Mis rincones oscuros (20 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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Mis compañeros reclutas seguirían una instrucción especial y lo más probable era que después los enviasen a Vietnam. Esquivé sus balas con el aplomo de un actor del Método. Pasé el último mes en Fort Polk engullendo novelas policíacas. Seguí tartamudeando y vagando por el dormitorio de la Compañía A. Engañé a todo el Ejército de Estados Unidos.

Volé de nuevo a Los Ángeles y fui directamente a mi antiguo barrio. Encontré un apartamento de una sola habitación en el cruce de Beverly con Wilton. El Ejército me había mandado de regreso a casa con quinientos dólares. Falsifiqué la firma de mi padre en sus tres últimos cheques de la Seguridad Social y los cambié en una tienda de licores. Mi cuenta bancaria engordó hasta alcanzar los mil dólares.

Mi tía Leoda prometió enviarme cien dólares cada mes. Me advirtió de que el dinero del seguro no iba a durarme siempre. Me inscribió para que obtuviera las ayudas de la Seguridad Social y de la Asociación de Veteranos, una especie de pensión mínima de orfandad que terminaría cuando cumpliese dieciocho años. Insistió en que volviera a la escuela. Los chicos que estudiaban con plena dedicación seguían cobrando la pasta hasta los veintiún años.

También me dijo que se alegraba de que mi padre hubiese muerto. Seguramente la ayudaba a mitigar la pena que sentía por mi madre.

La escuela era para pelotilleros y espásticos. Mi lema era «Vive libre o muere».

Minna había acabado en la perrera. Mi antiguo apartamento estaba cerrado a cal y canto. El propietario se había quedado las pertenencias de mi padre a cambio de los alquileres atrasados. Mi nuevo cubil era una maravilla. Tenía cuarto de baño, una pequeña cocina americana y una sala de tres metros y medio por uno y medio, con una cama empotrada. Llené las paredes con pegatinas derechistas y con varios desplegables de las
playmate
del mes.

Durante una semana salí de casa con el uniforme. Pisé la tumba de mi padre y alardeé con mi traje verde del Ejército cubierto de insignias inmerecidas. Me hice con un nuevo vestuario de Silverwoods y Desmond. Era puro estilo Hancock Park: camisas de algodón, jerséis de cuello redondo y pantalones de hilo.

Los Ángeles estaba resplandeciente y hermoso. Sabía que justo allí, en mi ciudad natal, perseguía cierto destino jodido y cambiante.

Fui tirando con el dinero que tenía en el banco y empecé a buscar trabajo. Encontré uno que consistía en repartir propaganda por la calle, pero lo dejé, muerto de aburrimiento, al cabo de una semana. Luego estuve limpiando mesas en la parrilla Sizzler, una de las más conocidas de Los Ángeles, pero me despidieron porque se me caían los platos a montones. Después encontré trabajo en la cocina de un Kentucky Fried Chicken, de donde me largaron por hurgarme la nariz delante de los clientes.

Tuve tres empleos diferentes en dos semanas. Resté importancia a mis fracasos y decidí pasar el verano sin trabajar.

Lloyd, Fritz y Daryl me redescubrieron. Yo tenía piso propio, lo cual me convertía en un lacayo viable.

Permitieron que entrase de nuevo en su pandilla, que se convirtió en quinteto con la aparición de un chico brillante llamado George. Fritz y George iban a ingresar respectivamente en la USC y en la Cal-Tech. A Lloyd y a Daryl les quedaba por delante otro año de instituto.

La pandilla se reunía en mi casa y en la de George. El padre de George, que se llamaba Rudy, era guardia jurado en las autopistas y un reconocido líder derechista. Se emborrachaba cada noche e insultaba a los liberales y a Martin Luther King, «ese mamón». Le encantaba lo de los «pasajes de barco para África» y desde el principio demostró un interés paternal por mí.

Tener amigos era estupendo. Dilapidé los mil dólares invitándolos a parrilladas y al cine. Nos desplazábamos con el Fairlane del 64 de Fritz. Los paseos en bicicleta eran agua pasada.

Robaba casi todo lo que comía. Mi dieta se componía de filetes y chuletas que mangaba en los supermercados de las cercanías. A principios de agosto dos dependientes me saltaron encima cuando salía del Liquor & Food Mart. Me inmovilizaron contra el suelo, me sacaron un filete de los pantalones y llamaron a la pasma.

Llegó la policía. Dos agentes me llevaron a la comisaría de Hollywood, me acusaron de hurto en tiendas y me pasaron a un tribunal de menores. El tipo quería ponerse en contacto con mis padres. Le dije que estaban muertos. Me soltó que a los menores de dieciocho años no les estaba permitido vivir solos.

Un poli me llevó a la prisión de menores de Georgia Street. Llamé a Randy y le dije dónde estaba. El poli tramitó los papeles de mi arresto y me metió en un dormitorio lleno de chicos con antecedentes muy duros.

Yo estaba asustado. Era el mayor del dormitorio y, sin duda, el más indefenso. Me faltaban seis meses para la mayoría de edad. Hablaban el argot de los gángsters, se reían de mí y me ridiculizaban porque no sabía ese lenguaje. Llegué a imaginar que me quedaría allí para siempre.

