Memorias de un amante sarnoso (4 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Es muy posible que este incidente diera origen al absurdo rumor de que no me gustan los perros.

La gente dejó de invitarme a sus reuniones (aquella misma gente que durante años jamás me había invitado).

Las señoras me retiraron el saludo e incluso el barbero me dio un tajo en la mejilla.

Me dolió mucho.

Y sin embargo, yo me daba por satisfecho con conservar la confianza de mi perro.

Mi desmesurada afición por los perros, no significa, naturalmente, que no sienta cariño por otros animales domésticos.

Durante toda mi vida, tuve siempre en casa animales de una u otra especie, cuando menos un pariente lejano o una rata. (La verdad es que no existe una diferencia notable entre ambos.)

En cierta ocasión, siendo niño, me regalaron una pareja de conejillos de India, a los que, con alguna dificultad, acabé por querer como hermanos.

Pues bien, los dos conejillos se instalaron en nuestra bodega y un día aciago descubrí que el suelo de la cueva se hallaba materialmente cubierto de diminutas criaturas.

Entonces no tenía un corazón tan grande como ahora y sólo era capaz de amar un máximo de treinta o cuarenta conejillos.

Me quedé perplejo.

¿Hay alguien que sepa lo que es permanecer perplejo toda una tarde ante noventa y seis conejillos de India?

—Véndelos —sugirió mi hermano Harpo.

—Si es esto cuanto tienes que decir —repliqué— no es preciso que te molestes en volver a hablar.

A partir de entonces, Harpo ha permanecido silencioso, cosa que me ha complacido como nadie pueda figurarse.

Otro de mis hermanos, Gummo, bajó a la bodega y me dijo también:

—Véndelos.

Viendo el poco entusiasmo que en mis hermanos despertaban los minúsculos roedores, acepté sus sugerencias y fui a una cercana tienda de bichos, donde ofrecí mis noventa y seis conejillos por veinte miserables dólares.

El tendero se rascó la cabeza y echó a andar de una punta a otra de la tienda, aprovechando para dar de puntapiés a dos conejillos que halló en su camino.

—Te voy a hacer una proposición —dijo—. Te vendo cien conejillos de India a cambio de nada, te regalo además una cacatúa y, por si te parece poco, te doy tres dólares en metálico.

Pero dejémonos de digresiones y volvamos al meollo de la historia.

En materia de animales domésticos, no hay ninguno que se pueda comparar con una sencilla corista carente de pedigrí.

Al igual que el gato de Angora, la corista permanece fiel a cualquier hombre que la alimente.

Sin embargo, desgraciadamente, la semejanza entre uno y otra no pasa de ahí, puesto que mientras el gato de Angora queda satisfecho con un platillo de leche, la corista no ceja hasta que la llevan a cenar al Pavillon o al Club 21, donde dos personas pueden comer bien por unos sesenta y ocho dólares, sin dar propina al camarero.

Definitivamente, la corista no es el animal más adecuado para un hombre modesto; sin embargo, espero llegar a tener una, un día u otro.

Las hormonas y yo

En Medicina, las modas cambian casi tan deprisa como en el vestido femenino.

La panacea que hoy se prescribe se convierte mañana en el tóxico que se proscribe.

Los más renombrados cardiólogos tienen aterrorizados a sus pacientes con la amenaza del colesterol.

El obeso de nuestros tiempos se debate entre su glotonería y sus ansias de supervivencia, bajo la advertencia de que, si no elimina sus grasas, avanza derecho hacia el sarcófago.

Los alimentos que hoy día se recomiendan son tan apetecibles como una dieta de papel secante.

Los huevos son poco menos que venenosos, y los opulentos que antes desdeñaban la margarina, se relamen ahora al comerla, como si fuera un costoso manjar.

La otra noche tomé la típica cena exenta de colesterol: calabaza hervida, leche descremada y gelatina. Estoy seguro de que comer así no prolongará mi vida, pero también creo que la existencia me parecerá mucho más larga.

Recuerdo la época en que se operaba de las amígdalas a todos los niños, siempre que sus padres tuvieran dinero.

Yo era amigo de un chico que tenía un defecto en el paladar.

Su madre le llevó al médico.

Aquella eminencia ignoraba cómo remediar la cosa, pero necesitaba hacer dinero a toda costa para asistir a unos cursillos y le extirpó las amígdalas.

La madre quedó tan agradecida, que le permitió que la operara del apéndice.

Pocos meses después, se fugó con ella, que también financió esta operación.

Pero ésta es otra historia.

Hace algunos años, el testosterón acaparó la atención universal.

Consistía en un suero mágico, obtenido en Viena, de cierta parte del caballo.

No quiero discutir públicamente de qué parte se trataba; me limitaré a afirmar que, de no ser por dicha parte, hoy en día no habría potros.

