Memorias de un amante sarnoso

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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El genial Groucho no necesita presentación —es Él, el Marx por excelencia—, máxime en una obra con originalísimas connotaciones autobiografías. Así, la propia explicación inicial: «Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo».

Al final de una tan rápida como divertida sucesión de breves narraciones, llegaremos a la misma conclusión que el autor: de haberlo querido, pudo haber sido un magnate de los negocios, un jefe en el Ejército, un Hamlet en el teatro y tantas otras cosas, pero desde su más tierna infancia quedó señalado por un destino erótico.

Y nuestra sonrisa se acentuará cuando pensemos también «en los airados maridos y las ninfomaníacas que tuvo que esquivar con mayor o menor fortuna».

Groucho Marx

Memorias de un amante sarnoso

ePUB v1.1

Doña Jacinta
25.10.11

Corrección de erratas por jugaor

© 1963 Groucho Marx.

ISBN: 8483101408

ISBN-13: 9788483101407

«Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo.»

Prólogo advertencia

De sobras sé que el título de este libro es capcioso, pero lo cierto es que hay mil modos de vender un libro, como los hay de desollar un gato.

Claro que no existe ninguna relación entre ambas cosas… sin embargo, tenía yo una tía que siempre decía que existen mil modos de desollar un gato.

Un buen día, bajo una ola de calor que se abatía sobre el East Side de Nueva York, cedió a sus impulsos y no tardaron en llegar unos hombres vestidos con batas blancas que se la llevaron, mientras aún sostenía el pellejo del gato.

Fue un espectáculo poco ameno.

Por otra parte, parece que mi tía no andaba muy equilibrada.

Quienquiera que compre este libro habrá de considerarse expoliado si se ha dejado engatusar por el título.

Yo bien quisiera haber escrito un buen libro erótico que motivara un escándalo mayúsculo.

Es indudable que lo que más excita las apetencias literarias del lector, es saber que el autor ha sido encarcelado por sobreexcitar la libidinosidad de millones de compatriotas.

Descartada, pues, la cuestión sexual, vamos a ver de qué otras cuestiones podemos ocuparnos.

PRIMERA PARTE
L’amour
como diversión
¡Bendita diferencia!

Hasta cumplir los cuatro años no establecí diferencia alguna entre los sexos.

Iba a escribir entre los dos sexos, pero ahora se dan tantos matices, que si alguien dice los dos sexos se expone a que los amigos le consideren un caduco anacrónico y se pregunten en qué caverna habrá vivido uno en las últimas décadas.

Mi primera visión de un ignoto mundo de ensueños tuvo lugar con ocasión de la visita que hizo a mi madre mi única tía, mujer adinerada y de sugestivos encantos.

Estaba casada con un famoso actor de vodevil, y, aunque todavía era joven, había viajado mucho, perdiéndose en más de una ocasión.

Tenía el cabello rojo y los tacones altos, y unas formas ondulantes que se acentuaban donde deben acentuarse las formas.

(Lamento que mi extremada juventud me impidiera concertar con ella una cita).

Su presencia llenó la casa de una exótica fragancia evocadora de insólitas tentaciones, que más adelante identificaría con el aroma característico que se percibe en todos los burdeles.

Naturalmente, en aquellos momentos, desconocía enteramente lo que excitaba mis pituitarias, por lo que, en mi candor, lo califiqué de mágico efluvio.

Sin embargo, fuera lo que fuera, resultaba inquietante, y, desde luego, se apartaba mucho de cuanto había olfateado hasta entonces.

En nuestro cochambroso piso, yo estaba acostumbrado a los olores de cuatro hermanos reñidos con la higiene, combinados con los de las cotidianas coles hervidas y los procedentes de las emanaciones de la estufa de petróleo.

Pero, en aquel instante, allí estaba yo aspirando el penetrante perfume de todas las eras: una fragancia que hacía temblar a los más robustos de frenética apetencia y que hacía que los débiles lloraran de desesperación.

Mi tía era una mujer muy guapa y al mirarme esbozó una sonrisa de admiración.

Luego, se volvió hacia mi madre y le dijo:

—¿Sabes, Minnie, que Julius tiene los ojos pardos más hermosos que he visto en mi vida?

Hasta entonces, jamás había concedido yo la menor atención a mis ojos.

Bueno, sabía que era miope, pero nunca se me había ocurrido pensar que mis ojos tuvieran algo de extraordinario.

Consciente, pues, de mis recién descubiertos encantos, alcé desmesuradamente las cejas y miré fijamente a mi tía.

Ella no volvió a mirarme, pero yo continué con los ojos clavados en ella, con la esperanza de conseguir un nuevo elogio.

Todo fue en vano; estaba muy ocupada chismorreando con mi madre y, al parecer, se había olvidado por completo de mí.

Seguí moviéndome, de aquí para allá, por delante de ella, con la esperanza de que hiciera algún nuevo comentario sobre mis hermosos ojos pardos.

Al cabo de un rato empezaron a dolerme los ojos a causa del continuado esfuerzo, y aquel perfume tan penetrante empezó a marearme.

Me veía incapaz de atraer sobre mí su atención, y, en cambio, ansiaba otra frase elogiosa sobre mis bonitos ojos, así que me puse a toser.

Pero no con una tos ligera y discreta, sino con una tos profunda y cavernosa que hubiera hecho palidecer de envidia a la propia Dama de las Camelias.

Tanto tosí que se me levantó un espantoso dolor de cabeza, sin que, por otra parte, lograra despertar en ella la menor muestra de interés.

