—Esto se ganará o se perderá con la primera salva —dije.
Tenía la voz tranquila. Recuerdo que todo el miedo del golpe de mano nocturno había dejado paso a mi confianza firme habitual. ¿Por qué? Porque, a oscuras, no tenía idea de lo que hacía, ¿no es verdad? Allí donde estaba, no era más que un combate naval librado en tierra.
Los hombres que iban en los flancos de la caballería al galope nos vieron, por supuesto, pero demasiado tarde como para hacer cambiar de dirección a toda la masa. Pero recuerdo que pensé para mis adentros que, si Milcíades había lanzado un ataque a los caballos del enemigo, no había tenido gran efecto.
Eché una mirada a Leonestes, porque tardaba tanto tiempo en dar la orden que me pregunté si estaría esperando que la diera yo.
Me hizo un guiño. Volvió la cabeza hacia el enemigo… levantó el arco.
—¡Tirad! —rugió—. ¡Todo lo deprisa que podáis, muchachos!
La segunda salva de flechas salió cuando las primeras iban todavía por el aire. Se alzaron, cayeron, y salió una tercera salva mucho más irregular que las dos primeras. Algunos de los arqueros atenienses eran poco más que pillos de la calle con arcos, mientras que otros tenían buenas armas y estaban bastante entrenados; lo más probable es que fueran arqueros navales.
De modo que, entre un centenar de arqueros, había quizá veinte verdaderos matadores, otros cincuenta arqueros medianos, y treinta chicos y demás sujetos que estaban para hacer bulto.
Lo mismo que en la falange, en realidad.
Las flechas cayeron sobre la caballería, y los jinetes se evaporaron. Recuerdo que, cuando era niño, una vez nevó en la finca, y cambió el tiempo y salió el sol, bien caliente, y la nieve subió al cielo directamente, sin fundirse. La caballería pasó de esa manera: un intervalo breve de terror ecuestre estrepitoso, todo cascos y sangre, y algunas flechas devueltas (un hombre recibió una y murió, tan cerca de mí que podía tocarlo con la mi mano), y en seguida desaparecieron, estuvieron fuera de nuestro alcance y se reagruparon.
Así de rápido.
Se dejaron caer de sus caballos, se ajustaron los carcajes… y vinieron hacia nosotros. Un par de docenas de ellos se dirigieron a caballo hacia nuestro flanco derecho, el más próximo al mar. Lo hicieron con tal rapidez, que creo que lo debían de tener ensayado. Comprendí por primera vez el miedo que tenían los hombres de Eubea a los persas. Aquellos eran persas de verdad, con gorros altos, con cotas de escamas, con hermosos arcos esmaltados.
Corrí campo a través hasta los hombres que acabábamos de matar; los caballos seguían relinchando. Seis. Nuestra pequeña y brillante emboscada improvisada solo había derribado a seis hombres.
Tomé dos arcos, retiré los grandes carcajes persas de sus caballos mientras las flechas decoraban el suelo a mi alrededor, y volví a correr hacia la fila delgada de atenienses.
Me había hecho con un buen arco, de una madera tan marrón que parecía morada, o quizá fuera un tinte, con cuerno en la cara interior del arco y nervios entre la madera y el cuerno. El carcaj del hombre tenía adornos de oro, y en las muescas del arco había una línea de oro.
—El que no tenga un arco persa, que se retire —gritó Leonestes—. Bien lejos, muchachos, joder. A cien pasos.
Los persas que venían a pie por delante de nosotros (unos cincuenta) avanzaban con confianza. Mientras los estaba mirando, se detuvieron. La mayoría de ellos clavaron flechas en el suelo para tenerlas bien a mano al tirar.
A la caballería que venía por nuestra derecha le estaba costando trabajo llegar; se habían encontrado con el laberinto de muros y de setos vivos. Algunos de los atenienses más jóvenes empezaron a tirarles flechas en tiro curvo, como si fuera un juego. He visto que siempre resulta más fácil ser héroe cuando el enemigo no puede devolverte el tiro.
Los persas que estaban delante de nosotros no tenían ninguna prisa. La caballería renunció a tomarnos el flanco derecho; fue una decisión desacertada y precipitada, pero esas son precisamente las cosas que pasan en la guerra. Se inclinaron sobre los cuellos de sus caballos y pasaron por delante de nosotros, y uno de nuestros arqueros que tenían arco persa hirió a un jinete cuando nos atravesaron por delante, dirigiéndose a nuestro flanco derecho, que estaba más próximo a las colinas y al campamento.
En la guerra, la gente comete errores, igual que en la paz. Pocos minutos antes, aquellos mismos persas nos habían pasado por el flanco derecho persiguiendo a alguien. Nosotros los habíamos interrumpido; y, con los azares del combate, nuestros adversarios persas se habían olvidado de aquellos primeros enemigos.
La caballería galopaba velozmente para rodearnos por la izquierda; y, de pronto, huían, y había caballos sin jinete; y tras ellos había hombres que les arrojaban lanzas, y otros con armadura que corrían hacia ellos.
