Dos de ellos ocupaban todo el ancho de la calle ante mí. Llevaban espadas.
—Es él, el plateo —exclamó uno.
—Nos envía un amigo —dijo el más pequeño de los dos hombres que teníamos delante—. Habíamos pensado razonar contigo quizá —añadió, y se rio.
Oí moverse algo a mis espaldas y supe que eran más. Pero los dos que tenía delante estaban al borde… todavía les faltaba un poco para alcanzar el ánimo suficiente para atacarme. Es un proceso que he visto en bastantes ocasiones; hay hombres que tardan una eternidad en prepararse para la lucha, mientras que otros son capaces de luchar en cualquier momento.
Me llevé una mano a la espada; en Atenas no estaba nada bien visto que los hombres llevaran armas por las calles; pero de noche y con un manto grande nadie te iba a decir nada. El hombre más pequeño volvió a reírse. La diferencia numérica era mala; luchar uno contra cuatro es una locura, a menos que no te quede más opción. La calle en la que estaba yo era, en realidad, un callejón, no más ancha que la estatura de un hombre, y yo estaba en un punto en que alguien había construido sin mucho respeto a las ordenanzas y el callejón se estrechaba todavía más y formaba un recodo.
Uno de los hombres a mi espalda dio un tropezón en una piedra y profirió una maldición. Yo oí la maldición y sentí que el hombre agitaba los brazos para guardar el equilibrio; y entonces me volví sobre la planta del pie y le dirigí la punta de mi espada al costado. No lo hice con toda la habilidad que había querido, y la espada resbaló sobre sus brazos y la punta se enganchó en sus costillas, y el hombre me acertó con el puño en la cara; no con la fuerza suficiente para aturdirme, pero sí para empujarme hacia atrás.
Lo peor de todo fue que el hombre cayó con la punta de mi espada clavada entre las costillas, arrancándome la empuñadura de la mano. Me arranqué el manto de un tirón, haciendo saltar la buena fíbula de plata, que se abrió y cayó a la calle con un ruido metálico; sería un bonito hallazgo para el primer niño que asomara de la puerta de su casa a la mañana siguiente. Los lastres del manto dieron en la cara al más pequeño de los dos hombres que tenía delante (allí intervino tanto la suerte como la preparación), y le hicieron retroceder cuando podía haberme destripado.
En una pelea como aquella no se piensa de manera consciente. No existían huecos, ni presas ni ataques que bastaran para liberarme. Yo no tenía ningún arma. Mientras cambiaba de postura, lancé una patada al hombre mayor de los que tenía delante, y después salté por la ventana abierta que tenía a mi izquierda; mi pie trasero empujó la lámpara de aceite que estaba en el alféizar, que cayó tras de mí y estalló, derramándome aceite en el manto y en el suelo, y llenándome de llamas que me subían por el manto.
Pero había puesto una pared entre mis atacantes y yo. Les arrojé mi manto ardiente y les di la espalda. Me encontré con tres jóvenes que me miraban como si fuera una aparición bajada de los cielos; y quizá lo era, con el fuego que corría por el suelo tras de mí.
El fuego (que no era mucho, debo añadir) contuvo a mis atacantes durante tres o cuatro latidos del corazón, y para entonces yo ya había atravesado la cortina de cuentas de madera que estaba en la puerta de la habitación. Aquello no era un burdel ni una taberna; era una casa privada, y pasé por una habitación en la que había cuatro telares, uno ante cada pared, y atravesé otra puerta mientras oía gritos de hombres a mis espaldas, y salí a un patio. Junto a la puerta del patio estaban de pie dos esclavos, que parecían tan confundidos como suelen parecerlo los hombres en los momentos de emergencia. Los dejé atrás pasando entre ellos sin aflojar el paso, y me encontré en otra calle.
Corrí colina arriba. Veía como punto de referencia el palacio de los pisistrátidas, en la Acrópolis. Recuerdo que dirigí a Heracles una oración de acción de gracias por haberme librado con tanta facilidad de una emboscada en la que deberían haberme matado. La verdad era que, si no hubieran perdido el tiempo en hablar conmigo, ya me estaría pudriendo a estas alturas, ¿eh?
Puede que mis oraciones hicieran venir al dios en mi ayuda, pero en todos los demás sentidos fueron prematuras. En la esquina siguiente me topé de manos a boca con el mayor de los dos hombres que me habían plantado cara en el callejón. Me sobresalté más que él, y él me asestó un golpe casi de lleno con algo que llevaba en la mano izquierda, creo que con un garrote.
Me dio en la parte exterior del bíceps derecho, con fuerza, y me dejó insensible el brazo. Retrocedí, tambaleándome, contra una puerta cerrada, y él recobró el equilibrio, sonrió a la débil luz y se dispuso a terminar conmigo.
Pero se detuvo a gritar a sus camaradas «¡ya lo tengo!» y, mientras tanto, la puerta en que apoyaba la mano insensible se abrió y yo caí a través de ella, agitando frenéticamente las piernas para mantenerme de pie, de tal modo que volví a meter en la habitación al joven que había abierto la puerta y lo dejé tendido en el suelo.
