Memorias de un amante sarnoso (9 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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(Es de pésimo gusto añadir al final, «¿Eh, condesa?»)

Nos ocuparemos ahora de los platos.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que la ensalada queda a nuestra izquierda, que, a menos que se trate de espárragos, no debe cogerse con los dedos.

El plato de la derecha (condesa Rittenhouse) no debe de tocarse bajo ningún concepto.

Si la comida que se nos ofrece no es de nuestro agrado, no es discreto gruñir ni comentar que mejor hubiéramos comido en casa, sin tener que esperar a las nueve menos cuarto de la noche.

Tampoco es prudente hacer observaciones que impliquen una velada amenaza, tales como, por ejemplo:


Madame,
si esta bazofia me produce dispepsia, le mandaré mi abogado mañana por la mañana.

(Si la dispepsia se produce realmente, basta con que los abogados concierten una indemnización adecuada.)

Sin embargo, todo esto puede evitarse, si le decimos a la anfitriona con la mejor de nuestras sonrisas:

—Querida Elsa, a trancas y barrancas he podido tragarme la sopa y la ensalada, pero este potingue es superior a mis fuerzas. ¿Por qué no manda que me frían un par de huevos?

Si se baila en la fiesta, el verdadero
gentleman
no se propasará con su pareja ni intentará besarla, sobre todo cuando la dama en cuestión exija la presencia de un guardia a grito pelado.

En casos como éstos, hay que ser comprensivo y tolerar con indulgencia el atractivo que para las mujeres representa siempre el uniforme.

La mayor parte de las jovencitas no aceptan determinadas promiscuidades.

(De no ser así, será que yo he tenido verdadera mala suerte.)

Por ello, es conveniente que aprendan a contener el eventual manoseo de un caballero, sin llegar a ofender su dignidad.

En casos tales, es aconsejable alguna observación de tipo personal, como, por ejemplo:

—¿No le han dicho nunca que parece usted un pulpo?

Y ahora, vamos a comprobar si el lector ha aprovechado mis enseñanzas.

  1. Si en su combate con un trozo de pavo asado, éste salta a la falda de la viuda que se sienta a su derecha, (a) se excusará con vehemencia; (b) se pondrá a llorar; o (c) dirá: —
    Madame
    , no era mi intención obsequiarla con el plumífero, de modo que haga el favor de devolvérmelo al momento.
  2. ¿Es correcto servir el bistec con cebolletas y almejas?
  3. ¿Está bien hacer figurar el apodo en las tarjetas, dando por supuesto que nadie nos llama por nuestro verdadero nombre?
  4. Si sacamos a bailar a una joven y nos dice que le duelen los pies, para, treinta segundos después ponerse a bailar con un pollo que lleva más brillantina en el pelo (y más pelo) que nosotros, ¿le pediremos que nos recomiende a su pedicuro o nos consideraremos irremediablemente caducos?
  5. Cuando la dama se hace cargo de la cuenta del restaurante, ¿ha de pasar el dinero al caballero por debajo de la mesa o debe entregárselo abiertamente al camarero?
  6. Al salir de un cabaré con motivo de una razia de la policía, ¿quién ha de entrar primero en el coche celular: el caballero o la dama?
  7. Cuando una joven pareja está comiendo fuera de casa y tiene una trifulca, ¿debe el marido golpear a su esposa inmediatamente o es más aconsejable que espere a que la cosa se reproduzca?
  8. Describa el lector las líneas y colores de tres vestidos de la Taylor.
  9. ¿Cómo reduciría al silencio al melómano de la reunión, sin recurrir al martillo o el revólver?

Si el lector ha sido capaz de contestar incorrectamente a siete de las cuestiones precedentes, puede escribir solicitando la insignia de nuestra Sociedad de Caballeros.

Por otra parte, veré con mucho agrado que me invite a cenar en su casa la noche que mejor le venga.

El paria de Hollywood soy yo

La escala social de Hollywood es muy empinada y susceptible de producir vértigos, pero, si se mira atentamente debajo del escalón más alto se descubre… bueno, ya lo veremos más adelante.

Son las once de la noche y me encuentro sentado en la cama, con las obras completas de
Sir
Walter Scott y un vaso de leche caliente.

No hay que pensar por esto que me he pasado toda la tarde en la cama.

En realidad, acabo de regresar de una cena.

Éramos seis personas, contando con la anfitriona y su esposo.

Antes de la cena, cada uno se tomó una copa de jerez, y, después de cenar, correspondió una copa de estomacal a cada uno y dos horas de conversación, a soportar entre todos.

Los hombres hablamos de política, del problema del tráfico y de las mujeres, y las mujeres charlaron de sus cabellos, de la Sociedad de Padres de Familia y de los hombres.

