Memorias de un amante sarnoso (3 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Miré hacia arriba y allí, de pronto, advertí una criatura exquisita que se agitaba frenéticamente, haciéndome señas de que subiera al entresuelo.

Al acercarme observé que estaba acompañada por un joven bajito vestido con exagerada elegancia, que lucía más joyas que las que suele llevar el promedio de las mujeres.

Se me hace difícil describir su tocado por falta de práctica en la materia.

Llevaba un traje de lamé de oro, sandalias doradas por las que asomaban las uñas esmaltadas en granate y coronando su cabeza de cabello rojo-llama, un tinglado de hilos dorados de notable volumen.

Viendo aquello, pensé para mi coleto: «Con esa estructura conectada a una emisora podría hablar hasta con Moscú y le diría a Kruschev lo que pienso de él».

Después de examinarla detenidamente, empezaba a sentirme inquieto acerca de aquella aventura emprendida a ciegas.

Además, me sentía molesto por la presencia de su singular compañero.

Me preguntaba quién podía ser aquella especie de enanito.

¿Sería su padre? ¿Su madre? ¿Su hermano? ¿Tal vez su amante? Mientras me hallaba en estas meditaciones, ella misma resolvió el enigma.

—Te presento a Cecil de Vere, mi compañero de baile —dijo inesperadamente.

Me incliné cortésmente.

Pero, bueno, ¿es que íbamos a pasar toda la noche juntos los tres?

—¿Compañero de baile? —repetí.

Ella debió advertir la apenada expresión de mi rostro.

—Perdona, pero ¿no eres tú la modelo que me recomendó Sam Barnie para salir esta noche?

Se echó a reír y dando una amistosa palmadita a su compañero, me explicó:

—Cecil y yo hemos estado bailando esta tarde en un concurso que celebraban en El Morocco. ¡Hemos ganado el primer premio! ¡Una botella de champán de dos litros!

Aquello me pareció muy bien. Bravo, champán para todos.

—¿Dónde está? —pregunté.

—¡Ah! —rió—, la hemos vendido para repartirnos el dinero. Es lo que siempre hacemos con los premios que ganamos. La semana pasada ganamos un fox-terrier, primer premio de
twist.

—¿De veras? ¿Tan bien bailaba el perro?

—¡No, tonto! —y me propinó un cariñoso sopapo que me hizo perder el equilibrio—.
Nosotros
bailamos el
twist.
Los perros no practican danza moderna.

—Comprendido —dije—. Pero ahora despide a ese lechuguino y nos iremos a cenar —añadí en voz baja.

Se volvió hacia aquel proyecto de hombre y sin más circunloquios le dijo:

—Hasta mañana, Cecil. Nos veremos en El Morocco. ¡Bay bay!

Cecil se inclinó, me tendió una mano flácida y se escabulló.

—Luego iremos al teatro —dije a mi hurí cuando nos quedamos solos—. ¿Prefieres que cenemos en algún sitio determinado?

—Eres un encanto —sonrió—. Estoy en tus manos.

Sin poderlo evitar, comenté interiormente: «Ahora, no, pero, más tarde, ya veremos». Y me hizo tanta gracia mi propio ingenio que por poco se me caen las gafas otra vez.

Ya en la calle, paré un taxi.

—Llévenos a Moore’s Chop House.

El Moore’s es un famoso restaurante del centro de la zona de los teatros, y lo elegí porque, desde allí, llegaríamos enseguida a nuestro espectáculo.

Pero, lo que había olvidado es que el restaurante en cuestión es seguramente el más iluminado de todos los neoyorquinos.

Mi pareja era una chica muy alta y con su antena dorada debía pasar del metro noventa.

Yo mido un metro setenta, de modo que debíamos formar una extraña pareja mientras nos acercábamos a nuestra mesa.

¡Habrá quien presuma de ser blanco de todas las miradas!

En cuanto entramos en el local se produjo un silencio estremecedor.

La gente dejó de comer y de beber, y concentró toda su atención en el insólito aspecto que presentábamos.

Me había olvidado ya de su llamativa apariencia.

Su tocado hubiera causado sensación en una revista musical, pero resultaba fuera de lugar en aquella sala, llena de luz y de gente elegante.

Si me hubiera dejado arrastrar por mis impulsos, me habría deslizado bajo la mesa y hubiese cenado allí.

Pedí unos cocteles y traté de iniciar una conversación.

Pensé que, así, tal vez me olvidaría de mi triste situación.

—¿No has estado nunca en el Campo del Polo? —aventuré.

—No —respondió, sacudiendo la antena.

No sentía el menor interés por el polo.

Parece ser que había salido mucho con un internacional de este deporte, pero que acabaron por disgustarse por la preferencia que éste demostraba por los caballos.

—Le previne —aclaró—. Cierto día le dije: «Foxhall, si crees que la compañía de un asqueroso caballo es mejor que la mía, puedes irte ahora mismo al diablo». Supongo que debí herir sus sentimientos, porque desde entonces no he vuelto a saber nada de él.

