Por último, un hombre como Milcíades podía encontrar un tercer camino. Milcíades y su padre eran miembros de una de las familias
eupatridae
más antiguas y más ricas; pero habían obtenido poder y riquezas por medio de empresas en otras tierras; más concretamente, de la piratería. Con actividades militares, unas veces en nombre de Atenas y otras veces en su nombre propio, acumulaban riqueza por un proceso semejante al robo, y enriquecían a otros hombres que pasaban a ser seguidores y dependientes suyos, lo que les permitía ganarse adeptos en las tres clases sociales, así como forjar una gran fuerza militar que no se creaba con ninguno de los otros dos sistemas. Si hubiésemos vencido en Lade, Milcíades bien podía haberse convertido en tirano de Atenas. Habría contado con el dinero y con el poderío militar necesarios. Esta era la verdadera causa por la que Cleito lo odiaba.
Pero dejadme añadir que, a pesar de todo lo cínico que soy ahora y que era entonces sobre la lucha de aquellos hombres por el poder, estoy dispuesto a declarar ante los dioses que Arístides, con todo lo mojigato que era, no aspiró nunca a ningún otro fin que el bien de Atenas. Su partido, si se le puede llamar así, su facción, solo existía con el fin de apoyar el imperio de la ley y de impedir que otros se alzaran con la tiranía. Digamos, pues, que existía una cuarta facción, la de los hombres que seguían el camino de la
areté
sin más propósito que el bien de su ciudad.
Como es natural, este cuarto partido era el más pequeño de todos.
Así pues, yo había venido a caer dentro de aquella competencia, y me encontré entonces sobre mi caballo, cerrando el camino estrecho, mientras venía hacia nosotros Temístocles con una docena de matones armados con porras.
—
Chairete
! —dijo en voz alta Arístides.
Temístocles era hombre apuesto, alto, bien formado, de hombros anchos, piernas largas y toda la barba, como un pescador. Tenía ese humor popular y campechano que tan buen servicio hacía a los que eran como él. Se adelantó, pero yo lo habría reconocido en cualquier caso, pues sacaba la cabeza en altura a todos sus seguidores y era el hombre más destacado de todos. Daba la impresión de que sabría pelear bien.
—¡Arístides! ¡Es un placer encontrarme con un hombre honrado, aunque vaya a caballo!
Lo del caballo lo decía para recordar a los suyos que él, Temístocles, no iba a caballo sino a pie.
Arístides asintió con la cabeza.
—Estoy visitando mis fincas. ¿Vas a asistir hoy al festival?
Temístocles se apoyó en su bastón.
—El amor a los dioses y el amor al pueblo son inseparables, Arístides —dijo, y enarcó una ceja—. ¡Veo que podríamos hacer causa común, pues todos lucimos algún recuerdo de los alcmeónidas! —comentó, señalando sucesivamente un chichón que tenía en la cabeza y un ojo morado, las lesiones de Arístides y mis vendas. Después se volvió hacia mí y me dijo con urbanidad exagerada:
—Tú debes de ser el extranjero de Platea, señor.
Estaba claro que sabía exactamente quién era yo.
Me apeé de mi montura y le di la mano a la manera ateniense.
—Arímnestos de Platea, para servirte —dije.
Él asintió con la cabeza, echó una mirada a Arístides, volvió a mirarme a mí, y yo empecé a pensar que ya podía irme soltando la mano.
—He oído contar… cosas de ti —miró a uno de sus hombres—. Hace poco.
Sonreí.
—¿Nada que haya podido desazonarte, espero?
Temístocles me observó, y después alzó la vista hacia Arístides. Se daba cuenta de lo mismo que se han dado cuenta los hombres desde que se inventó el ir a caballo: es mucho más fácil mirar a un hombre con altivez desde arriba que desde abajo.
—Tu lacayo extranjero está alterando a mi pueblo —dijo a Arístides.
Arístides se encogió de hombros.
—El plateo no es lacayo de nadie, Temístocles. Y del mismo modo que él no es lacayo mío, tampoco el pueblo es tuyo.
—No me seas mojigato y estirado —dijo Temístocles, perdiendo toda la untuosidad de la voz. Se inclinó más hacia nosotros—. Tu hombre ha intentado comprar a mi plebe. En estos tiempos, deberíamos actuar juntos en vez de esforzarnos por separado. Y la plebe es mía, señor.
Arístides me miró, sin que yo pudiera interpretar lo que pensaba.
—¿Es verdad eso? —me preguntó.
—No —respondí con una sonrisa.
—Mientes —exclamó Temístocles.
Arístides se interpuso entre los dos con su caballo.
—Temístocles, ya te he advertido antes de que con palabras como esas no ganarás amigos.
—Llévate tu dinero de la ciudad, extranjero —me dijo Temístocles en son de amenaza—. Nadie compra a la plebe sin que yo lo permita.
Esto último no iba dirigido a mí, sino a Arístides.
Me acerqué a él, y sus seguidores empezaron a rodearme.