Hacia las diez y media, los bostezos se generalizaron, y sobre las once, me hallaba en casa, metido en la cama.

Después de residir treinta años en Hollywood, he llegado lenta y progresivamente a la conclusión de que, socialmente considerado, soy una escoria.

Finalmente, he alcanzado la convicción de que debo de poseer la mayoría de las taras físicas que los anuncios de la televisión prometen curar en veinticuatro horas.

Sólo de este modo puedo explicarme la vida de cartujo que llevo en una ciudad famosa por sus orgías y cuchipandas.

Mi nombre no figura nunca en los ecos de sociedad de los periódicos.

Bien es verdad que aparece con frecuencia en la prensa, pero casi siempre es en relación con mis futuras apariciones en la televisión o en el teatro.

Ni por casualidad se me cita en crónicas de fiestas, como la que transcribo: «El señor Pío Rea y su distinguida esposa reunieron a trescientas sesenta parejas en un
garden party,
para celebrar el regreso del Perú del conocido viajero Steve Gwendolain.

»El jardín, de tres acres de extensión, estaba totalmente cubierto por un toldo de seda, y a medida que iban llegando las parejas, eran obsequiadas con una piscina en miniatura y un barrilito de champán.

»La revista
Life
registró el acontecimiento, a través de cámaras fotográficas que enfocaban principalmente a las
starlets
de bikinis más breves.

»A las once en punto se inició una subasta burlesca en la que la hija de la casa fue adjudicada a un tratante en automóviles usados, que, bromeando, aseguró que pensaba cambiarla por un Rolls Royce nuevo, Kim y Frankie amenizaron la reunión con sus canciones a partir de la una de la madrugada, y a las tres en punto, por medio de grandes cañones, se dispararon bellas muchachas desprovistas de ropas, que fueron a parar a los brazos de los más agraciados.

»La orgía se mantuvo en todo su apogeo hasta que el sol se elevó por detrás de las colinas.»

Al igual que los borregos, que viven en rebaños, las gentes de esta ciudad viven en círculos cerrados, y si uno no forma parte de ninguno de ellos, cuando llega la noche no le queda más remedio que quedarse en casa, arreglando la lavadora o la televisión, o tratando de introducir una maqueta de fragata en una botella de exiguas dimensiones.

Existe, por ejemplo, un grupo de aficionados a los caballos.

Diariamente, salen al mediodía hacia un hipódromo, equipados con prismáticos, periódicos hípicos y una porción de chicas rubias.

Son incapaces de enumerar los cincuenta estados de la nación, pero se saben de memoria los nombres de los caballos que corren aquel día en las principales pistas.

Los miembros de este grupo no perdonan un momento para jugarse hasta las pestañas.

Juegan al póquer en el viaje de ida y juegan al póquer en el viaje de regreso.

Después de cenar vuelven a emprenderla con el póquer y no dejan la partida hasta que es hora de salir otra vez hacia un hipódromo.

En invierno, si tienen la suerte de tener un divorcio pendiente, se marchan a Las Vegas o a Reno.

Allí pueden deshacerse de una esposa o un marido avejentados, tienen ocasión de procurarse otro u otra en mejores condiciones, y, por si fuera poco, pueden, también, jugar al póquer.

Podría decirse que practican el movimiento continuo.

Del mismo modo, se largan a Ciudad de México o toman un avión hasta Jamaica.

Cuando, finalmente, se aburren de jugar, recurren a los cabarés y otros lugares igualmente edificantes.

Estos locales son famosos por las camorras que organizan, a pesar de que en los mismos es obligatorio el frac.

Casi cada semana puede leerse en alguno de los ecos sociales de la prensa una reseña del tono de la que sigue:

«Devereaux Barrett, estrella de
Dearth Valley Days,
resultó herido ayer noche en el Copacadero a consecuencia de un golpe dado con una botella de ginebra.

»Esta mañana, ante el juez, declaró que todo había sido una confusión.

»Manifestó que estaba debajo de la mesa, tratando de calentar los pies de su amiga con el encendedor y que, debido a las apreturas, aplicó el remedio equivocadamente a la esposa de un conocido ingeniero de minas que acertaba a estar en la mesa contigua.»

De todo hay ahí: vida, amor, alegría…

¿Y qué es lo que hago yo, entretanto? Estoy en la cocina de casa, preparando licor de cerezas para la sobrina de mi cocinera.

Ya estoy algo viejo para las prácticas atléticas, pero creo que, ni siquiera en mis mejores tiempos, cuando mis arterias eran tan flexibles como mis pensamientos, hubiera sobrevivido a los hábitos del grupo de los deportistas.

Jamás me han invitado, pero creo que casi es mejor así.

Después de desayunar precipitadamente, montan a caballo y no regresan al establo más que para correr a zambullirse en la piscina de uno de ellos, no importa de quién.