—Es probable que siguiera tu consejo y se halle ahora en el infierno. —Y mientras lo decía, ponderaba lo desventajoso de mi propia situación.

Traté luego de explicarle que en el Campo del Polo acostumbran a jugar a béisbol y me respondió que nunca había presenciado un partido, pero que siempre le había parecido que el béisbol era una estupidez.

Visto el éxito, probé de tocar otro tema.

—¿Dónde vives?

—En Seattle.

—Eso está algo lejos, ¿no?

—Oh, no, yo paso allí siempre los fines de semana.

—Ha de resultar algo caro para las posibilidades de una modelo —comenté casualmente.

—En mi caso, no —sonrió—, porque yo tengo en Seattle un amigo que me paga el viaje en avión.

No me cabía ya duda de que Sam Barnie me había hecho objeto de una broma de mal gusto. ¿Quién hubiera sido capaz de suscribirse a tal abono semanal?

Por fortuna, en aquellos instantes llegaba la comida y se interrumpió la conversación.

Cuando al terminar nos levantamos para salir, un sobrecogedor silencio cayó de nuevo sobre el restaurante.

Lo mismo que antes, todo el mundo se volvió para contemplar la salida de la giganta y el enanito.

Por un momento, temí que se produjera una ovación.

Entramos en el teatro unos cinco minutos antes de que se alzara el telón.

Mientras avanzábamos por el pasillo central, cesaban charlas y movimientos, quedando tras de nosotros una estela de silencio y de calma, como los que sólo presagian las peores tempestades.

Todas las miradas confluían sobre nuestra desgraciada pareja.

Seguro que durante la representación no se prestaba tanta atención al escenario.

Ella parecía una fragata con todo el trapo al viento, y, siguiéndola, iba yo, cubierto de vergüenza, mirando al suelo y realizando desesperados esfuerzos por no pisar sus ropas.

Cuando nos sentamos, su estatura se hizo más evidente a causa del aderezo hertziano de su cabeza.

Estoy seguro de que desde las cinco filas posteriores no se tenía más que una visión fragmentaria de la escena.

En beneficio de quienes no conocen
La muerte de un viajante
, aclararé que es una de las obras más dramáticas de nuestros tiempos.

Es la historia de un viajante viejo, solitario y fracasado, vencido por la vida y las circunstancias, cuyas emociones giran en torno de la autodestrucción y el homicidio.

Al levantarse el telón, cesaron los murmullos y las toses que preceden siempre a un primer acto, y todo quedó nuevamente silencioso y tenso.

De repente, horrorizado, advertí que el hermoso pontón que se sentaba a mi derecha prorrumpía en una sonora carcajada que atrajo la atención de todos los espectadores.

Traté de hundirme en mi asiento, pero no podía encogerme más sin sentarme en el suelo; al menor movimiento hubiera caído en el foso de la orquesta.

Le di un codazo en los riñones y la amonesté con acritud:

—¡Chica, cállate! Esto es un drama y molestas a la gente con tu risa.

—¿Un drama? —exclamó a grito pelado—. ¡Pero si es una comedia la mar de divertida!

—Bueno, a ti te divertirá —murmuré— pero estás molestando a los demás espectadores.

Soltó otra estrepitosa carcajada, mientras decía:

—¡Tú, Groucho, siempre con tus bromas! Pensarás lo que quieras, pero sé lo que es el sentido del humor.

Me hubiera esfumado dejándola allí, pero me daba pena aquella lunática, y, además, me creía en el deber de librar a la concurrencia de sus imbecilidades.

—Oye —le dije—, estoy muy mareado y empiezo a sentir náuseas. Nunca he vomitado en un teatro y lamentaría hacerlo aquí sobre esta alfombra casi nueva. Será mejor que salga a la calle.

En aquellos momentos llegó el acomodador, que, al reconocerme, me dijo:

—Perdone, Mr. Marx, ¿se ha puesto enferma la señorita? ¿Tal vez un ataque de histerismo? Si quiere, les acompañaré a la dirección y avisaré a un médico.

—Oh, no, no vale la pena —le tranquilicé—, se trata de algo muy íntimo, pero, dado que es usted el acomodador, creo que puedo confiar en usted. Lo que pasa es que lleva la faja demasiado ceñida y le oprime el ciático. El dolor la hace chillar y parece que se ría.

—Ya —contestó.

Pero luego añadió que el administrador le mandaba para advertirnos de que estábamos molestando a la gente.

Era suficiente.

La tomé por el brazo y le dije:

—Vamos, estoy muy malo. Ya te llevaré al teatro otro día.

Se levantó de mala gana y hube de arrastrarla materialmente pasillo arriba.

Estoy seguro de que, cuando descubrió Colón América, no sintió la alegría que sentí yo, cuando al salir del teatro, vi un taxi vacío parado en la esquina.

—¡Eureka! —exclamé.

—¿Qué quiere decir Eureka? —indagó ella.

—Nada —respondí—. Es el nombre del chofer, Moe Eureka. Lo había tenido a mi servicio.