Pero los chicos negros y mexicanos se enrollaron bien conmigo. Quisieron saber cuál era mi «marrón» y mis respuestas les parecieron divertidas.

Estuve tranquilo hasta que se apagaron las luces. La oscuridad disparó mi imaginación. Me vi envuelto en una sarta de horrores carcelarios y lloré hasta que el sueño me venció.

Rudy me sacó al día siguiente. De algún modo se las ingenió para conseguir que me pusiesen en libertad bajo fianza de seis meses y me concedieran el estatus de «menor emancipado». Podía vivir solo, y Rudy sería mi guardián informal.

Fue un pacto magnífico. Yo necesitaba salir de la cárcel y Rudy necesitaba público para sus peroratas. Lloyd, Fritz y Daryl lo escuchaban a desgana. Yo me tragaba sus palabras de mierda.

Rudy era amigo de un grupo de polis chiflados, militantes de extrema derecha, que distribuían copias mimeografiadas del
Salmo XXIII de los negros
y el
Manual del gorroneo, por Martin Luther King, el Mamón
. Rudy y yo lo repartimos durante varias noches consecutivas. Nos interrumpieron los disturbios de Watts.

Los Ángeles ardía. Deseé matar a los amotinados y reducir aquella ciudad a cenizas. El motín me excitaba. Aquello sí que era delincuencia a lo grande, a escala extrapolable, incluso.

Rudy fue convocado para que cumpliese con su deber. Lloyd, Fritz y yo recorrimos los límites de la zona amotinada. Llevábamos pistolas de pequeño calibre. Proferimos burlas racistas y nos internamos hacia el sur hasta que la poli nos obligó a volver a casa.

A la noche siguiente lo hicimos de nuevo. La historia en directo era algo estupendo. Contemplamos los disturbios desde los telescopios de Griffith Park y vimos zonas de Los Ángeles en llamas. Nos acercamos al valle, donde unos cuantos blancos palurdos y pobres quemaban una cruz en un solar sembrado de árboles de Navidad.

El motín se apagó. Volvió a estallar en mi mente y dominó mis pensamientos durante semanas.

Me montaba historias desde diversas perspectivas. A veces era un amotinado y a veces un poli antidisturbios. Viví vidas que la historia había jodido. Difundí empatía en torno a mí. Distribuí protección moral de manera equitativa. Nunca analicé la causa del motín ni profeticé sus ramificaciones. Mi actitud pública consistía en «joder a los negros». Mis fantasías literarias concurrentes subrayaban la culpa de los polis blancos.

Nunca me planteé la contradicción que esto suponía. Ignoraba que contar historias era mi única voz verdadera.

La narrativa era mi lenguaje moral. En el verano de 1965 aún no lo sabía.

A Rudy le tenía sin cuidado lo que yo hiciera. El funcionario que controlaba mi libertad condicional se despreocupaba de mí. Continué robando y eludiendo el trabajo.

Deseaba tener tiempo libre. Tiempo libre significaba tiempo para soñar y cultivar mi percepción de un destino importante. Tiempo libre significaba tiempo para ser presa del impulso.

Era un caluroso día de mediados de septiembre. Me entraron ganas de emborracharme.

Caminé hasta el Liquor & Food Mat y robé una botella de champán. Me la llevé al parque Robert Burns, la descorché y me la bebí entera.

Me puse en éxtasis. Estaba hiperefusivo. Me encontré con un grupo de chicas de Hancock Park y les conté disparatadas mentiras. Perdí el conocimiento y desperté en mi cama, cubierto de vómito.

Sabía que había descubierto algo.

El descubrimiento me intrigaba. Empecé a robar botellas de licor y a experimentar con el alcohol.

Los cócteles de Heublien estaban buenos. Bebía manhattans dulces y whiskis sour, ácidos y poderosos. La cerveza me apagaba la sed pero no podía compararse con un buen trago de licor. El whisky sin agua era demasiado fuerte, me hacía arder el esófago y tras él venían los eructos de bilis. Evitaba el bourbon, tanto solo como combinado con otra bebida. Me recordaba a la pelirroja.

El vodka con zumo de frutas estaba de muerte. Conseguías salir rápido por la puerta con un mínimo de acción vomitiva. La ginebra, el brandy y los licores provocaban náuseas secas.

Bebía para estimularme. El alcohol me mandaba a la estratosfera, aumentaba mis dones narrativos, confería una dimensión física a mis pensamientos.

El alcohol me inducía a hablar conmigo mismo, me permitía expresar mis fantasías en voz alta, me hacía afrontar ofensas de mujeres imaginarias.

El alcohol alteró mi mundo de fantasía pero no cambió su esencia básica. El delito seguía siendo mi obsesión dominante.

Tenía una enorme reserva de delitos para embellecer.

El motín de Watts era reciente y aún quemaba. El caso de Ma Duncan era una ingeniosa película antigua. Mi fantasía llevó a Ma a la cámara de gas cientos de veces.

