Memorias de un amante sarnoso (7 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Navegó durante sesenta y dos días y sesenta noches (perdió dos noches en las Azores, jugando al póquer), hasta que, al fin, una espléndida mañana uno de los tripulantes divisó una rama de zarza flotando junto al barco.

Aquello significaba tierra (o que habían tirado la rama desde otra embarcación).

Cuando dieron la noticia a Colón, éste salió de una carbonera, donde se había ocultado de los marinos, y, señalando la rama, dijo:

—Señores, creo que esto es muy significativo.

Cuando sus hombres desembarcaron en San Salvador, estaban hambrientos, tanto de alimentos, como de mujeres.

No hay que olvidar que habían tenido un largo viaje, y si bien es verdad que llevaban treinta días sin ver comida alguna, también lo es que hacía sesenta que no veían más faldas que las de las medusas.

De este modo, no resulta difícil deducir cuál era la urgencia más apremiante.

Todos sabemos lo que sucede cuando permanecemos cinco días en un trasatlántico sin ver más que a tres viajantes con trajes a rayas y a cuatro maestras de escuela que pasan mareadas toda la travesía.

Pues, esto dará al lector una idea de lo que sentían aquellos marineros mientras, hacinados en una lancha, se acercaban a la costa.

La historia cuenta que ni las sirenas se encontraron a salvo.

En cuanto a las muchachas indias, no hay que decir que… bueno, si no hay que decirlo, no lo diré.

Se lo diré al lector en el momento y el lugar adecuados.

¿Le parece bien que vaya a cenar a su casa el viernes próximo?

Y ahora dejaremos a Colón y a sus maníacosexuales muchachos, y retrocederemos a Europa por unos momentos.

Yo pago la mitad del pasaje, si el lector paga la otra mitad.

Aunque la atención de Europa se centraba en gran parte sobre la tierra prometida que se hallaba al otro lado del mar, no hay que perder de vista los grandes acontecimientos que se desarrollaban en el viejo continente.

Las ciudades italianas empezaban a alcanzar una notable preponderancia.

Existían razones históricas que lo abonaban, pero en un ensayo sobre el amor no podemos complicarnos con razones históricas, sean del género que sean.

De estas ciudades, Venecia era indudablemente la más importante.

Si alguno de los lectores ha leído la
Historia de la decadencia y derrumbamiento del Imperio Romano
de Gibbson, dirá probablemente que Roma era más importante, pero, de ser así, pregunto yo: ¿Por qué fueron, entonces, sepultados, tanto Gibbon como Roma? Advierta el lector despierto que Venecia no fue sepultada.

En cualquier caso, basta ya de interrumpirme.

Si no se tiene confianza en el autor, lo mejor es tirar el libro ahora mismo, cosa que no es fácil que yo haga.

Estoy seguro de que Spengler, Van Loon o Alcott, nunca hubieran llegado donde llegaron si hubiesen tenido que entretenerse en solucionar nimiedades semejantes.

El mismo lector que me interrumpió para decir que Roma fue mayor que Venecia, corresponde al tipo de los oráculos que predijeron que Castro se afeitaría en cuanto pasaran unos meses.

¿Y ahora, qué justificación dar a esa impenitencia?

Pero dejémonos de digresiones y volvamos a Venecia.

Como es de todos sabido, Venecia fue construida sobre un banco de aluvión.

No me pregunten cómo.

Fue así, y basta.

Yo no sé nada de bancos aluviales… ni de ninguna clase de bancos, según pude comprobar cuando el mío se hundió en 1929 con mis dineritos dentro.

Cuanto sé de los bancos aluviales es que en la época de la antigua Venecia, el aluvión se utilizaba como moneda, lo que dio lugar a los bancos aluviales.

Lo curioso del caso es que aún ahora siguen siendo necesarios.

Cuando se descubrió el oro en el Far West, se le llamaba «paga sucia».

Con seguridad que todos hemos visto fotografías de toscos mineros lavando lodo.

Reconozco que esta sórdida discusión sobre dinero tiene poco que ver con el amor, pero, que el lector trate de llevarse a una chica sin tener dinero y verá lo lejos que llega.

Yo lo intenté una buena noche y me metí en la cama antes de las ocho… y solo.

Hube de recurrir al consuelo de una botella de agua caliente.

TERCERA PARTE
Ecos sociales por un proscrito de la sociedad
El invitado huidizo

Sentado ante una mesa monolítica en la penumbra de una cueva, se halla nuestro héroe: soy yo, Groucho Marx, el Ermitaño de Hollywood.

Adiós a los platos selectos, adiós al jerez amontillado y adiós a los lavadedos; adiós a las cenas de etiqueta, adiós a las cenas sin etiqueta y adiós a cualquier clase de cena.