En teoría, quien tomaba doce dosis de este suero a lo largo de tres meses, conseguía el vigor y la vitalidad de un garañón de cuatro años.

Para un hombre de baja presión arterial y ocasionales tendencias suicidas, aquello suponía el hallazgo de la legendaria fuente de la juventud y todo lo que ésta implicaba.

Una hora después de enterarme de tan prometedora novedad, me hallaba en casa del médico recibiendo la primera inyección.

Cada mañana, al levantarme, escudriñaba el espejo con la esperanza de descubrir mi perdida juventud.

Vi muchas cosas en aquel espejo.

Un rostro decrépito con indicios de degeneración, unas mejillas flácidas y el hueco que dejaron al caer quince o veinte dientes.

Pero lo que no vi por parte alguna fue nada que se pareciera a lo que yo esperaba.

Después del duodécimo jeringazo mágico, llegué a la triste conclusión de que también aquello era una trampa y un engaño, que el médico era un redomado granuja y que la feliz visión que había soñado no era más que un espejismo sexual al que nunca llegaría, de no ser ciertas esas majaderías que cuentan sobre la reencarnación.

Unos meses después, yendo hacia la casa de caridad, tropecé con aquel charlatán (él iba camino del banco), que, hasta el momento, me había soplado doscientos cuarenta dólares de mi alma, para incorporarlos a su patrimonio.

—¡Groucho! —exclamó, retrocediendo un paso para examinarme mejor—. ¡No, no puede ser Groucho! ¿De veras es usted la ruina de hombre que vino a verme hace tres meses? ¡Pero si parece que tenga veintitantos años! ¿Está seguro de que no es Tony Curtis?

—¡Claro que estoy seguro! —rugí—. Soy Groucho Marx y si no se convence, correré a casa a buscar mi título de conductor para demostrárselo.

Sonrió con hipocresía, pero continuó obstinadamente:

—Supongo que el tratamiento de testosterón resultaría efectivo; de otro modo hubiera vuelto a visitarme. Está usted como nuevo. ¿Qué tal se encuentra? —preguntó mientras estrujaba mi dinero en su bolsillo.

—Lleno de achaques —respondí.

—Mmmm… —gruñó, mientras se acariciaba la oreja izquierda en actitud meditativa—. ¿Quiere decir que las inyecciones no surtieron efecto?

—El mismo que unas sopas de ajo.

—Pero, veamos —insistió—. ¿No ha sentido ninguna mejora con el tratamiento?

—Bueno, sí —admití—. Ayer estuve en las carreras de caballos e hice la milla en dos minutos y diez segundos.

SEGUNDA PARTE
El amor a través de las edades
El amor a través de las edades

Si me ha sido posible coronar con éxito la formidable empresa de escribir este capítulo sobre tan interesante faceta del amor, lo debo a la valiosa ayuda que me prestaron el deán William Emmish, rector de la Lawford University, y el honorable William Doubloon, gerente de la firma Procter & Gamble, productora de excelentes detergentes, con los que limpié el texto de todas sus impurezas.

También se me podría tachar de desagradecido si no expresara mi reconocimiento al coronel Harpo Marx, por la información recogida en su obra
Vida y amores del coronel Harpo Marx
, y a
miss
Phyllis Wiekowski, camarera de Mansion House, en Jacksonville, Florida, por sus preciosas confidencias.

Doy las gracias asimismo a los editores de la
Enciclopedia Británica
, por su admirable volumen
Remo-Sog
, al editor de
La Vie Parisienne
, a la colonia nudista de New Hampshire y al vendedor de suscripciones de la revista
Life
(cuya insistencia contribuyó a que comprara la enciclopedia).

Con todo, mi principal fuente de información consistió en las postales pornográficas adquiridas durante mi último viaje a París.

Y ya va siendo hora de que vayamos al grano.

El amor impuso violentamente sus leyes sobre este mundo de mis pecados hace ya millones de años.

Los hombres eran entonces unas criaturas viscosas semejantes a un piojo, o, tal vez, a aquel pretendiente que desdeñó nuestra esposa.

Recibían el nombre de zoofitos, aunque dudo de que alguien fuera capaz de pronunciar la palabreja en aquella época.

Con la invención de la moneda, pudieron cambiar el nombre en un banco.

En honor de la verdad, hay que reconocer que el primitivo zoofito no tenía muy buen aspecto.

Era incapaz de sostener una conversación y carecía de espinazo, brazos, piernas, dientes y ojos.

Y, sin embargo, practicaba el amor.

Naturalmente, fue una verdadera suerte que no pudiera ver, ya que si hubiera sido capaz de echar una mirada a su pareja, todo se habría venido abajo y el mundo estaría hoy más despoblado que la biblioteca de un estadio.

Esto no significa que el zoofito conociera ya el fútbol.