Aquello transformó nuestra lucha; en un momento dado, los persas estaban intercambiando tiros con nuestros mejores arqueros, despacio y apuntando bien, y al cabo de otro momento corrían hacia sus monturas antes de que nuestros amigos que venían por la izquierda se apoderaran de los unos y de las otras. La cosa estuvo reñida, pero los persas ganaron la carrera y se alejaron a caballo.
Cabalgaron cerca de un estadio, se detuvieron, y les cayó encima una mano invisible que derribó a un par de ellos de sus monturas y que hizo relinchar a todos los caballos. Honderos. Supe después que solo eran una docena, pero aquello fue la gota que colmó el vaso para los persas, que se dirigieron velozmente a su campamento.
Aquella fue la parte del combate que vi yo. Pasé una hora o más allí, con los arqueros, y pasaron por delante de nuestros hombres, hombres pequeños, como he dicho, a docenas, armados de jabalinas, de arcos y de hondas, y algunos que no llevaban más que una bolsa de piedras.
Los hechos de aquella mañana no llegarán a explicarse nunca. Supongo que corrió la voz de que Milcíades estaba en un aprieto. O bien, Temístocles les pidió que fueran a apoyar a los arqueros. ¿Quién sabe? Lo que sí sé es que aquello no formaba parte de ningún plan general. Fuera como fuese, el caso fue que un par de miles de libertos griegos y de hombres de armamento ligero, hombres que eran demasiado pobres para tener una panoplia y luchar en la falange, pero ciudadanos cuyo orgullo les impedía desamparar a Grecia, llenaron los campos, los setos y los muros de piedra. Calculo que, sumándoles a los arqueros atenienses, pudieron matar a trescientos enemigos. Nada, como quien dice.
Tampoco alcanzaban ninguna gloria. Cuando vas desnudo y no tienes más arma que una bolsa de piedras, no sales a campo abierto. No; gateas a lo largo de los setos y compartes los muros de piedra con los zorros y con las tortugas.
Pero los persas y sus aliados carecían por completo de una horda de hombres de armamento ligero para mantener a raya a los nuestros, y no se podían permitir el goteo de bajas que les habría costado despejar el campo. Y nuestros hombres pequeños hacían de aquellos campos una pesadilla.
Al ir avanzando la mañana, nuestros soldados ligeros empezaron a sufrir bajas. Cuando sus grupos reducidos se aventuraban demasiado, el enemigo los rodeaba y los mataba. Yo apostaría a que, en conjunto, si los dioses nos dieran la cuenta de las víctimas, los bárbaros llegaron a matar más griegos aquel día que bárbaros matamos nosotros.
Pero, por otra parte (como suelo repetir), la guerra no es una cuestión de números. La guerra es una cuestión de sentimientos, emociones, fatiga, alegría, terror.
Subí por la colina hasta nuestro campamento, y me rodeó una multitud de hombres que querían darme la mano o una palmada en la espalda.
—¡Te perdimos! —Idomeneo lloraba—. Ay, señor, qué vergüenza.
Yo sacudí la cabeza. ¿A quién no le habría encantado una manifestación de lealtad como aquella?
Teucro era el que peor lo llevaba.
—Yo estaba justo a tu lado, señor —dijo, claramente descontento—. Y de pronto me encontré con que estaba junto a otra cota de escamas… y era la de Idomeneo. Te había perdido entre la oscuridad.
—No hay mancha que no se lave —dije yo—. ¿A cuántos perdimos?
—A demasiados, señor —dijo Idomeneo, sacudiendo la cabeza—. Casi veinte. Y tu cuñado, y Áyax, y Epístocles, y Peneleos.
Por Ares, aquello me dolió. No lo de Epístocles; Platea ganaba con haberlo perdido. Pero los demás… Pen me mataría por haber perdido a su marido, y Peneleos…
—Quizá vuelvan —dijo Teucro—. Como has vuelto tú.
Me acosté, bajo de ánimos. Esto pasa siempre después de un combate, pero aquella vez era peor. Yo no había hecho nada, salvo perder a mis hombres; apenas había ensangrentado mi lanza. Pero había perdido a veinte de mis hombres mejores, insustituibles, con armadura pesada y con entrenamiento militar. Áyax era, o había sido, tan buen lancero como yo.
Estaba acostado a la sombra, sintiéndome mal, cuando llegó Milcíades.
—Así que estás vivo —dijo—. Alabados sean los dioses.
Aquello me hizo sonreír, porque Milcíades no solía invocar a los dioses casi nunca, al menos no con aquella voz.
—Estoy vivo —dije—. E ileso. Pero he perdido a muchos hombres.
Milcíades llevaba todavía el escudo al hombro; se puede llegar a un punto de agotamiento tal, que simplemente te olvidas de quitarte de encima el equipo. Yo mismo estaba acostado con mi coselete de escamas. Me puse de pie trabajosamente para abrazarle. Él miraba por encima de mí, hacia mi campamento.
—No llegué a acercarme siquiera a sus caballos —dijo con disgusto—. Esperamos a vuestra maniobra de distracción, y cuando se produjo, atacamos lo que teníamos más cerca. —Me dirigió una sonrisa amarga—. No fui capaz de encontrar sus líneas de caballos en la oscuridad, y aparecimos entre los sakas. Supongo que matamos a unos cuantos.