Al fin hube de darme por vencido y bajo la aflicción de mis muchas dolencias, salí de la estancia, aturdido y febril, aunque enteramente feliz ante el primer piropo que recibí de labios de una mujer… a pesar de que éste fuera sólo un comentario casual de mi tía.

Hubo de pasar mucho tiempo antes de que un día, mirándome al espejo, descubriera que tengo los ojos grises.

Bandada de pichones; desbandada de amantes…

Hace ya muchos años, cuando era joven y célibe, me volvía loco por las chicas.

Esto no constituye una rareza, especialmente en un muchacho señalado por el destino como maníaco sexual en potencia.

La verdad es que, cuando a un hombre joven no le gustan las chicas, lo más probable es que algún psicoanalista acabe por decirle (después de cuatro años, a treinta y cinco dólares la sesión) que está enamorado de su padre o de su madre… o del vecino de enfrente.

Nunca he comprendido la sugestión que puede entrañar algún aspecto de este triángulo para un hombre joven (ni aun para un viejo), y, por otra parte, todos sabemos que la sociedad desaprueba cualquier tipo de anormalidad sexual.

Así es que aconsejo a los adolescentes que empiecen a perseguir a las chicas el mismo día en que empiecen a vestirse por sí mismos, y que desdeñen cualquier veleidad que no haría más que llevarles a la ruina física y moral, perjudicándoles incluso en su carrera política, ocasionalmente.

Afortunadamente, yo sólo me interesaba por las chicas y por mí mismo, y, por si esto fuera poco, andaba de bolos con una compañía de vodevil en la que figuraban ocho muchachas excepcionalmente atractivas.

Dado que sólo éramos cuatro hermanos, teóricamente nos tocaban dos chicas por hermano (no hace falta ser un lince para sacar las cuentas).

A mí no me interesaba más que una, de modo que quedaban siete chicas para tres hermanos.

Al decir que sólo me interesaba una chica, no significo que me interesase de un modo permanente.

Todo mi interés se limitaba a llevármela a mi habitación.

Ella era un auténtico bombón: pelirroja, sinuosa y encantadora, cuando, como de costumbre, me dedicaba su adorable sonrisa.

Cierta noche, después de la representación, estábamos sentados en la cafetería del hotel.

Casualmente, como si fuera una ocurrencia, cuando en realidad la acción estaba planeada desde hacía varias semanas, me volví hacia ella y le dije:

—Gloria, ¿te apetece subir a mi habitación a beber unas copas de champán? Es nacional, pero apenas se nota la diferencia.

—Champán nacional —murmuró—. ¡Con lo que a mí me gusta! Aunque no lo creas, precisamente ayer leí un artículo en el
Tribune
de Minneápolis, en el que un experto afirmaba que, en la mayoría de los casos, el champán nacional es superior al de importación.

Aún no había dicho que subiría a mi cuarto, pero su súbito entusiasmo por el champán nacional me inclinaba a la convicción de que no tardaría en cubrir de caricias a aquel encanto de criatura.

Me relamía ante la perspectiva.

Desde luego, cualquiera hubiera dicho que tenía ya ganada la partida.

Pero, desgraciadamente, esto estaba muy lejos de ser cierto.

La principal dificultad consistía en lograr que llegara a mi habitación.

Hacer que pasara ante el conserje, era sencillo.

Lo más difícil era sortear a los detectives del hotel.

Aquellas sabandijas rondaban por todas partes, desde el ocaso hasta el alba, fisgando por las cerraduras y escuchando a través de las puertas, al acecho de ruidos sospechosos.

Los de la farándula éramos siempre sospechosos y si un polizonte del hotel oía una voz femenina en la habitación de un hombre, no tardaba en aporrear la puerta gritando:

—¡Haga salir de ahí a esa mujer, antes de que sea peor!

Yo tenía una bonita habitación, con un balcón sobre la bahía.

Para evitar sospechas, dije a Gloria que tomara el ascensor hasta el piso nueve, donde dormía con otra chica, y que subiera luego a pie hasta el piso siguiente, donde yo estaba.

Por mi parte, para despistar, tomé la escalera de servicio, cubriendo materialmente al galope los diez pisos.

El pensamiento puesto en Gloria y sus gloriosas formas, fue el motor que me prestó el aliento para tamaña proeza libido-deportiva.

Había dado a la chica mi llave duplicada, de modo que, por fin, nos reunimos en mi alcoba palpitantes de emoción (por lo menos yo).

¡Qué triunfo! ¡Qué panorama se ofrecía ante mí! ¡Me sentía cual Napoleón cruzando los Alpes o como Mac Arthur caminando sobre las aguas!

Hacía un calor horroroso y, después de cerrar bien la puerta y pasar el pestillo, corrí a abrir el balcón, haciendo gala de un estilo digno de Rodolfo Valentino, aunque parece ser que éste vivía siempre en tiendas de campaña sobre las arenas del desierto (que nunca estaba tan desierto).

La cosa marchaba como sobre ruedas.

El champán era increíblemente bueno, sobre todo si se tiene en cuenta que su vejez no alcanzaba las dos semanas.

Mientras nos acomodábamos en el sofá entre lúbricas miradas, acertó a penetrar por el balcón una pareja de pichones.

Me pareció entonces un toque de efecto muy oportuno.

Ellos se arrullaban y nosotros también.

Aparte de mis zapatos y el puro que me estaba fumando, apenas había diferencia entre las dos parejas.

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