—Soy Arímnestos de Platea —dije en voz alta—. Y si alguno me pone la mano encima, empezaré a mataros.
Los recorrí con la mirada, y ellos desistieron. El que estaba más cerca de mí era un hombre grande; pero cuando lo miré a los ojos, retrocedió y me dedicó una sonrisa.
Yo era Arímnestos, el matador de hombres.
Arístides parecía contento, cosa que yo no entendí.
—No pretendo faltar a nadie al respeto —dije a Temístocles, pues no quería tener ningún problema con el demagogo—. Lo que he pagado no hará más que beneficiarte a ti.
Enarcó una ceja.
—¿De verdad? —preguntó.
Arístides me observaba. Yo me encogí de hombros.
—Esto no se lo contaría a cualquiera que me encontrara en este camino —dije—. Ni tampoco he comprado a una plebe. He comprado información, pagándola bien.
—¿Qué tipo de información? —quiso saber Temístocles.
—Información sobre mi pleito, claro está —dije.
Esto lo tranquilizó al instante.
—¡Ah! —dijo—. Sobre cierta esclava de un burdel, ¿no es así? —dijo, con aire de enterado y, al mismo tiempo, de preocuparse mucho por el asunto.
Su hipocresía solo se apreciaba en la rapidez con que cambiaba de postura.
—¡Exacto! —dije, como si su perspicacia me hubiera dejado atónito.
Dejó de ocuparse de mí, como si ya nos hubiésemos dicho todo lo que teníamos que decirnos; intercambió un par de comentarios intrascendentes con Arístides, y pasamos entre su séquito. Cuando volví la vista, Temístocles me sonreía. No así Arístides.
—¿Qué pretendes? —me preguntó este.
—Nada —dije, y le sonreí—. Nada que pudiera interesarte, señor.
Arístides se acarició la barba.
—Tienes enfadado a Temístocles, y eso nunca es bueno —dijo. Tiró de la rienda a su caballo—. ¿Sabes lo que haces? ¿Estás seguro?
Yo me encogí de hombros, porque no estaba seguro en absoluto de saber lo que estaba haciendo.
—Estoy contraatacando —dije.
—Que los dioses nos asistan —dijo Arístides.
Cuando el sol estuvo más alto, dejamos los caballos en el establo de Arístides y fuimos juntos a pie a la ciudad. Había grupos de hombres en todas partes, y recordé el poder de Atenas al ver de cuántos hombres disponía. Debía de haber doce mil hombres de edad militar reunidos en el Ágora para ver las representaciones, y esa es una cifra respetable de hombres bastante bien preparados, una cifra mayor que la de Tebas y Esparta juntas. El secreto de la fuerza de Atenas es este, su poderío humano.
Cuando los atenienses se reúnen, hablan. Parece como si la conversación fuera la fuerza vital de la ciudad, y los atenienses hablan de todo, desde el poder de los dioses hasta el papel de los hombres, los derechos de los hombres, el reparto de los impuestos, el tiempo, las cosechas, la pesca… y vuelta a hablar de los dioses. Acompañando a Arístides en el Ágora, intentando protegerle, me mareaba con la fuerza de las ideas que se expresaban: piedad e impiedad, ira y lógica, consejos agrícolas, estrategia militar, todo ello en pocos minutos.
Estábamos muy apretados cuando los magistrados se dirigieron al altar público de Zeus próximo a la Estoa Real e hicieron los sacrificios de apertura. Después, los «hombres buenos», los atletas, los vencedores olímpicos, los poetas, los sacerdotes y los altos aristócratas, fueron en procesión a ocupar los asientos de madera que se les habían preparado. ¡No vayas a imaginarte nada elegante ni espléndido, como en la Atenas actual, cariño! ¡Te hablo de una tribuna de madera que crujían cuando subían los escalones demasiados hombres gordos! Pero al cabo de un tiempo la multitud se fue asentando, y los metecos pobres, los extranjeros y los ciudadanos de clase inferior se abrieron paso por los lados y en el espacio entre el tablado y la tribuna.
No tardé en encontrar a Cleito con la vista. Llevaba un himatión bordado magnífico, sobre un quitón largo de labor persa, y no era difícil localizarlo, pues estaba sentado en la primera fila de la tribuna.
Salieron unos sacerdotes y sacerdotisas que purificaron a los espectadores e hicieron sacrificios. Después, todos cantamos juntos un himno a Dionisio, y comenzaron las representaciones.
No recuerdo gran cosa de la primera obra; solo que era la típica pieza respetuosa que trataba del nacimiento y de la crianza del dios. Al menos, según las veía un ateniense. En Beocia tenemos nuestras ideas propias sobre el gran Baco. Pero la segunda obra era la de Frínico.
Lo vi en cuanto salió el coro. Iba detrás de ellos, con un largo quitón blanco como el que lleva el arconte de Platea, y parecía más asustado que cuando los egipcios saltaban al abordaje de nuestro barco en Lade.
