Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
A pesar de que el hedor suele ser insoportable, este ambiente resulta fascinante para el promedio de los hombres.
Supongo que puede deberse a que éste es uno de los últimos baluartes no invadidos por el cotorreo de la mujer.
Para Alex no había caricias femeninas que pudieran igualarse al delicioso estremecimiento que sentía al tocar una baraja.
Era un jugador perfecto.
Cuando perdía, lo hacía del mismo modo que cuando ganaba: con una sonrisa.
Como es natural, prefería ganar que perder, pero aquello no era lo más importante.
Lo que a él le encantaba era la compañía de sus amigotes y el juego en sí.
Aquella lluviosa noche de diciembre, Alex llevaba varias semanas sin jugar al póquer.
Estaba solo y tenía el teléfono al alcance de la mano, así es que empezó a llamar a aquellos de sus amigos que seguían célibes.
Pero había escogido una mala noche.
La mayoría de ellos tenían compromisos.
Desesperado, llamó a sus amigos casados, pero aquéllos, todos, tenían esposas.
La mujer de uno de ellos se puso al teléfono y le dijo:
—Alex, a Joe le encantaría ir, pero prometimos a mamá que la iríamos a ver esta noche. Vamos a jugar al
mahjong
. No jugamos dinero. Ya sabes, como mamá es adventista no le está permitido jugar por interés.
Aquello resultó bastante deprimente, pero, lo peor estaba aún por llegar.
Otro marido se había de quedar a cuidar de los niños, mientras su esposa asistía a un torneo de bridge.
Una tercera señora le explicó:
—Fred se pirra por el juego, Alex, pero, aunque te cueste creerlo, en estos momentos está en la cocina, fregando los platos. Hasta ahora, nunca se lo había dicho a nadie —comentó con una risita— y si él supiera que te lo estoy contando, me mataría; pero es que cuando me propuso que me casara con él, me prometió que, si accedía, me ayudaría siempre a lavar los platos. Naturalmente, lo de que lave los platos, no tiene importancia, pero yo lo tomo como una demostración de lo mucho que me quiere.
Alex dudaba entre matarla o dejarla. Finalmente halló una solución de compromiso: le colgó.
Se encontró entonces ante un auténtico dilema.
Le repugnaba la idea de jugar con mujeres, pero… a grandes males, grandes remedios.
Así es que llamó a cierta dama, amiga suya, que tenía chicas para parar un tren.
Bueno, las chicas no estaban allí para eso, pero no importa.
Aquella buena señora era la propietaria del lupanar de más lujo de todo Hollywood, y Alex había sido su asiduo cliente durante muchos años.
—Hola, Eden; soy Alex. ¿Cómo van las cosas?
—Ya te puedes figurar —dijo ella—, entre la lluvia y los impuestos, esto no puede ir peor.
—¡Estupendo! Entonces, no hay problema. ¿Podrías mandarme tres chicas a casa, ahora mismo? Es algo urgente.
—¡Tres chicas! —rió la dama—. Pero, Alex, ¿es que has tomado de esas hormonas?
—¡No te las des de graciosa, Eden! ¡Me las envías o me las buscaré por otra parte!
Media hora después, las tres gorronas llegaban dispuestas a trabajar.
Al encontrar solo a Alex parecieron un poco extrañadas.
Una de ellas echó una mirada en torno y preguntó:
—¿Dónde están los otros dos?
—No hay otros dos —dijo Alex con un gesto enigmático—. No hay nadie más que yo.
—A que vamos a jugar a la gallina ciega —dijo otra.
—No habrá gallina ciega —contestó Alex sonriendo.
—Pues, entonces, ¿qué es lo que vas a hacer con las tres, que no puedas hacer con dos o con una? —Y mirándolo fijamente, insistió—. ¡Sólo con una!
—No voy a hacer nada con ninguna de vosotras. Lo único que quiero es que os sentéis alrededor de esa mesa, que os quitéis los zapatos y que os pongáis cómodas —repuso él.
—¡Que nos quitemos los zapatos! ¡Caray! ¡Esto es una orgía!
—¿Pero, qué pasa, Alex? ¿Tan derrotadas nos ves? —dijo otra de las muchachas.
—De ningún modo, chicas —aclaró Alex—. Tenéis todas muy buen aspecto. Pero, ante todo, he de haceros una pregunta. ¿Sabéis jugar al póquer?
Algo confusa, la primera chica dijo:
—Pues, claro. No hacemos otra cosa, cuando flaquean los negocios.
Alex sacó bebida, dos barajas y varios paquetes de cigarrillos.
Durante las cinco horas siguientes se enfrascaron en el póquer.
Él hacía todo lo posible por perder.
Quería que ganaran ellas y así sucedió.
Además, abonó a cada una de ellas los honorarios correspondientes a su actividad normal.
A las tres de la mañana, Alex tiró las cartas, se recostó en su asiento y dijo:
—Ya es bastante, muchachas. Estoy cansado y me voy a enroscar.