Su limitada mentalidad se concentraba en el deseo de reunirse con su pareja debajo de una piedra para… Todo el mundo sabe lo que significan esos puntos suspensivos, de modo que no hay razón para escandalizarse.

Si el lector desarruga el ceño y recuerda que ésta es una cuestión científica, el tiempo de la lectura se reducirá de doce minutos a nueve y tres quintos, que es el récord de los cien metros lisos.

(Por cierto, que nunca he podido comprender por qué, en las carreras, todos demuestran tanta ansiedad por llegar a la meta. Si se quedaran tranquilamente en la línea de partida, no se encontrarían jadeantes y cubiertos de sudor a cien metros de allí. En la vida suceden muchas cosas parecidas a las carreras).

Pero estoy divagando.

Como iba diciendo, el hombre y la mujer primitivos, acostumbraban a reunirse debajo de una piedra, lo que, indiscutiblemente, explica que su era recibiese el nombre de Edad de Piedra.

Hoy es frecuente el consumo de bebidas
on the rocks
, en plena promiscuidad.

No dedico más espacio al período zoofítico, porque aquellos precursores del hombre contribuyeron poco a la evolución del amor.

No se alcanzó cierto refinamiento en las tiernas relaciones intersexuales hasta la época de la ostra, que llegó después del zoofito y poco antes de los aperitivos.

El macho de la ostra nació con una instintiva comprensión de la naturaleza femenina.

Sabía que si quería conseguir algo de la ostra del sexo opuesto, tenía que halagarla con algún regalo. Con estas ideas, concibió el proyecto de fabricar perlas.

Pero no fue ésta su única demostración de ingenio; aún hoy, las ostras dan lugar a sabrosas tapas, delicados cocteles y exquisitos
soufflés
.

Pero no hay que interpretarlo mal: la ostra actual no es la ostra de hace quince millones de años. Es fácil comprender que despediría cierto tufo.

A pesar de que la primitiva ostra (
Homo ostreoliticus
) llevó una vida más bien galante y aunque en aquellos tiempos no se conocía apenas el control demográfico, desapareció de la faz del globo hace muchos miles de años.

¿Por qué? Porque la necia ostra, abandonada al ocio en su lecho ostrícola, fue fácil presa de seres vivientes más poderosos.

No disponía de medios de defensa contra enemigos como, por ejemplo, el salmón, que además era muy astuto.

El salmón, como es sabido, se esconde en latas de estaño y sólo sale los domingos por la noche, cuando se quedan a cenar inesperadamente los parientes gorrones.

El salmón de lata está notablemente minisexuado, a pesar de lo cual se las compone para reproducirse.

Se halla a través de todas las edades y en todas las charcuterías, y queda muy bien, cocinado con tomate y cebolla.

Es de subrayar que los antropólogos nunca han sabido explicarnos cómo aprendió a practicar el amor el hombre primitivo.

Mi propia teoría es que el zoofito y la ostra obtuvieron sus conocimientos, como todos nosotros, de los cuentos de flores y de su polen, y, también, de un exhaustivo estudio del trópico de cáncer.

En cualquier caso, después de la vida vegetal, vino la vida animal, el seguro de vida y finalmente el agente de seguros que nos telefonea que ha vencido nuestra póliza y que hemos de pagar inmediatamente, si no queremos que quede sin efecto.

Y ahora dejaremos ya la Edad Ostreolítica, lo que a nadie alegrará más que a mí.

Transcurrieron cincuenta y dos mil años… un breve instante en la insondable eternidad.

¡Eternidad! El concepto del infinito es de difícil comprensión para nuestras mentes, pero creo que yo puedo explicarlo.

Tomemos, por ejemplo, la distancia existente entre el sol y la tierra.

O, mejor aún, tomemos un número, del uno al diez. Doblémoslo. Añadamos doce. Restemos el número inicial. ¿A que el total es nueve? ¡Claro que sí!

Ahora, si multiplicamos esos nueve por millones de años luz, nos formaremos una idea de la importancia que llegó a alcanzar el amor para el velludo bruto (
Homo Cavus
) que se sentaba sobre un pedrusco mohoso a la puerta de su cueva, a meditar sobre los encantos de su evolucionada civilización.

En este estadio, el hombre poseía ya brazos, piernas, columna vertebral y ojos.

Su mentón había retrocedido, pero apenas se notaba a causa de la barba que cubría casi todo su rostro.

De todas formas, demostraba aptitudes suficientes para ingresar en el casino de la localidad. (El casino aún no había sido concebido, pero contaba ya con miembros que se sentaban a fisgar desde sus ventanas; sin duda esperando a que el edificio creciera a su alrededor.)

A pesar de la barba, el primitivo hombre de las cavernas tenía una mentalidad infantil y, si diferenciaba un sexo de otro, era más por el instinto que por la razón.

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