Ed Wagner era gordo y terco. Él llevaba las judías a casa. Tía Leoda era una
hausfrau
de Wisconsin, lenta de reflejos y con una gran memoria para los agravios. No se apreció el menor odio entre Ellroy y los Wagner. Ed y Leoda convirtieron mi estado emocional de calma en uno de conmoción. Mantuve la boca cerrada y dejé que hablaran los adultos.
Los cuatro fuimos a El Monte. Nos detuvimos delante de la casa y entramos en ella por última vez. Abracé y besé a mi perra, que me lamió la cara y me meó encima. Mi padre se burló de los Krycki, a quienes consideraba unos imbéciles. Ed y Leoda recogieron los papeles y recuerdos personales de mi madre. Mi padre metió la ropa y los libros en unas bolsas de papel marrón.
Cuando salíamos de la ciudad, nos detuvimos en el Jay's Market. Una cajera montó un revuelo cuando me vio. Me reconoció como el hijo de la enfermera muerta. Pocas semanas antes, mi madre había reñido conmigo en aquel mercado. Comenzó a darme la tabarra con mis pobres progresos escolares. Quiso enseñarme el destino que me esperaba si no cambiaba. Me llevó fuera del mercado y me arrastró hasta Medina Court, el corazón del barrio de emigrantes pobres de El Monte.
Unos mexicanos caminaban por la calle con ese andar deslizante que yo tanto admiraba. No había casas; sólo chabolas. A la mitad de los coches les faltaban los ejes y las ruedas.
Mi madre señaló detalles escabrosos. Quería que viera dónde me conduciría mi desidia. No tomé en serio sus advertencias. Sabía que mi padre jamás permitiría que me convirtiese en un espalda mojada.
No asistí al funeral. Los Wagner regresaron a Wisconsin.
Mi padre tomó posesión del Buick y se lo vendió a un tipo del barrio. Se las ingenió para embolsarse el pago anticipado de mi madre. Tía Leoda se convirtió en albacea testamentaria de mi madre y se hizo con una abultada póliza de seguros.
Una cláusula de doble indemnización aumentaba ésta a veinte mil dólares. Yo era el único beneficiario. Leoda me dijo que tenía depositado el dinero en un fondo para cuando fuese a la universidad, pero que podía sacar pequeñas cantidades para emergencias.
Me dispuse a disfrutar de mis vacaciones estivales.
Los policías vinieron varias veces. Me preguntaron por los novios de mi madre y si se relacionaba con otros hombres. Les conté todo lo que sabía.
Mi padre guardó algunos recortes de prensa sobre el caso. Me contó los detalles principales y me animó a no pensar en el asesinato en sí. Sabía que yo tenía una imaginación muy vívida.
Quise conocer los detalles. Leí los recortes de prensa. Vi una foto mía en el banco de trabajo del señor Krycki. Presté atención a la teoría de la Rubia y el Hombre Moreno. Tuve la nefasta sensación de que todo aquello tenía que ver con el sexo.
Mi padre descubrió que había estado revolviendo los recortes de prensa. Me explicó su teoría favorita: que mi madre se lo montaba a tres con la Rubia y el Hombre Moreno. Aquello formaba parte de un acertijo más amplio: ¿por qué había huido a El Monte?
Quise respuestas, pero no a costa de la presencia continua de mi madre. Dirigí mi curiosidad a novelas policíacas para niños.
Di por casualidad con las series de los Hardy Boys y de Ken Holt. En la librería Chevalier vendían cada ejemplar a un dólar. Los detectives adolescentes resolvían crímenes y se hacían amigos de las víctimas de los delitos. Las muertes eran limpias y sólo se aludía a ellas. Los jóvenes investigadores procedían de familias ricas e iban en coches trucados, motocicletas y lanchas a motor. Los delitos sucedían en elegantes localidades de vacaciones. Siempre había un final feliz. Las víctimas de asesinato estaban muertas pero se sobreentendía que tenían reservado un rincón en el cielo.
Era una fórmula literaria acordada con anterioridad directamente para mí. Me permitía recordar y olvidar en igual medida. Devoraba aquellos libros con avidez y tenía la bendita fortuna de no captar la dinámica interna que los hacía tan seductores.
Mis únicos amigos eran los Hardy Boys y Ken Holt. Sus reflexiones eran mis reflexiones. Resolvíamos misterios desconcertantes, pero nadie resultaba demasiado malparado.
Mi padre me compraba dos libros cada sábado. Yo los leía en' seguida y pasaba el resto de la semana padeciendo por la abstinencia forzosa. Mi padre mantuvo el límite en dos a la semana, de modo que para llenar los huecos entre compra y compra empecé a robarlos.
Era un ladronzuelo astuto. Llevaba la camisa por fuera de los pantalones y escondía los libros bajo el cinturón. Los tipos de Chevalier debían de pensar que era un ratón de biblioteca. Mi padre nunca hablaba del tamaño de mi librería.