Era bastante pequeño, guapo, y llevaba maquillaje en los ojos, que tenía desencajados del susto. Yo le había hecho daño, sin duda.
Había un manto colgado de un perchero de madera al borde de la cama; debía de ser el del mismo chico, o lo habría dejado olvidado un cliente. Me apoderé de él mientras el hombre grande entraba por la puerta. Me lo puse en el brazo izquierdo, que tenía insensible pero no inútil, y me planté firme sobre los pies; las cosas sucedían tan deprisa, que solo entonces empezaba a sentir el dolor del golpe de su garrote. El grandullón entraba para rematarme, y yo hice ondear el manto, que pareció llenar el cuarto minúsculo, y mi brazo derecho se movió perdido tras el manto, y mi atacante vaciló.
Todo hombre bien entrenado sabe que los hombres vacilan ante un manto o ante un palo, aunque ninguna de las dos cosas les puede hacer mucho daño, ni siquiera con un golpe directo a la cara. Pero mi manto y mi puño no eran más que fintas, y la patada que le lancé con el pie derecho le alcanzó en la rodilla antes de que hubiera tenido tiempo de retirar el peso de aquella pierna, y noté cómo saltaba la articulación. La mano que sostenía el garrote me pasó por delante, y fue como si hubiera optado por entregármelo voluntariamente; a pesar de la oscuridad y de la confusión, su mano izquierda me rozó la derecha, y tuve en la mano la cachiporra.
Afuera, en el callejón, había hombres. Por el ruido parecía que eran bastantes más de los cuatro del principio.
Mi último adversario se agitaba por el suelo, bramando. En vista de que no hacía por atacarme, respiré hondo y le golpeé detrás de la oreja con su propio garrote, y quedó sin sentido.
El chico pintado soltó un chillido y huyó por una puerta que yo no había visto. Lo seguí, con ánimo de evitar a los hombres de la calle. Salimos directamente al patio central del edificio, que estaba lleno de hombres y de chicos en divanes. Empujé con la cadera una mesa llena de cubos de agua y de vino, y el conjunto cayó con estrépito. Llegué por fin al otro lado del patio, pasé por una puerta que me pareció la más grande y llegué al
andrón
del edificio, con paneles pintados en las paredes y un techo con pinturas de colores chillones que representaban, como cabía haberse figurado, a Zeus y Ganimedes. Después salí por la puerta principal, pasando por debajo de un par de sátiros que se besaban, y llegué a una calle que estaba bien iluminada con fogariles ante el edificio del que acababa de salir yo, que era un burdel próspero.
Vi a la luz vacilante que venían hacia mí algunos hombres desde el extremo inferior de la calle, una docena o más.
Así que me volví y eché a correr cuesta arriba. No hay manera de luchar contra una docena de hombres al borde de la oscuridad.
Corrí hasta la calle siguiente y me metí por un callejón. Vi bajo el canalón de una casa una cisterna grande para recoger agua de lluvia y salté sobre ella a toda velocidad. Pasé una pierna sobre el alero y subí. Me quedé tendido en la azotea. No podía respirar, y mis dos heridas habían estallado de dolor del mismo modo que se abre una flor al amanecer, y apenas fui capaz de contener un grito.
Oí pasar hombres corriendo (pude haberlos tocado con la mano), que se reunieron con otros hombres en la calle siguiente.
Recorrí la azotea con la vista. Era un edificio de baja altura, de esas viviendas privadas que abundaban en la ladera sur de las colinas antes de que Pericles reconstruyera la ciudad. Una sola planta, adobes sobre cimientos de piedra, con vigas que sujetaban una azotea que también servía para cocinar, para dormir cuando hacía calor… para hacer el amor, si hacía falta intimidad. Había una pareja envuelta en mantas y en pieles de las que asomaban diversas extremidades desnudas, y el hombre se arrebujó más en las mantas como si estas fueran a protegerlo.
Corrí al centro de la azotea, y miré los alrededores. Al sur estaba el muro alto del burdel, y al este estaba la ancha Vía Panatenea; pero por el norte, colina arriba, la azotea siguiente era como una invitación. Tenía que seguir moviéndome; los hombres de abajo no eran tontos.
Corrí, salté, y aterricé mal; los pies me atravesaron limpiamente la algas marinas de las que estaba recubierto el tejado, de manera que me di con la entrepierna en la viga, y durante un momento lo único que fui capaz de hacer fue rodear la viga con las piernas y soltar un quejido. En el interior del edificio, por debajo de mí, sonaron gritos; y la respuesta a los gritos fue un ruido de pasos a la carrera.
A veces, el primer dolor es peor que la lesión resultante. Subí una rodilla a la viga, y el golpe que me había llevado en la entrepierna no me había incapacitado tanto como me temía. Pasé de viga a viga hacia el norte, mientras los hombres se reunían alrededor del edificio, y repetí la operación hacia el norte otra vez, y esta vez salté la cerca del tejado para pasar al tejado siguiente (¡de pizarra, gracias a los dioses!), y corrí por la superficie firme. Olí un fuego de carbón vegetal, y olí también a metal caliente, y me di cuenta de que estaba cruzando la azotea de una herrería; de una herrería grande.
