Mis rincones oscuros (43 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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Bill llamó a Al Manganiello. El teléfono estaba fuera de servicio. Yo llamé a Ruth Schienle. Respondió una mujer.

Tenía veintiocho años y era soltera. No conocía a ninguna Ruth Schienle.

Bill y yo nos trasladamos al condado de Orange. Durante el día, nos separamos. Yo me dediqué al expediente. Quería conocerlo hasta la última palabra. Quería establecer conexiones que nadie había advertido hasta entonces.

Por la noche, Bill me llamó. Dijo que Margie Trawick había muerto en 1972. Tenía cáncer terminal. Estaba sentada en un salón de belleza y sufrió una hemorragia cerebral fulminante.

Seguimos el rastro de Michael Whittaker hasta un tugurio, en el barrio de Mission, San Francisco. Bill le telefoneó. Quería hablar del asesinato de Jean Ellroy. Whittaker se apresuró a asegurar que «sólo la había sacado a bailar».

Tomamos un taxi hasta su hotel. No estaba. El encargado nos explicó que se había marchado apresuradamente con su esposa hacía apenas unos minutos. Aguardamos en el vestíbulo. Llegaron putas y drogadictos. Nos dedicaron miradas de extrañeza. Se sentaron por allí y se dedicaron a hacer comentarios carentes de gracia. Escuchamos una decena de bromas acerca de O.J. Simpson. Las opiniones estaban divididas en dos sentidos: O.J. estaba injustamente acusado, y O.J. había acabado con la zorra de su mujer en una reacción justificable.

Esperamos. Vimos un tumulto en los bloques de pisos que se alzaban al otro lado de la calle. Un chico negro había entrado y había soltado una ráfaga en medio del patio con alguna clase de arma de asalto.

Nadie resultó herido. El chico escapó corriendo. Parecía un niño contento con su juguete nuevo. Llegó la policía y echó un vistazo. El tipo de recepción comentó que cosas así sucedían cada día. A veces, los pequeños hampones disparaban unos contra otros.

Esperamos seis horas. Nos acercamos a una tienda de rosquillas y tomamos un café. Regresamos al hotel. El hombre de recepción dijo que Mike y su mujer acababan de subir a escondidas a su habitación.

Subimos y llamamos a la puerta. Yo estaba irritado y cansado. Whittaker nos franqueó el paso.

Era todo huesos y panza. Llevaba el cabello largo recogido en una cola de caballo, al estilo de los motoristas. No parecía asustado, sino débil, un chiflado que hubiera llegado a San Francisco para conseguir droga y hacerse viejo con la pensión de indigente.

La habitación medía tres metros por cuatro. El suelo estaba cubierto de frascos de píldoras y novelas policíacas. La mujer de Whittaker debía de pesar más de ciento veinte kilos. Estaba acostada en un camastro estrecho. La habitación apestaba. Vi bichos en el suelo y una hilera de hormigas junto al zócalo. Bill señaló los libros y comentó que quizás hubiese algún seguidor mío en aquella covacha.

Me eché a reír. Whittaker se estiró en la cama. El colchón se hundió hasta tocar el suelo.

No había sillas. No había baño. El lavabo apestaba como un urinario.

Bill y yo nos quedamos en la puerta. Una corriente de aire soplaba en el pasillo. Whittaker y su esposa se mostraron obsequiosos. Empezaron a justificar su vida y los frascos de píldoras que estaban a la vista. Los corté en seco. Quería ir al grano y escuchar la versión de Whittaker sobre lo sucedido aquella noche. Su declaración formal no tenía sentido. Me entraron deseos de arrojarme sobre él y estrujarle el cerebro.

Bill advirtió que estaba impacientándome, y me indicó con una seña que lo dejase hablar a él. Retrocedí y me quedé al otro lado del umbral. Bill miró a Whittaker como diciéndole: «No estoy aquí para juzgarte; no venimos a traerte problemas.» Whittaker y su mujer tragaron.