La mujer es una extraña criatura.
En lo financiero, habían tenido una noche espléndida, y sin embargo, las tres estaban algo dolidas porque Alex no había visto en ellas más que a unas compañeras de juego.
Alex tiene ahora cincuenta y tres años.
Se casó y tiene dos hijos mayores.
Las noches en que consigue que los chicos se queden en casa, juegan, los cuatro, al póquer.
No hay dinero sobre la mesa.
El ambiente no es turbio, y el juego, tampoco.
La cosa tiene su gracia, pero no es la que acostumbraba a tener.
No en vano, Alex tiene cincuenta y tres años.
De los hermanos Marx, Chico era el jugador.
No le importaba el dinero más que porque sabía que, sin él, no podía jugar, y, porque la vida sin juego, le parecía una porquería.
Era un gran jugador. Tal vez uno de los más grandes.
Claro que, si se le compara con Einstein, Beethoven o Salk, su magnificencia queda algo disminuida, pero él no hizo nunca tal comparación.
Apostó contra los Yankees durante quince años. No hablo de la Guerra Civil; me refiero al equipo de béisbol.
Como es natural, al final de cada temporada, las finanzas de Chico estaban como al principio, pero un poco peor.
Pero sus debilidades preferidas eran las cartas, la ruleta y las carreras de caballos.
En cierta ocasión, alguien le preguntó cuánto dinero había perdido en toda su vida, y él contestó:
—Averigua cuánto tiene Harpo. ¡Eso es lo que he perdido!
Esta constante lucha por ganar dinero fácil, hizo que Chico se viera obligado a trabajar duramente.
Mientras los demás hermanos holgazaneábamos a nuestro antojo, Chico se mataba trabajando para pagar a sus acreedores.
Reconozco que su vida era excitante, pero también era agotadora.
Un verano en que se hallaba agobiado por las deudas, firmó un contrato para actuar en un grupo de clubes nocturnos de las principales ciudades del Sur.
No mencionaré el nombre de la primera de estas ciudades ni el de su alcalde. Según mis noticias, el aludido alcalde podría seguir gobernando la ciudad.
Llegó a este país procedente de Italia cuando aún era un niño, y trabajando duramente y haciendo algún que otro negocio sucio, se convirtió en jefe de una de las más activas urbes del Sur, antes de cumplir cuarenta años.
Aunque su sueldo era solamente de 15.000 dólares anuales, era enormemente rico.
No era fácil hacerse rico con la bagatela que le pagaba la ciudad, incluidos impuestos y otras minucias, pero tenía talento para invertir el dinero en los lugares más convenientes.
Cuando actuaba, Chico siempre se presentaba vestido como un emigrante italiano, y su caracterización era tan buena que mucha gente no comprendía que pudiera ser mi hermano.
Con demasiada frecuencia me han hecho esta pregunta:
—¿Cómo puede ser Chico hermano tuyo, siendo él italiano y tú judío?
Al final me cansé de responder al acertijo y acabé por decir a los curiosos que, si tanto les interesaba, fueran a preguntárselo a mis padres, que seguramente lo sabrían.
Chico era hermano mío y la única causa de que adoptara el papel de emigrante italiano, era que aquel tipo se prestaba a su peculiar talento cómico.
Cuando esta explicación no satisfizo a la gente, remití las preguntas al Departamento de Inmigración, y, en su defecto, al Departamento de Agricultura y Ganadería.
El alcalde era amigo de la juerga y como aquella próspera ciudad venía a ser su propia casa, tenía abiertas de par en par las puertas de todos los establecimientos nocturnos.
La noche en que Chico debutó en aquel club, el alcalde se hallaba en una mesa cercana a él.
Le gustó Chico tocando el piano, pero, sobre todo, le encantó su forma de hablar.
Le hizo recordar su Nápoles nativo.
Hubiera dicho que casi oía el rasgueo de las mandolinas en las tiendas de los barberos y que percibía el aroma de las ristras de ajo, balanceándose bajo la brisa y aderezándola.
Se sentía orgulloso de Chico; se sentía orgulloso de sí mismo, y se sentía orgulloso de todo el dinero que era capaz de robar a la gente.
Le enorgullecía que Chico, un cómico famoso, fuera italiano, fuera un amable campesino nacido en la misma tierra que él.
En cuanto terminó la actuación, el alcalde corrió hacia Chico y, abrazándole, le besó en las dos mejillas.
Él y Chico se hicieron muy amigos.
Él quería a Chico y Chico estaba loco por el alcalde.
Estaban juntos todo el día, y, por la noche, después de la función, salían también juntos.
Pero Chico no le dijo nunca al alcalde que había nacido en Yorkville, barrio de Nueva York, que, no sólo no es italiano, sino que está poblado por casi un cien por cien de alemanes.