Por el lado norte de la herrería había un callejón; lo salté sin detenerme a reflexionar, y apenas alcancé con los brazos el borde de la azotea más alta, que estaba mucho más alta, porque aquel callejón era como un escalón de gigante. Me quedé allí colgado durante bastantes latidos del corazón, intentando recuperar el dominio de mis piernas entre el dolor; y pasé la pierna derecha sobre el borde de la azotea, y rodé sobre mí mismo.
Me dolían las caderas, y me dolía la entrepierna, y el hombro izquierdo me dolía como si me lo hubiera escaldado con agua hirviendo. En aquella azotea había una cocina al aire libre y un cobertizo pequeño donde el propietario guardaba su brasero y algunos otros cacharros de cocina. Me metí en el cobertizo; un recurso desesperado, os lo digo yo. Si me encontraban allí, sería mi muerte; ya no había retirada posible. Pero yo no pensaba bien, y mi instinto era el de un animal herido. Cerré la puerta y me quedé tendido allí dentro, jadeando.
Oía que los hombres de la calle registraban las casas; irrumpían en ellas, maltrataban a sus habitantes o les amenazaban. Pero todo acto tiene sus consecuencias, y a las Moiras no les fue indiferente mi situación apurada. A medida que aquellos hombres iban de casa en casa, sembrando el caos, los habitantes (hombres y mujeres) se revolvían contra ellos. A los griegos no les hace mucha gracia que invadan sus casas, por modestas que sean.
Oí que el herrero rugía de rabia cuando los asesinos a sueldo volcaron su mesa y le tiraron al suelo la cena. El herrero tenía armas a mano y fuerza para manejarlas, y golpeó a uno de los matones con tanta fuerza que el golpe produjo ese sonido característico como de un melón que se rompe; y el herido se puso entonces a llamar a voces a sus compañeros.
El herrero empezó a llamar a gritos a la guardia. Su voz se oía desde lejos, y a ella se sumaron otras, de amas de casa, de prostitutas y de parroquianos del burdel.
Atenas era por entonces una gran ciudad; pero no tanto como para que el alboroto que hacían entre unos matones ruidosos y cincuenta ciudadanos que vociferaban no se oyera en seguida desde lejos.
Los arqueros escitas (que ejercían de policía de la ciudad desde el tiempo de los tiranos) se presentaron en el momento en que un grupo de asesinos a sueldo irrumpían en la casa donde me escondía yo. Yo había podido seguir su avance por la calle por el cambio repentino del sonido, el parloteo de los ciudadanos que contaban a los escitas lo sucedido.
Ya respiraba mejor, aunque el dolor seguía allí. Seguí tendido, inmóvil, con un ojo pegado a la puerta del cobertizo.
Asomó la cabeza de un hombre por la escalera de mano que subía del cuarto principal, en el piso bajo. No lo reconocí; pero su corte de pelo tosco y su expresión me hicieron ver que era uno de mis perseguidores. Echó una ojeada rápida por la azotea, y después le oí decir que en la azotea no había nadie.
—¡Jodidos escitas! —dijo una voz desde abajo, entre los gritos del dueño de la casa, que era un hombre mayor de voz chillona.
—¡Bandidos! ¡Fuera de mi casa, escoria!
Oí que el hombre recibía un golpe, un golpe tan brusco que se le cortó la voz a la mitad de un insulto.
—¡Tenemos que largarnos de aquí! —dijo un hombre.
—¡Y una mierda! Ese desgraciado vale cien dracmas. Echad de aquí a los escitas a golpes. Está escondido aquí mismo, en alguna parte.
Reconocí la voz; era el hombre del callejón.
El hombre que había revisado la azotea no estaba por la labor.
—Si quieres ponerte a luchar contra los polis, hazlo tú mismo, loco maricón —dijo—. Yo me largo.
—Cobarde —dijo con rabia el jefe; pero ya aporreaban la puerta los escitas.
Entonces, los dos subieron por la escalera de mano a la azotea donde yo estaba. Por debajo de nosotros, los escitas derribaban la puerta.
Mis dos atacantes frustrados se detuvieron brevemente al borde de la azotea, y después se descolgaron hacia el sur.
Yo me quedé allí tendido, sin poder hacer mucho más por cambiar mi suerte. Vi que los escitas registraban la azotea. Hablaban en su lengua bárbara y miraban con cuidado a un hombre junto a la escalera con una flecha en el arco mientras otro tanteaba con su espada; pero no registraron el pequeño cobertizo.
Cuando se hubieron marchado, me quedé esperando largo rato; esperé a que volviera a reinar el silencio en todo el barrio. Después, bajé por la escalera de mano, cojeando; recogí al dueño de la casa y lo dejé acostado en su cama, y salí a hurtadillas por la puerta.