¡Soy el huésped del ayer! En cuanto cure de mis heridas, saldré de mi cueva para reemprender mi carrera social, pero no en calidad de huésped —¡oh, no!— ¡eso es demasiado duro!

Dejaré que cualquier restaurante sea el huésped nacional, de costa a costa, y yo pasaré a ser el invitado nacional.

Mi última fiesta quedó atrás y ahora, antes de refugiarme en mi cueva para invernar, quisiera dejar memoria de algunos de los invitados que han venido a hartarse a mi mesa.

Para aquellos de mis lectores que no hayan visto nunca un invitado, haré una somera descripción de sus principales características.

Suelen ser altos o bajos, llevan los tacones gastados y presentan toda la gama del colorido popular.

También puede identificarse al invitado en aquel que acude a nuestra casa por invitación.

Los que llegan sin invitación previa, son por lo general viudas de luto o parientes pobres.

Existen las más diversas clases de invitados: los invitados a una cena, los invitados a pasar un fin de semana, los invitados de temporada, y, si uno se descuida, los invitados permanentes.

De todos ellos, el más inocente, cordial y relativamente inofensivo, es el invitado a una cena.

Las cenas suelen organizarse a base de grupos de seis, ocho o diez personas.

Las dimensiones de la fiesta dependen, naturalmente, de las dimensiones del comedor, y, en muchos casos, de las dimensiones de la cocinera.

Conviene hacer una observación con respecto a las cocineras: la mayoría de las cocineras se hallan a punto de casarse o a punto de divorciarse, y es prudente tener en cuenta esta circunstancia en el planteamiento de toda cena.

Es evidente que, para conseguir una cena satisfactoria, es mucho mejor que la cocinera esté pelando la pava, en vez de estar echando vinagre y acíbar en todos los platos.

En todo grupo de seis o más invitados, es de suponer que haya por lo menos cuatro a quienes desagrade el anfitrión y la comida.

Los primeros síntomas de esta repugnancia se advierten al ser retirados los platos soperos.

Inmediatamente se deja sentir un persistente rumor producido por el roce de tenedores y cuchillos. Con él se nos da a entender, por el sistema morse, que nuestra cocinera debe de estar borracha.

El murmullo gana en intensidad a medida que avanza el ágape y termina por una especie de rúbrica, inmediatamente después de los postres, que viene a decirnos —siempre en morse— que hubieran cenado mucho mejor quedándose en casa y tomando la comida del perro.

Sin embargo, el desaprobar los platos ofrecidos constituye un privilegio de los invitados.

Con mucha frecuencia me sucede que no me gusta la comida en casa de los demás, pero, en tales casos, me limito a atiborrarme de pan, esperando que el postre no consistirá en mazapán.

Cierta noche, una dama a quien no gustaba mi comida, aprovechando un momento que no miraba, tiró sobre la alfombra nueva una costilla de cordero.

Rápidamente, fui a recogerla y tras una ceremoniosa reverencia, se la devolví.

Me dio las gracias y, tras esperar unos minutos, volvió a tirarla.

La alfombra (un oso polar que aún estaba parcialmente vivo) cobró una inquietante animación, por lo que, después de reintegrar nuevamente la costilla a su dueña, enrollé cuidadosamente la alfombra y la guardé en el cuarto de baño.

Hay invitados que, por estar sometidos a régimen, no pueden comer determinados platos.

En una ocasión, cierto amigo mío, que no brillaba precisamente por su educación, pero que, en cambio, poseía un vozarrón propio de un pregonero, me anunció que padecía de exceso de ácido y que le habían prohibido las comidas rojas.

Aquella noche teníamos
roast beef,
col colorada, remolacha y sandía.

Y allí quedó el hombre, mirando envidioso durante toda la cena a aquella gente sana y feliz que gozaba ingiriendo los bermejos platos, descuidados de sus ácidos.

Se consoló haciéndonos una detallada descripción de su presión arterial, su índice de colesterol y su precisión de someterse a examen médico dos veces diarias, por lo menos.

Afortunadamente, cuando entró rodando la sandía, se desmayó.

Parece ser que, además de sus mencionadas taras, el hombre era corto de vista, y que confundió la sandía, creyendo que era otra vez el
roast beef.

Existe también la pareja de invitados que nunca llega sola.

Siempre se las componen para endosar un nuevo invitado y demuestran gran habilidad en la maniobra.

El día de la cena —una cena de seis— suena el teléfono una hora antes de la convenida y tiene lugar la siguiente conversación:

—Soy Jane. Lo siento mucho pero no podemos acudir a la cena. Tenemos en casa a un compañero de estudios de mi marido. Jack llevaba sin verle quince años, y, claro, no podemos dejarle solo en casa.

(Luego, uno descubre la causa de que no le dejen en casa solo. Al parecer tienen una hija de quince años que es una copia exacta de Brigitte Bardot, y dada su conducta en estos últimos tiempos, no desean correr ningún riesgo.)