Empecé a abrirme camino hacia él entre la multitud. No era fácil; todo el mundo había oído decir que
La caída de Mileto
era una obra teatral diferente, y la gente quería ver al poeta, observarlo mientras veían su obra. Había conseguido acercarme a él, cuando los coreutas, vestidos de esqueletos con armadura, unieron los brazos y cantaron:
¡Oídme, musas! Lo que cuento está forjado con horror; pero ¡también aquí anduvieron héroes! Y por donde andaban antes hermosas doncellas ha pasado el fuego como una rastra que rompe los terrones e iguala el terreno. ¡Oídme, furias! ¡Y vosotros, hombres de Atenas! Morimos en nuestra muralla, en nuestras calles, en la brecha, donde se alzaba el terraplén del Gran Rey. De modo que, donde nuestras doncellas habían suspirado por sus galanes, esos mismos jóvenes se vistieron de bronce; y allí morimos, por falta de Atenas. |
He oído a Esquilo, y he oído al joven Eurípides. Pero, en cuanto a fuerza, me quedo con Frínico. Y él había estado en la batalla de verdad; bueno, también habían estado allí Esquilo y su hermano. Esquilo estaba a mi lado cuando llegué junto a Frínico abriéndome camino entre la multitud sin miramientos. Me asió del hombro.
—Ahora no —me dijo, señalando a Frínico, que vigilaba a su coro ni más ni menos que como vigilaba Agios a sus remeros en un combate naval.
De modo que me detuve y seguí escuchando. Yo había estado allí, por supuesto; pero sus palabras me arrebataban. Echaba a Atenas la culpa de la caída de todo oriente. Ese era el mensaje de su obra: que el saqueo de la Jonia se debía a la codicia de Atenas. Es verdad que presentaba a Milcíades como a un héroe, y eso debió de caer mal a algunos; pero el héroe mayor es Istes, que domina la obra como un Heracles que hubiera vuelto a la tierra.
Daba miedo oír a un hombre pronunciar las mismas palabras que había dicho yo en el consejo. Y el hombre que representaba el papel de Milcíades (no se decía su nombre, pues en aquellos tiempos podría haberse tenido por una impiedad) se adelantó y dijo: «Hoy no somos piratas. Hoy luchamos por la libertad de los griegos, aunque estemos lejos de nuestras tierras y de nuestros hogares».
Y el público lo aclamó. Cleito miró a un lado y otro. Estaba enfadado, creo que por partida doble. Sus hombres ya debían haber empezado a alborotar, ¿no?
¡Ja! Os estoy ocultando mi plan, niños. Así resulta más emocionante mi relato, ¿verdad? Pero no son muchos los hombres que pueden jactarse de haber vencido en ingenio, en un mismo día, a Cleito de los alcmeónidas y a Temístocles de Atenas. Dejadme que os lo cuente a mi manera.
La obra iba solo por la mitad cuando el primer espectador rompió en lágrimas. Y cuando murió Istes (en la obra, pregunta «¿dónde está Atenas?» cuando se despeña), había hombres llorando, algunos se arrojaban polvo sobre las cabezas, y todos los alcmeónidas, sentados en fila, parecían intranquilos tras su fachada de dignidad y de buena educación.
Era una obra muy potente.
Y entonces llegó mi aportación.
Poco después de la muerte de Istes, cuando se iba a comunicar al público que los arqueros persas estaban violando a las doncellas de Mileto, vi que llegaba un hombre a dar un recado a Cleito. Tenía la cara gruesa e hinchada (¿o eran imaginaciones mías?). Y cuando hubo susurrado al oído de su amo, Cleito enrojeció y se puso de pie.
Estábamos a diez largos de caballo uno de otro, pero los dioses habían querido que se enterara. Nuestras miradas se cruzaron. Y sonreí.
Fuera cual fuera la noticia, fue circulando a lo largo de los asientos de la familia de los alcmeónidas. Algunos de ellos me señalaban.
Esquilo los miraba, y Sófanes acudió a ponerse a mi lado.
—¿Qué has hecho? —me preguntó.
—Un acto de piedad y de justicia —dije tranquilamente.
Aunque yo no fui testigo, Cleón lo contó bien más tarde. Lo que pasó fue lo siguiente:
En un burdel de los barrios del sur, propiedad de los alcmeónidas, un grupo de remeros habían pedido vino con modales destemplados, cosa no muy rara durante la fiesta de Dionisio. Pero cuando se les hubo servido el vino, exigieron ver a todas las chicas; y, después de escoger a una, habían matado a puñetazos al propietario y a sus porteros. Murieron cuatro hombres. A la chica se la llevaron.
Ay, niños, es un asunto feo.
Junto a las curtidurías, una pequeña multitud había irrumpido en una taberna que era sabido que pertenecía a una de las bandas de matones que «organizaban» las cosas en la ciudad. Sacaron a cuatro hombres de la taberna y los mataron a puñaladas. Los hicieron trizas, literalmente.
En lo alto de la colina contigua a la Acrópolis, otra pequeña turba había rodeado a otros dos matones y los había matado a garrotazos. Se acusaba de esto a unos marineros.