que llevaba un casco que parecía de oro. Adelantándose a la luz del sol recién salido, profirió un grito de guerra, y sus hombres le respondieron al unísono con un grito único que nos llegó como un desafío.
Recuerdo que se me cortó el aliento en la garganta.
A su derecha, desde mi punto de vista, venían los medos. Los medos de a pie eran el segundo contingente más numeroso, después de los sakas, y tenían armaduras, los mejores arcos, espadas cortantes y hachas. Supuse que más allá de estos, en su centro, estarían los sakas, los mejores arqueros del enemigo, y después, ante nuestra derecha, frente a Milcíades, los griegos enemigos y los fenicios.
Estaban formados exactamente igual que el día anterior. Mis plateos estaban frente a la flor y nata del ejército enemigo.
Aquello me estabilizó. Ser el más débil tiene sus ventajas. Y en aquel momento supe lo que iba a decir.
Se acercaban avanzando velozmente por la llanura como perros de caza o como lobos. Como lobos hambrientos.
Yo tenía a mi derecha a Leonto. Dejé mi escudo a Teucro y corrí hasta Leonto… un estadio de ida y otro de vuelta, muchas gracias.
—Voy a lanzarme a la carga en cuanto estén a tiro de flecha —dije, señalando a través del campo.
Se quedó sorprendido.
—¿Es eso lo que quiere Milcíades? —preguntó.
—No sé qué quiere Milcíades —dije—. Si se lo quieres preguntar, está cinco estadios más allá. —Me encogí de hombros, cosa difícil de hacer bajo una armadura de escamas de once kilos—. Pero en cuanto se detengan a disparar, saldré por ellos.
Leonto observaba a los persas. La tormenta de flechas caería sobre sus hombres, no sobre los míos.
—Estoy contigo, plateo —dijo.
Le di un golpecito en el
aspis
a modo de apretón de manos y me volví corriendo a mi lugar; y los de su tribu me aclamaban al pasar ante ellos. Estaban levantando los escudos del suelo, bajándose los cascos; y cuando llegué hasta mis propios hombres, Idomeneo ya había dado las órdenes.
El enemigo estaba aún a tres o cuatro estadios de distancia.
Así pues, recorrí la parte frontal de mi primera fila andando, obligándome a mí mismo a no apresurarme. Miré a los ojos a todos los hombres de la fila; algunos decían unas palabras, otros movían la cabeza haciendo ondear el penacho al recibir en las crines la brisa del mar. Caminé hasta que llegué hasta Hermógenes.
—Lucha bien, hermano —dije.
—Llévanos a la gloria, polemarca —dijo. Vi su sonrisa por la ranura de la tau de su casco.
Por los dioses, esas palabras me llegaron al corazón.
Después, volví andando, forzándome a andar, a pesar de que los persas y los medos iban reduciendo el paso, más cerca de lo que yo esperaba, más aprisa de lo que yo había creído posible. Los persas de a caballo, los mejores de los mejores, estaban tan cerca que parecía que los podíamos tocar, tan cerca que parecía que podían alcanzarme y destriparme antes de que yo me refugiara entre nuestras filas.
Me detuve ante el centro de mi línea, di la espalda al enemigo y alcé los brazos. Después, con un gesto como los que nos había enseñado Heráclito, con el amplio movimiento del brazo derecho propio de los oradores, indiqué que me disponía a hablar.
—Podría hablaros del deber —grité; y ellos guardaron silencio—. Del valor y de la
areté
, y de la defensa de la Hélade y de todo lo que os es querido.
Hice una pausa y me forcé a mí mismo a mirar a mis propios hombres, sin volver la cabeza para mirar al enemigo, que se iba acercando cada vez más a mi espalda.