Situado entre la espada y la pared, a uno no le queda más remedio que decir:

—Bueno, traedlo con vosotros —con la esperanza de que choquen con un camión por el camino—. Donde comen seis, comen siete.

Esto resulta cierto en cualquier restaurante, pero es más falso que Herodes referido a una cena preparada en casa para seis personas.

Sin embargo, el anfitrión queda obligado a sacar una silla desparejada, y a sustituir una vajilla de Sajonia de seis cubiertos, por un surtido de loza y porcelana barata, procedente de los reiterados hurtos llevados a cabo en los hoteles del país.

Para iniciar los sinsabores propios de toda reunión, existe el invitado que, solapadamente, llega a la cena una hora antes de lo previsto.

Si la cena es a las siete, podemos tener la seguridad de que llegará a las seis, y si es a las nueve, llegará a las ocho.

Nunca se sabe cómo ha penetrado en la casa. Entra como un ratero o como un fantasma. Nadie le ha visto entrar, no ha sonado el timbre ni golpe alguno en la puerta de la calle.

Vamos a suponer que la cena es para las siete.

A las seis el anfitrión baja las escaleras.

Aún no se ha bañado ni se ha afeitado, y no lleva más ropa que unas zapatillas de tenis de su mujer.

Las luces están bajas; en realidad, no hace falta más iluminación, pues sabe perfectamente dónde está cada cosa, y la cuenta de la electricidad ya sube bastante.

El hombre limpia las cenizas de la chimenea y en el momento en que está echando agua en las botellas de whisky, para rebajarlo, oye una voz fantasmal que sale de las sombras.

Su primer impulso es salir a escape, escaleras arriba, en busca del revólver, pero, de repente, comprende que de nada le serviría el revólver, puesto que ha escondido las balas por miedo a que los chicos se asesinen recíprocamente.

Bien, al fin y al cabo, igual da morir defendiendo el hogar, que de cualquier otra forma, de modo que agarra el hierro de atizar el fuego, dispuesto a defenderse.

Pero los latidos de su corazón son de tal magnitud que estremecen la habitación hasta su último rincón.

—¿Te he asustado? —nos dice una voz desgarrada—. Soy yo, Swanson. Terminé temprano el trabajo y para ahorrarme el paseo hasta casa, telefoneé a Martha diciéndole que se reuniera aquí conmigo. ¿Por qué echas agua en el whisky? ¿Es algún procedimiento nuevo?

—¡No seas estúpido! ¿Me crees capaz de aguar el whisky? Estaba enjuagando las botellas antes de devolverlas al proveedor.

Han cogido al anfitrión con las manos en la masa y a éste no le queda más remedio que sacar aquellas botellas de whisky escocés que estaba guardando para sus bodas de oro.

—Y ahora, si me lo permites, subiré a vestirme.

—Subiré contigo —dice Swanson—. Aprovecharé para lavarme un poco. Como he venido directamente de la oficina, no he podido hacerlo.

Si hubiera llegado a la hora convenida hubiera tenido tiempo de hacer esto y otras muchas cosas.

—Mira —dice el anfitrión—, ahí tienes un lavabo; métete en él y yo iré arriba.

El hombre calcula que si Swanson se queda en la planta baja, aún podrá descabezar el sueñecito en que ha estado pensando toda la tarde, y echa a correr escaleras arriba.

Pero Swanson es un vampiro que desciende de una vieja estirpe de vampiros velocísimos, de modo que llega al descansillo del primer piso antes que su anfitrión.

—Nos lavaremos juntos —dice— y después podremos charlar un poco antes de la cena.

Por breves instantes, el otro pondera la idea de ahogar a su amigo en la bañera, pero aquello significaría dejar sin pareja a una de las invitadas a la cena, así que se despide resignado de la siesta y añade el nombre de Swanson a la lista de los indeseables a quienes procurará evitar por todos los medios.

Se da también la pareja que siempre se marcha a medianoche, pero que no llega más que hasta la puerta.

Se hace prácticamente imposible sacarlos de la casa; como cuando, en el fútbol, la pelota llega al área de
penalty,
pero no entra en la meta.

Al cabo de un buen rato, el marido mira el reloj y dice como sorprendido:

—¡Las doce! Vamos, Girlie, que mañana tengo que madrugar.

El anfitrión corre al ropero y ayuda con presteza a que los invitados se pongan los abrigos, con la esperanza de verlos marchar.

¡Pero son figuraciones suyas! Allí están como dos pasmarotes, graves y silenciosos, al parecer dispuestos a despedirse.

Pero no.

Durante toda la velada han permanecido poco menos que mudos, y, en cambio, ahora, no cesan en su charla y en sus comentarios.

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