Doc Finch y Carole Tregoff se pudrían entre rejas. Salvé a Carol de las tortilleras de la cárcel y la convertí en mi mujer. Me metí en Chinatown y me cargué a Spade Cooley. Ella Mae fue finalmente vengada. Cometí los asesinatos de Stephen Nash y allané casas con Donald Keith Bashor.

El alcohol me proporcionaba una verosimilitud prístina. Los detalles saltaban en la sartén de mi cerebro con colores nuevos y vívidos. Los giros narrativos surgían de manera inesperada.

El alcohol me daba delitos hiperbolizados y los volvía más sutiles. Me dio la Dalia Negra con una perspectiva histórica más amplia.

Bebía solo y durante horas daba rienda suelta a mis fantasías criminales y de delitos sexuales. Una vez bebí con Lloyd y conseguí que se enganchara a la Dalia. Hablamos largo y tendido sobre el caso. Mis ocasionales pesadillas sobre ella cesaron de repente.

Robaba casi todo el licor que consumía y encontré un adulto que me lo compraba legalmente. Se trataba de un negro borracho que vivía debajo de una autopista. Se hacía llamar Flame-O; según él, la pasma le había puesto ese mote porque cuando estaba borracho le daba por prenderse fuego.

Flame-O compraba botellas para mí. Yo le pagaba con unos cuantos vasos de vino barato. Me aseguró que yo también me engancharía al alcohol. No le creí.

Lloyd y Fritz me reintrodujeron en la hierba. Fumé brutalmente. La marihuana añadía un punto surreal a mis fantasías y hacía que la comida fuese un verdadero placer sensual. Sabía que no iba a convertirme en un yonqui. En 1958 aquello no era más que una ilusión.

Pasó 1965. Fue un año de lo más hijo de puta.

Rudy me dio puertas. Se le metió en la cabeza que yo era un inútil y un derechista de pega. En marzo del 66 cumplí dieciocho años. A efectos legales ya era una persona adulta.

Y un ladronzuelo sin empleo a punto de perder el subsidio de orfandad.

Saqué a Minna de la perrera y me la llevé a casa. Enseguida empezó a cagarse por todas partes. Sopesé mi futuro. Llegué a la conclusión de que con mi pensión de superviviente no conseguiría salir adelante.

Para que la paga continuase llegando, tuve que volver a la escuela. Lloyd iba a un horrible instituto cristiano. Tenía que pagar cincuenta dólares al mes. Mi pensión era de ciento treinta dólares. Podía asistir a unas cuantas clases y obtener un beneficio neto de ochenta billetes al mes.

Lloyd y yo discutimos acerca del asunto. Me dijo que tendría que mostrar un interés por Jesús que resultara convincente. Memoricé algunos versículos de la Biblia y fui a ver al director de la Culter Christian Academy.

Monté un buen número. Con un estilo convenientemente histriónico, y sin dejar de tartamudear, declaré mi mera fe. Creía en todas y cada una de mis palabras, mientras las pronunciaba. Mi alma semejaba un camaleón.

Me matriculé en la Culter Academy. El lugar estaba lleno de psicópatas renacidos y drogadictos revoltosos. Asistí a las clases habituales y a los grupos de estudio de la Biblia. Era una comida de coco de principio a fin. Supe que no podría tragarme esa mierda cinco días por semana.

Iba a la escuela esporádicamente. El personal de la Culter me dio algo de cuerda; al fin y al cabo yo era un joven cristiano atormentado pero sincero. Pagué dos meses y dejé de asistir a clase por completo. Mi breve conversión me costó doscientos sesenta dólares.

La paga que recibía del Gobierno cesó. Mis ingresos descendieron a un billete de cien dólares cada mes. El alquiler me costaba sesenta. Podía estirar los cuarenta restantes si robaba toda la comida y el alcohol y gorreaba la droga a mis amigos.

Eso fue lo que hice. Extendí mi radio de acción hacia el norte y el oeste, e incluí en mis saqueos nuevos supermercados y tiendas de licores. Estaba en los huesos. Me metía filetes y botellas en el pantalón sin marcar bultos ostentosos. Llevaba una camisa larga por fuera. Compraba pequeños artículos para justificar mi presencia en las tiendas.

Era un profesional.

Lloyd, Fritz y Daryl conseguían droga. Yo no. Vivía en un piso sin adultos y la pasma podía entrar derribando la puerta de una patada. Ellos me daban hierba y pastillas.

El Seconal y el Nembutal no me gustaban; me ponían tonto y casi catatónico. El LSD estaba bien, pero el consiguiente mensaje trascendental me dejaba frío. Lloyd y Fritz tomaban ácido y se iban a ver películas de acción como
Espartaco
y
La historia más grande jamás contada
. Yo los acompañaba en ocasiones, pero me marchaba del cine en mitad de la película. Sandalias y resurrección… Aburrimiento asegurado. Me sentaba en el vestíbulo y alucinaba con las vendedoras de golosinas.

Fritz conocía algunos médicos comprensivos que recetaban anfetaminas. Las pastillas lo ayudaban a concentrarse durante largas sesiones de estudio —en la USC eran muy exigentes—, pero lo ponían irritable.

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