—Pero sois plateos, y sabéis lo que es la excelencia, y sabéis quién es valiente. De modo que os diré dos cosas. La primera: ayer, muchos de vosotros erais esclavos. Y, en segundo lugar, aquí no hay nadie que espere que venzamos a los persas. Somos el flanco izquierdo de la línea de batalla, y lo único que pide Atenas es que tardemos en morir. —Hice una pausa, y después apunté con mi lanza al enemigo—. ¡Paparruchas, hermanos! ¡Somos plateos! ¡Aquí todos somos plateos! ¡Allí tenemos toda la riqueza de Asia! Los dioses nos han enviado a los persas en persona, y cada uno lleva encima una fortuna en oro. ¿Ayer eras esclavo? Mañana puedes ser aristócrata. O estar muerto, e irte al Hades con los héroes. No importa lo que hayáis sido, lo que seáis en este momento, las ganas que tengáis de mearos encima o de escabulliros… ¡si vencéis hoy, el mañana es vuestro! ¡Todo ese oro será vuestro si sois lo bastante hombres para apoderaros de él!
Mis plateos respondieron con un rugido, como un ladrido agudo. Solo entonces eché una rápida mirada a nuestros enemigos. Estaban a un estadio de distancia, o más. Volví a mi lugar en las filas. Me eché el
aspis
al hombro y así mis lanzas; la lanza de cazar ciervos, fina y ligera, en la mano derecha, y la pesada de matar hombres en la mano izquierda, con la que llevaba también el
antilabe
del escudo.
Me volví a Idomeneo.
—¿Cómo he estado? —le pregunté.
Él asintió con la cabeza. Llevaba un yelmo cretense que le dejaba la cara al descubierto, y su sonrisa era amplia.
—Todo el mundo entiende el oro —dijo—. La
areté
es un poco más complicada.
—¿Ves a ese cabrón de a caballo con el casco de oro? —dije—. Iré por él. Pero tiene que caer; y si yo caigo, o si fallo, ve tú a por él. ¿Entendido?
Toqué la punta de su lanza con la mía, y vi su sonrisa.
—Dalo por muerto —dijo Idomeneo.
—Sí —respondí.
Esbozó su sonrisa loca, de combate.
—Claro —dijo.
Me volví hacia Teucro, que estaba justo a mi espalda.
—Escucha, amigo, no quites la vida a ese hombre. Quiero que los suyos lo vean caer bajo mi lanza. En un combate como este, todo depende de los primeros segundos.
—A la orden, señor —dijo, no muy convencido.
Frente a mí, toda la línea de batalla enemiga (tan larga como la nuestra, y también tan profunda, como mínimo) iba perdiendo velocidad. No se detuvo de pronto. Una línea de quince estadios de largo tarda tiempo en detenerse y en enderezarse.
—¡Preparados! —bramé—. ¡Lanzas arriba!
—¡Manda orden cerrado! —me susurró Idomeneo.
—Yo sé lo que me hago —dije.
Los atenienses me obedecieron con la misma prisa que mis propios hombres, y tres mil hombres alzaron las lanzas sobre las cabezas, con la punta de la lanza un poco por encima del borde del escudo, con la contera bien alta en el aire para que no estorbe al hombre de atrás o, peor todavía, para que no le dé en los dientes.
Estábamos a un estadio del enemigo. Los persas se estaban asentando, clavando flechas en el suelo. La caballería estaba incluso retrasada respecto de su línea de batalla principal; algunos jinetes intentaban abrirse camino entre las malezas que había a nuestra izquierda, y pasaban apuros, pero a mí me producían ardor de estómago.
Hice un gesto con la cabeza a Idomeneo, y él hizo sonar el cuerno; dos notas largas y duras, separadas por una pausa tan estrecha que apenas habría cabido una hoja de espada por ella.
Y entonces nos pusimos en marcha.
¿Habéis corrido alguna vez una carrera pedestre? ¿Habéis corrido el hoplitódromo? ¿Habéis corrido el hoplitódromo con cincuenta hombres? Imaginaos a cincuenta hombres. Imaginaos a cien hombres… a quinientos, a tres mil, que toman todos la salida a la vez al sonar un cuerno.
Nos pusimos en marcha, y los dioses quisieron que nadie tropezara en nuestra línea. Un pobre patoso que hubiera caído de cara podía haber marcado la diferencia entre la victoria y la derrota. Pero ningún hombre cayó en la salida.