Entretanto había abierto el coche, haciéndola entrar en él de un empujón, que aplastó la antena contra el techo.

Cerré dando un portazo y di diez dólares al chofer mientras le pedía:

—Eureka, lleve a la señorita donde más le plazca.

Después de todo, aquel solitario apartamento de mi hotel resultaba una halagüeña perspectiva.

Envié un beso al taxi, que se alejaba rápidamente, y eché a andar, calle abajo, en sentido contrario, camino del limbo.

Mi mejor amigo es el perro

Un hombre de mi posición (horizontal, en estos momentos) suele oír extrañas cosas sobre sí mismo.

Por ejemplo, hace unos años circuló el rumor de que me emborrachaba bebiendo champán en un zapato de Sofía Loren.

Tal insensatez no era más que un chisme calumnioso e infamante.

No me importa admitir que traté de beber el espumoso vino en uno de sus zapatos, pero el caso es que ella no quiso quitárselo del pie, de modo que, aprovechando que no miraba, me lo bebí en su monedero de charol.

Por cierto que estuve a punto de ahogarme con su lápiz de labios, que me tragué, sin querer, con el champán.

Ahora andan diciendo que no soy amigo de los perros.

¡Que no me gustan los perros!, ¡de veras! Y si en el mundo tengo un amigo, éste es Zsa-Zsa, mi perra danesa.

Si no la llevé conmigo en mi último viaje a Nueva York, fue sólo porque no había plaza para ella en el avión.

Por lo demás, en Nueva York me siento solo sin mi perro.

Tanto es así, que cuando en el hotel veo a una chica guapa con un perro, se me humedecen los ojos y acabo por invitarlos a tomar un trago en el bar.

En los ocho años que llevamos juntos, Zsa-Zsa y yo nunca hemos discutido.

Bueno, alguna que otra vez me ha mordido, pero, entonces, le he devuelto el mordisco. ¡Hay que enseñarle quién manda en casa!

En vestir a Zsa-Zsa, nunca he gastado más que en cualquier otra chica, y ni siquiera una vez me ha pedido un collar nuevo, sólo porque el perro de enfrente ha estrenado uno.

Tampoco se ha lamentado nunca en un cabaré porque no bailo el
twist,
cuando Fred Astaire, que tampoco es un niño, sacude sus huesos alegremente.

También puedo afirmar que jamás me ha dicho:

—¿Por qué no tomas lecciones de baile, querido? Ahora, ya nadie baila la polca.

Pero no quisiera que se me interpretara mal.

Con esto no quiero decir que los perros puedan sustituir al bello sexo que florece en nuestro país.

Esto es algo que cada uno ha de decidir por sí mismo.

Personalmente, no veo por qué uno no puede tener un perro y una mujer.

Pero si hay alguien que no puede mantener más que a uno de los dos, le sugiero que elija el perro.

Por ejemplo, si el perro nos ve jugando con otro chucho, no corre al abogado a decirle que su matrimonio ha naufragado y que exige seiscientos huesos mensuales en concepto de alimento, más el coche bueno y la casita de cuarenta mil dólares sin su hipoteca de veinte mil.

Una vez solamente me decepcionó un perro.

Fue cuando me llevé a casa a Alonso, un enorme San Bernardo que trabajaba en los estudios.

Estaba trabajando en una película, ganando doce dólares de jornal, y parecía sentirse solitario.

Hubiera preferido llevarme a un perro de los que ganan mil quinientos dólares semanales, como Lassie, por ejemplo.

Pero estos perros suelen ir con gente mucho más fina que los amigotes que yo tengo.

De todos modos, Alonso era un animal muy inteligente y supongo que su costumbre de salir corriendo con nuestro coñac era propia de su raza, aunque muchos de mis amigos bípedos han hecho lo mismo en más de una ocasión.

Me fastidió un poco que Alonso se negara a tomar su pitanza en casa; dijo que prefería ir a comer a la tasca de la esquina.

No es que la comida de casa no fuera buena. No quisiera que la gente pensara tal cosa, como alguno ha llegado a sugerir.

Hubo una señora que me dijo:

—No da usted a su perro una alimentación adecuada.

Casualmente, estaba presente Alonso y creo que fue aquello lo que le decidió a comer fuera de casa.

Como es natural, el gesto de Alonso hirió mis sentimientos, pero cerré el pico.

Al fin y al cabo, él ganaba doce dólares diarios, es decir ocho más que yo, en aquellos momentos.

Después de tenerlo conmigo una semana, recibí la sorpresa más morrocotuda de mi vida.

El sábado por la noche, en el preciso momento en que marcaba en la etiqueta el nivel de la botella de coñac, un hombrecillo asomó la cabeza por entre las mandíbulas de Alonso y me exigió que le pagara su salario: ¡doce dólares diarios! Desde luego, ya debí sospechar algo el día que mi amiguita llegó a casa con un gato, y Alonso, en vez de abalanzarse sobre éste, como hubiera hecho otro perro, se arrojó sobre la chica.

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