El verano del 58 pasó deprisa. Rara vez pensaba en mi madre. Su presencia quedaba compartimentada y definida por la indiferencia que mostraba mi padre a su recuerdo. El Monte era un
non sequitur
aberrante. Ella se había ido.
Cada libro que leía era un retorcido homenaje a ella. Cada misterio resuelto era mi amor por ella en elipsis.
Entonces no lo sabía. Dudo que mi padre lo supiera. Él urdía cómo pasar el verano con su demonio pelirrojo enterrado.
Compró diez mil almohadillas procedentes de excedentes japoneses a diez centavos cada una. Eran almohadillas hinchables para sentarse en eventos deportivos. Estaba seguro de que podría vendérselas a los Rams y a los Dodgers. El primer negocio lo sacaría de pobre, luego, mediante un pedido en firme, conseguiría que los japoneses enviaran más almohadillas. De allí en adelante los beneficios se dispararían.
Los Rams y los Dodgers mandaron a paseo a mi padre. Él era demasiado orgulloso como para pregonar las almohadillas en la puerta del estadio, de modo que nuestros estantes y armarios estaban repletos de almohadillas de plástico. De haberlas hinchado todas, medio condado habría salido flotando hasta el mar. Mi padre abandonó la aventura de las almohadillas y volvió al trabajo en las farmacias. Hacía largas jornadas: desde mediodía hasta las dos o las tres de la madrugada. Mientras estaba fuera, me dejaba solo.
Nuestro piso no tenía aire acondicionado, lo cual resultaba agobiante en verano. Empezaba a oler mal; Minna desafiaba la prohibición de entrar y orinaba y defecaba por todas partes. Al atardecer, el piso se refrescaba y el olor se disipaba. Me encantaba estar solo en el apartamento después de anochecer.
Leía y pasaba el dial del televisor en busca de programas de sucesos. Repasaba las revistas de mi padre. Estaba suscrito a
Swank
,
Nugget
y
Cavalier
, todas ellas llenas de fotos atrevidas y dibujos subidos de tono que me daban vueltas en la cabeza.
Contemplé sus medallas de la Primera Guerra Mundial, miniaturas encerradas en cristal. El conjunto lo convertía en un gran héroe. Había nacido en 1898 y cuando nací yo le faltaban tres meses para cumplir cincuenta años. No dejaba de preguntarme cuánto tiempo le quedaría por delante.
Me gustaba cocinar para mí. Mi plato favorito eran los perritos calientes asados en un quemador de serpentín. Estaban muchísimo mejor que los espaguetis de lata que me daba mi madre.
Siempre miraba la tele con las luces apagadas. Me quedé enganchado del programa de entrevistas de Tom Duggan en el canal 13 y lo veía cada noche. Duggan era una mezcla de intelectual y derechista obcecado. Maltrataba de palabra a sus invitados y hablaba constantemente del alcohol. Se definía a sí mismo como misántropo y vicioso. Aquel hombre hacía vibrar una cuerda en lo más profundo de mi ser.
Su programa terminaba alrededor de la una de la madrugada. Mis rituales de aquel verano del 58 se volvieron atemorizadores. Normalmente, estaba demasiado agitado como para conciliar el sueño. Empecé a imaginar que mi padre moría en un accidente de tráfico o que lo mataban. Lo esperaba en la cocina y contaba los coches que pasaban por Beverly Boulevard. Mantenía todas las luces apagadas para demostrar que no tenía miedo.
El siempre volvía. Nunca me dijo que esperar sentado en la oscuridad fuera algo extraño.
Vivíamos en la pobreza. No teníamos coche y dependíamos del sistema de transporte público de Los Ángeles. Nuestra dieta se basaba en grasas, azúcares y féculas. Mi padre no probaba el alcohol, pero lo compensaba fumando tres paquetes de Lucky Strike al día. Compartíamos un dormitorio con nuestra hedionda perra.
Nada de ello me molestaba. Estaba bien alimentado y tenía un padre que me quería. Los libros me proporcionaban estímulo y un diálogo sublimado sobre la muerte de mi madre. Yo poseía una capacidad serena y tenaz para explotar mis recursos.
Mi padre me dejaba recorrer el barrio a mi aire. Yo lo exploraba y dejaba que alimentase mi imaginación.
Nuestro edificio de apartamentos estaba en Beverly Boulevard e Irving Place, en el límite de Hollywood y Hancock Park: un significativo cruce de estilos. Hacia el norte se extendían las casitas de estuco y los edificios de apartamentos de varios pisos. Se acababan en Melrose Avenue y en los aparcamientos de los estudios Paramount y Desilu. Las calles eran estrechas y se cruzaban formando una especie de parrilla. Dominaban las fachadas de estilo español.
De Beverly a Melrose. De Western Avenue a Rossmore Boulevard. Cinco travesías de norte a sur y diecisiete de este a oeste. De estudios de cine a casas modestas, de una hilera de tiendas y bares al Wiltshire Country Club. La mitad de mi territorio de exploración; casi la mitad de la extensión de El Monte. En el extremo oriental había casas de marcos de madera y bloques chillones de nuevos apartamentos. El extremo occidental era una Costa Dorada en mitad de Los Ángeles. Me encantaban las fortalezas estilo Tudor de muchos pisos con conserje y amplios portalones de entrada. El hotel Algiers se alzaba en Rossmore y Rosewood. Mi padre decía que el edificio era «un picadero glorificado». Los botones se encargaban de una serie de prostitutas de buen ver.