La noche en que terminaba el contrato, el alcalde, como de costumbre, fue al camarín de Chico, donde, con gran disgusto, descubrió a éste empaquetando sus cosas.
—¡Chico! —exclamó—. ¿Pero qué pasa? ¿Por qué recoges tus ropas? ¿No estás a gusto aquí? ¿Por qué has de marcharte?
Chico le explicó que debutaba al día siguiente en Birmingham, en Alabama.
—Birmingham es un asco de ciudad —adujo el alcalde—. ¿Por qué no te quedas aquí? ¡Ésta es la mejor ciudad de todo el Sur!
—Verás —dijo Chico—, te aprecio mucho y también me gusta tu ciudad, pero no puedo quedarme. Soy un cómico profesional; así es como me gano la vida. Y mañana tengo que debutar en Birmingham.
El alcalde echó sus brazos en torno de Chico y le dijo suplicante:
—Chico, tú eres italiano y yo soy italiano. No tengo hijos. Ni un sólo
bambino.
(Descuidó decir que nunca había estado casado.)
En su congoja, recurrió a su lengua madre, haciendo una auténtica demostración de histrionismo italiano.
Chico estaba allí plantado, esperando pescar alguna palabra suelta que tuviera algún significado para él.
Acabó por ponerse nervioso y entonces empezó a contestar al alcalde en alemán.
—Vamos, Chico —dijo el alcalde, volviendo al inglés, afortunadamente—, quédate aquí. Deja tu trabajo. Quédate conmigo y yo me encargaré de situarte.
—¿Cómo? —preguntó mi hermano.
El alcalde pellizcó a Chico en una mejilla y le dijo en voz baja:
—Mira, tengo veinte burdeles en esta ciudad, y son de los caros. ¿Sabes qué voy a hacer si te quedas? Te daré cinco de esas casas; todas para ti. ¡En tu vida habrás de volver a dar golpe, aunque vivas cien años!
Más tarde, Chico me confesó que estuvo tentado de aceptar y que estuvo a punto de decirle que, si le daba ocho de las casas, se quedaba.
Pero añadió que la atracción del arte pudo más que la atracción del alcalde y de todas sus golfas.
Aun así, en su ronda por todo el país según el plan establecido por su contrato, pensó más de una vez que, si las cosas se ponían mal, siempre le quedaba el recurso de retirarse a las plantaciones de prostitutas que tenía en el Sur, donde, por las noches, ardería siempre una luz colorada en la ventana, esperando su regreso.
Hubo una vez un americano llamado Larry Blank, dotado de extraordinario talento cómico, que, como tantos otros profetas, no pudo serlo en su tierra.
Como no era tonto, decidió romper amarras y zarpar hacia países más acogedores.
Así fue como un buen día nuestro hombre se encontró en Londres.
Por una u otra causa, los ingleses pensaron que era el cómico más gracioso desde los tiempos de Enrique VIII, y, de la noche a la mañana, se convirtió en una popular estrella.
Con sus gracias, Larry Blank ganaba bastante dinero, pero, aun así, su principal fuente de ingresos era el juego.
Pocas cosas había que no supiera hacer con una baraja, y eran esas pocas las únicas que no hacía.
Sus especialidades eran el póquer y el
pinacle
, y en ellas había encontrado una sencilla solución para que nadie le ganara los cuartos: marcaba las cartas.
Pero lo hacía con tal habilidad, que las señales de los naipes sólo eran visibles bajo una potente lupa.
Afortunadamente para él, son pocos los jugadores que van por el mundo dotados de tal equipo.
Entre su carrera teatral y el juego, se había hecho, probablemente, el actor más rico de Inglaterra, pero era miserable por naturaleza y vivía en un piso bastante zarrapastroso del Soho.
En aquella época estuvimos trabajando en Londres, y Chico y Harpo, que también se pirraban por las cartas (en realidad, eran dos de los mejores jugadores de los Estados Unidos), empezaron a jugar al póquer con míster Blank.
La reputación de tahur de éste había precedido a su persona.
Nadie le acusaba de falta de honradez, pero, por otra parte, nadie le acusaba de ser honrado.
La opinión general, dentro del escaso círculo de sus amistades, víctimas casi todas de sus artimañas, era que, no sólo había algo podrido en Dinamarca, sino que también en Soho había algo que atufaba.
Sin embargo, hasta que Harpo y Chico no perdieron en una semana sus ingresos de dos semanas, no se dieron cuenta de que el éxito de Mr. Blank en la mesa de póquer no podía atribuirse enteramente a su suerte. Ganaba con demasiada continuidad y de forma algo singular.
Finalmente, Chico y Harpo se percataron de que les estaba tomando el pelo y llegaron a la conclusión de que, si querían regresar a América sin hacer de polizones, tenían que recurrir también a alguna treta.
Así fue como un buen día, le dijeron a Blank, sin darle importancia:
—Tiene usted demasiada suerte en el póquer. La próxima vez jugaremos al
pinacle
.