Bill habló. Whittaker habló. La mujer de éste calló y miró a Bill. Yo escuché y miré a Whittaker.

Repasó sus cuarenta y cuatro detenciones. Había cumplido pena de cárcel por todos y cada uno de los delitos relacionados con drogas del jodido código penal.

Bill lo llevó a junio del 58. Lo acompañó al Desert Inn la noche de autos. Whittaker dijo que acudió allí con «un hawaiano gordo que sabía kárate». El hawaiano gordo «sacudió a unos cuantos tipos». Todo era pura palabrería.

No recordaba a la Rubia ni al Hombre Moreno. No recordaba demasiado bien a la víctima. Aquella noche, más tarde, lo detuvieron por ebriedad. La policía lo interrogó la noche siguiente al asesinato y un par de días después. Ahora estaba con la metadona. La metadona le jodía la mente. Sólo había ido a aquel bar una vez. No había vuelto más. El lugar le daba mala suerte. En esa época tenía un colega llamado Spud, que conocía a unos hermanos de apellido Sullivan. Provenían de su mismo pueblo, McKeesport, Pennsylvania. Su propio hermano había muerto de cirrosis. Tenía dos hermanas llamadas Ruthie y Joanne…

Le indiqué a Bill con un gesto que ya estaba bien de aquello. Asintió y miró a Whittaker como diciéndole: «Bueno, vayamos más despacio.»

Whittaker interrumpió su perorata. Bill le dijo que debíamos darnos prisa o perderíamos el avión. Me señaló y dijo que era el hijo de la mujer fallecida. Whittaker soltó una serie de exclamaciones. Su esposa se mostró muy sorprendida. Yo olvidé un poco mi frialdad y les solté cien dólares. Era dinero de los dados.

Billy Farrington nos informó de que Dorothy Lawton no encontraba las libretas de notas de Jack. Dijo que se pondría en contacto con los hijos de éste y que vería si ellos las tenían.

Conseguí que incorporaran a mi línea telefónica normal otra de llamadas gratuitas. Cambié el mensaje del contestador. Ahora decía: «Si posee información sobre el asesinato de Geneva Hilliker Ellroy, ocurrido el 12 de junio de 1958, por favor deje su mensaje después de que suene la señal.» Tenía dos líneas de teléfono y un solo contestador. Todo el que llamaba recibía el mensaje que hacía referencia al asesinato.

Me llamó un productor del programa
Day One
. Dijo que había leído mi artículo en
GQ
. Habló con alguien de la revista y se enteró de que estaba llevando a cabo una investigación. Quería filmar un reportaje al respecto. Aparecería en televisión, por cadena nacional, en hora de máxima audiencia.

Acepté. Le pregunté si podría aparecer nuestro número para dejar información. Respondió que sí.

Empecé a sentirme un poco incómodo. La pelirroja estaba haciéndose conocida a una escala enorme. Ella, que vivía en una intimidad compartimentada y rehuía todas las demostraciones públicas. Pero la publicidad era nuestro camino más directo hacia la Rubia. Así era como justificaba ante mí mismo la exhibición pública a que la sometía.

Bill y yo pasamos cuatro días con el periodista de
L.A. Weekly
y una semana con el equipo de
Day One
. Los llevamos al instituto Arroyo y al restaurante Valenzuela's y a la vieja casa de piedra de Maple. Comimos un montón de mala comida mexicana. Los tipos del Valenzuela's se preguntaban quién diablos éramos y qué hacíamos con aquellos cámaras, aquel viejo expediente y todas aquellas fotos morbosas en blanco y negro. Allí nadie hablaba inglés. Nosotros no hablábamos español. Les dejamos una propina extraordinaria y convertimos Valenzuela's en nuestro cuartel general en El Monte. Bill y yo llamábamos al local «el Desert Inn». Era el nombre que mejor le cuadraba. Empecé a amar aquel lugar. La primera visita nocturna me asustó. Las posteriores suavizaron y endulzaron esa impresión. Mi madre había bailado allí. Ahora era yo quien bailaba con ella. Y el baile tenía mucho que ver con la reconciliación.