Entran y salen, y se mueven con tales prisas, que no hay posibilidad de reconocerlos.

Luego, juegan al tenis, se llegan a la playa para remojarse otra vez y juegan al frontón hasta la hora de la cena.

Después de cenar juegan al
ping-pong,
hasta que otra vez llega el momento de montar a caballo.

Mientras estos
supermen
galopan por colinas y cañadas, yo me dirijo a tientas al cuarto de baño, tropezando con todo, en busca de una píldora que me sirva de pasaporte para el país de los sueños.

En el grupo de los intelectuales, tampoco me tienen en gran estima.

Físicamente, podría pasar por uno de ellos.

Tengo el cabello gris en las sienes, cojeo ligeramente al andar y uso unos lentes bastante gruesos.

Pero, mentalmente, me consideran deficiente.

A causa de un error que nunca me he explicado, me invitaron a una de sus cenas.

En cuanto recibí la invitación, me fui corriendo a la biblioteca pública y me empollé sobre una docena de temas elegidos al azar.

Indagué sobre Platón, estudié las ideas de Spinoza, y me tragué íntegras las Guerras de las Galias.

Cuando llegó la noche de la cena, fui a ella con la seguridad de poder disertar sabiamente durante toda la velada.

Ahora pienso de otro modo.

Se trataba de un grupo de escritores.

La mayor parte de las mujeres llevaban el pelo corto y botas de montañero, y casi todos los hombres tenían úlcera de estómago e iban descalzos.

Hasta que no encendieron todas las luces, no resultó fácil distinguir entre los dos sexos.

Todavía estaba tratando de limpiar unas manchas de mantecado que deslucían mis solapas, cuando la dueña de la casa nos condujo a la sala de estar, donde nos equipó con lápices y papel.

Entonces, cada cual eligió su bando y dio comienzo a un bombardeo de preguntas que hubieran dejado perplejos a Bertrand Russell, Nathan Pusey y Arthur Schlesinger, padre e hijo.

Después de algunas escaramuzas preliminares, quedé desplazado de aquel tejemaneje y me escabullí hacia la cocina, donde reanudé la limpieza de mis solapas.

Hay, aún, otros muchos grupos y grupitos, en Hollywood.

Difieren entre sí en muchos aspectos, pero en todos coincide un factor común: me evitan por todos los medios.

No paso de ser una ola solitaria, perdida en la inmensidad del océano social.

Tengo el deber de admitir que me encuentro descorazonado, mas, sin embargo, me hallo firmemente resuelto a escalar la cima social de Hollywood, un día u otro.

Aquel día, estacionaré mi coche en el Sunset Boulevard, y por una escasa paga, mostraré a los turistas el exterior de las casas a cuyo interior no fui nunca invitado.

Aventuras de un hombre extraordinario

No hace muchos años que Clare Boothe Luce era nuestra embajadora en Italia y yo era un artista de cine.

Cierta noche coincidimos en una cena distinguida.

La única causa de que yo estuviera allí, era que el anfitrión me debía trescientos dólares, de una partida de monte; convencido de que nunca los cobraría, había decidido recuperar lo que pudiera por medio de cenas gratuitas.

Mrs. Luce se encontraba sola y lo mismo me pasaba a mí.

Estaba pasando unos días con unos amigos en Bel Air, y éstos la habían dejado por ciertos compromisos.

Hacia la una de la mañana, los invitados empezaron a marcharse y el anfitrión me rogó que acompañara a Mrs. Luce a su casa.

Prudentemente, inquirí:

—¿Dónde vive?

—En el barrio de Bel Air —contestó mi amigo.

—Encantado —dije yo—. Bel Air es un lugar maravilloso.

—Cuidado —advirtió nuestro anfitrión— hay mucha niebla esta noche. No vayan a perderse.

—¿Perderme yo? No se preocupe usted. Conozco ese barrio como si lo hubiera parido. No olvide que, prácticamente, soy californiano.

Ignoro por qué dije eso. Acaso porque, en el fondo, soy un poco fanfarrón y no desperdicio ocasión de darme tono.

Nunca había llevado en mi coche a un embajador, fuera macho o hembra, así que, volviéndome hacia Mrs. Luce, le dije con la innata galantería que, desde niño, me ha distinguido de la chusma:

—Me honrará mucho llevar a su destino a una eminencia como usted.

Juraría que Mrs. Luce dio un respingo ante la estupidez de la frase, pero tal vez fue sólo cosa de mi imaginación.

Resido en California desde 1930, o, por decirlo en otras palabras, salí corriendo de Nueva York a raíz de la gran depresión.

Podría añadir que disponía justamente del dinero necesario para pagarme el viaje en tercera.

Sin embargo, a pesar de mis treinta años de estancia, existen ciertos sectores de la ciudad que desconozco enteramente.

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