Yo no había visto nunca a Milcíades tan abatido.
—¿Y Arístides? —le pregunté. Me invadió de pronto el miedo. ¿Y si Arístides había muerto?
—Llegó a las líneas de los caballos —dijo Milcíades con amargura—. Pero no consiguió nada, y perdió a veinte hoplitas al retirarse. Puede que matara a veinte caballos.
—Pero ¿está vivo?
Milcíades asintió con la cabeza con gesto pesado.
—Está vivo —dijo, y se encogió de hombros—. Ese campo es un caos. Antes de que termine este descalabro, la mitad de los hoplitas habrán perdido a sus escuderos. Sería mejor que hubiésemos librado una batalla campal. ¿Cómo ha podido salir tan mal? —se preguntó, bajando la vista.
Yo tenía a mano mi cantimplora, y le serví una taza de agua, y él dejó caer el escudo y se sentó pesadamente. Tenía un corte profundo en la pierna; no llevaba grebas. Le lavé la pierna yo mismo, y cuando llegó Gelón, le envié a que trajera un quitón viejo para rasgarlo y usarlo para envolverle la pierna.
No quería que viera que Milcíades estaba llorando.
Ahora, desde la perspectiva que dan los cuarenta años transcurridos, se advierte que no todo estaba perdido; pero puedes creerme,
zugater
, si te digo que cuando Milcíades rompió a llorar sentado en su
aspis
, yo tuve ganas de hacer lo mismo. Habíamos perdido a muchos hombres buenos, y según nuestra manera de pensar, formada en la guerra de las falanges, no habíamos conseguido nada.
No habíamos despojado a los persas de su caballería, ni tampoco habíamos llenado de ánimo a la falange con una victoria sin derramamiento de sangre.
Pero mientras Milcíades lloraba, los soldados con armamento ligero empezaban a volver del campo, y los bárbaros no hacían nada por detenerlos. De hecho, si me hubiera acercado al borde del campo, habría visto lo que vieron otros cinco mil griegos, un acto estúpido de bravuconería que lo cambió todo.
Uno de los grupos de
psiloi
se había arrastrado hasta llegar bastante cerca del campamento persa sin encontrarse con quien luchar, y se aburrieron. Antes de emprender el camino de vuelta a rastras, un muchacho se subió de un salto a un muro de piedra, a plena vista de ambos ejércitos, y enseñó el trasero a los persas, que estaban junto a su campamento, montados en sus caballos. Hizo gestos obscenos, les saludaba con la mano y se abanicaba las nalgas.
La caballería persa se quedó donde estaba.
Todo el mundo vio este incidente; todo el mundo menos Milcíades y yo, claro. Y en aquellos momentos nuestros soldados ligeros sintieron su poder. Los bárbaros también sintieron su poder. A cada piedra que arrojaban nuestros muchachos, se volvían más atrevidos, y por cada caballo que quedaba sin jinete los persas sentían más temor.
Antes de que yo me volviera penosamente al campamento, con mi
aspis
al hombro y mi casco sobre la nuca, ya éramos dueños de los campos de Maratón, desde las montañas hasta el mar, aunque yo no lo sabía todavía. Y aquello no se debía a nuestros nobles ni a nuestros hoplitas.
Tiene gracia, ¿verdad? Fuimos a rescatar a los eubeos; y, al conseguirlo, estuvimos a punto de hundir nuestro ejército. Y después, para enmendar aquel error, montamos el golpe de mano contra el campamento persa. Nos perdimos todos en la oscuridad y no conseguimos nada; pero, a consecuencia de nuestra intención, los hombres «pequeños» acudieron a rescatarnos, e inundaron la llanura de piedras y de flechas, y los bárbaros se sintieron derrotados.
Lo mejor de todo fue que los hombres pequeños, eufóricos, volvieron al campamento sobre la colina y se jactaron ante sus amos, los hoplitas, de sus victorias a base de tirar piedras.
La vergüenza estimula mucho a los griegos. La competitividad y la emulación también. Y a ningún caballero le sienta bien pensar que su criado puede ser mejor que él, ¿verdad?
Aquel fue el día de los hombres pequeños. Antes de que amaneciera, estábamos al borde de la derrota. Al anochecer, contábamos con los votos suficientes para mantenernos sobre el terreno. Y aquel fue el margen decisivo en muchos casos.
Escuchadme, pues. Esto es lo que queríais oír. La Batalla de Maratón. Pero recordad que si nos mantuvimos sobre el terreno fue solo porque los hombres pequeños nos lo ganaron.
Vino para todos, muchachos.
El primer síntoma de cambio se produjo mientras Milcíades se secaba los ojos y recuperaba la compostura. Yo le había vendado la pierna, y él se lavaba la cara con un jirón de mi quitón viejo.
Mi cuñado se presentó como si su aparición no tuviera nada de extraordinario. Yo lo envolví con un abrazo que apostaré a que todavía lo recuerda.