Encontramos al propietario de mi antigua casa. Se llamaba Geno Guevara. En el 77 se la había comprado a un predicador. Hacía tiempo que los Krycki ya no vivían allí.

Geno estuvo encantado con la gente de los medios de comunicación. Los dejaba deambular por su jardín y tomar fotos. Entré un rato en la casa. El interior estaba cambiado y agrandado. Cerré los ojos y eliminé las reformas. Entré en mi dormitorio y en el de mi madre tal como estaban entonces. Noté su presencia. La olí. Olí a bourbon Early Times. El baño seguía intacto desde 1958. La vi desnuda. La vi pasarse una toalla entre las piernas.

Arroyo se convirtió en un plató. El equipo de
Day One
hizo unas tomas de Bill y mías allí. El fotógrafo de
L.A. Weekly
sacó sus propias fotos de la escena del crimen. Los chicos del instituto se arremolinaron alrededor de nosotros. Querían conocer toda la historia. Se echaban a reír e intentaban colocarse delante de la cámara. En el curso de dos semanas estuvimos en Arroyo cinco o seis veces. Las visitas me parecían violaciones y vulgarizaciones. No quería que aquel sitio perdiera su poder. No quería convertir King's Row en una calle de público acceso y en una parada cotidiana en el camino publicitario de mi vida.

El Monte estaba convirtiéndose en un lugar benignamente familiar. La metamorfosis resultaba predecible y, a la vez, perturbadora. Yo deseaba que continuara siendo una elipsis, que se escondiera de mí y me mostrara cómo se ocultaba. Quería recuperar mi viejo miedo y aprender de él, atascarme en los escasos kilómetros cuadrados de El Monte. Quería desarrollar un instinto de cazador de hombres a partir de ese aislamiento.

Bill y yo terminamos nuestro primer encuentro con la prensa. Dimos con Peter Tubiolo, con Roy Dunn y con Jana, la hija de Ellis Outlaw. Ellos nos remontaron a El Monte en 1958.

Tubiolo tenía ya setenta y dos años, exactamente el doble que en aquel entonces. Se acordaba de mí. Recordaba a mi madre. Seguía siendo robusto y de trato amistoso. En una rueda de identificación lo habría identificado entre cincuenta tipos. Había envejecido de forma absolutamente reconocible.

Estuvo cálido, gracioso incluso. Dijo que nunca había salido con mi madre y que jamás se explicó de dónde había sacado esa idea la policía.

La había sacado de mí, y no cabía la menor duda. Yo lo vi recoger a mi madre en su Nashville azul y blanco. Mencioné el coche y Tubiolo dijo que le encantaba el viejo Nash. Pero no puse en duda lo que decía acerca de mi madre. En aquella época la policía lo soltó de toda sospecha. Su aspecto y su aire de sinceridad lo exoneraban ahora. Había enviudado y no tenía hijos. Se lo veía feliz y próspero. Había dejado la escuela Ann LeGore en el 59 y con los años se había convertido en un alto cargo de la administración en el condado de Los Ángeles. Llevaba una vida apacible y probablemente le quedasen todavía algunos años buenos.

Declaró que nunca había estado en el Desert Inn ni en el Stan's Drive-In. Dijo que yo era un chico muy excitable y sensible. Contó que por esa época los chicos mexicanos de Medina Court tenían un truco: se quitaban los zapatos y acudían a la escuela descalzos. En la escuela los obligaban a ir calzados. Era una regla estricta. Tubiolo no paraba de enviar a casa a aquellos chicos sin zapatos. Mis amigos Reyes y Danny emplearon aquel truco. Yo me fumé un porro de marihuana con ellos. Era una delicia. Fui a ver
Los diez mandamientos
con ellos. Me pasé el rato riéndome de todo aquel jaleo sagrado. Reyes y Danny, que eran católicos, me hacían callar. Mi madre detestaba a los católicos. Decía que recibían órdenes de Roma. El Hombre Moreno era un hombre caucásico de rasgos mediterráneos. Probablemente fuese católico. Todos mis circuitos mentales volvieron a esa noche.

Roy Dunn y Jana Outlaw nos devolvieron al Desert Inn.

Los entrevistamos en su casa. Dunn vivía en Duarte; Jana Outlaw, en El Monte. Ambos residían en el valle de San Gabriel.

Dunn recordaba el asesinato; Jana, no. Por entonces, ella tenía nueve años. Dunn solía tomar copas con Harry Andre. Harry frecuentaba el Playroom Bar. Dunn trabajaba en el Playroom y en el Desert Inn. Ellis Outlaw pagaba buenos sueldos. Ellis se asfixió con un pedazo de comida en 1969. Ya estaba medio muerto de tanto beber. Myrtle Mawby también había fallecido, como la esposa de Ellis. El Desert Inn había disfrutado de una década dorada. El local subió como un cohete. Allí tocó Spade Cooley, años antes de que matara a su esposa de una paliza. Ellis introdujo los números artísticos con artistas de color. Joe Liggins y un grupo que era una copia exacta de los Ink Spots cantaron en el Desert Inn. El local era una tapadera. Ellis levantaba apuestas ilegales, organizaba partidas de cartas y servía alcohol fuera de horario. Las putas trabajaban el bar. La comida era buena. Ellis daba de comer a los policías de El Monte con un descuento considerable. Luego, vendió el Desert Inn a un tipo llamado Doug Schoenberger. Doug le cambió el nombre por el de The Place y dejó florecer el juego, la prostitución y las apuestas. Doug estaba conchabado con un ex policía de El Monte llamado Keith Tedrow. Keith vio la escena del crimen de Jean Ellroy y difundió un rumor absurdo acerca del cuerpo de ésta. Dijo que el asesino le había arrancado un pezón de un mordisco. Keith se dio de baja en el Departamento de Policía de El Monte e ingresó en el de Baldwin Park. Murió asesinado en el 71. Había aparcado el coche, una mujer se acercó a él y le pegó un tiro. Luego alegó locura transitoria y se libró de la cárcel. Al parecer, Keith intentaba extorsionarla. Doug Schoenberger vendió The Place y se trasladó a Arizona. Murió asesinado a mediados de los 80. El crimen quedó sin resolver. El principal sospechoso era el propio hijo de Doug.

Roy y Jana conocían el Desert Inn. No opinaban bien del lugar y apenas tenían información de interés.

Nosotros necesitábamos nombres.

Necesitábamos nombres de antiguos asiduos del Desert Inn y de los locales de copas del valle de San Gabriel. Teníamos que descubrir con qué personas se relacionaban en 1958. Teníamos que establecer un abanico de amistades y conocidos. Teníamos que descubrir nombres que encajaran con las características físicas de la Rubia y del Hombre Moreno. Teníamos que crear un círculo concéntrico de nombres cada vez más amplio. Teníamos que encontrar dos nombres en un lugar inmenso y en un tiempo lejano.

Roy y Jana nos dieron tres:

Una antigua camarera del Desert Inn, que ahora trabajaba en un Moose Lodge de la localidad. Una antigua camarera del Stan's Drive-In. Una antigua encargada de barra del Desert Inn.

Encontramos a las dos primeras. No sabían nada del caso Jean Ellroy ni pudieron aportar nombre alguno. Roy y Jana se habían confundido de tiempo y de gente. La camarera trabajaba en el Simon's Drive-In. La otra no había trabajado en el Desert Inn, sino en The Place. La clientela en éste era mucho más joven.

Bill y yo hablamos del Desert Inn. Lo situamos en el contexto de finales de junio de 1958.

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