El flanco septentrional de mis exploraciones era topográficamente diverso. Me gustaba observar la vista que descendía de oeste a este. Algunos bloques estaban cuidados con esmero, otros se veían sucios y desatendidos. Me gustaba mucho la pista de patinaje del Polar Palace, en Van Ness y Clinton. Me gustaban los apartamentos El Royale, porque el nombre sonaba parecido a Ellroy. El Algiers era emocionante. Todas las mujeres que entraban o salían de allí eran posibles prostitutas.
Me gustaba recorrer aquel flanco norte. A veces me asustaba: lo chicos montados en sus bicicletas pasaban rozándome o me dirigían gestos insultantes. Cada pequeña confrontación me impulsaba durante varios días a ir hacia el sur.
Los límites de mis andanzas por el sur se extendían desde Western a Rossmore y de Beverly a Wilshire Boulevard. El extremo oriental tenía un defecto: la biblioteca pública de Council y St. Andrews. Aquél era territorio que no merecía la pena recorrer.
En cambio, me encantaba deambular hacia el sur y el sudoeste, por las calles Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, por Wilshire, Irving, Windsor, Lorraine, Plymouth, Beachwood, Larchmont, Lucerne, Arden, Rossmore.
Hancock Park.
Grandes carones estilo Tudor y
châteaux
franceses. Mansiones españolas. Grandes extensiones de césped ante las casas, emparrados, aceras sembradas de árboles y un aire de que el tiempo se ha detenido. Orden y riqueza perfectamente circunscritas a unas cuantas calles de mi casa incrustada de mierda.
Hancock Park me hipnotizaba. El paisaje me tenía sencillamente hechizado.
Merodeé por Hancock Park. Lo recorrí y rondé, paseé y deambulé por él. Tres o cuatro veces al día le ponía el collar a Minna y dejaba que me llevase por Irwing hasta Wilshire. Yo recorría al acecho las tiendas de Larchmont Boulevard y me llevaba libros de Chevalier.
Me enamoraba fugazmente de casas y de muchachas apenas vislumbradas tras una ventana. Construí elaboradas fantasías sobre Hancock Park. Mi padre y yo irrumpíamos en el parque y lo convertíamos en nuestro reino privado.
No ambicionaba Hancock Park por ningún sentimiento de agravio. Poseía aquel lugar con la imaginación. Era suficiente, por el momento.
El verano del 58 terminó y empecé sexto grado en la escuela primaria de Van Ness Avenue. Mis salidas para explorar se vieron drásticamente restringidas.
La escuela de Van Ness Avenue era decorosa; en ella nadie me ofreció marihuana. Mi maestra me consentía un poco. Probablemente supiese que mi madre había sido víctima de un asesinato.
Estaba haciéndome un grandullón de verdad. Tenía una lengua terrible y soltaba obscenidades en el patio de la escuela. La expresión favorita de mi padre era: «Que te jodan, Fritz.» Su epíteto más expresivo, «soplapollas». Yo imitaba su modo de hablar y me complacía ver el efecto que producía en los demás.
También estaba refinando mi representación del Desquiciado, lo cual me mantenía en una penosa soledad y encerrado en mi propia cabecita.
Mis gustos como lector se iban haciendo cada vez más refinados. Había pasado por todos los libros de los Hardy Boys y de Ken Holt y estaba harto de tramas complacientes y finales simples. Quería más violencia y más sexo. Mi padre me recomendó a Mickey Spillane.
Robé algunos libros de bolsillo de Spillane, los leí y quedé deslumbrado y asustado. No creo que me enterase por completo del argumento, pero sé que eso no impidió que disfrutase con ellos. Me encantaron los tiroteos, las escenas de sexo y el fervor anticomunista de Mike Hammer. El conjunto era justo lo bastante hiperbólico como para evitar que sintiese demasiado miedo. No era explícito y aterrador en el sentido extremo que lo eran mi madre y la Rubia y el Hombre Moreno.
Mi padre me permitía cada vez más libertad. Me dijo que podía ir al cine solo y sacar a Minna a dar el último paseo del día. Por la noche Hancock Park era un mundo muy distinto.
La oscuridad hacía retroceder los colores y las farolas de las esquinas despedían un agradable fulgor. Las casas se convertían en telones de fondo para las luces de las ventanas.
Desde las sombras del exterior, miré el interior de las casas. Vi cortinajes, paredes desnudas, destellos de color y siluetas pasar por delante de ellas. Vi chicas con uniformes de escuelas privadas. Vi algunos hermosos árboles de Navidad.
Estos paseos de última hora eran inquietantes y seductores. La oscuridad reforzaba mi sentido de propiedad del lugar y disparaba mi imaginación. Empecé a acechar patios traseros y a asomarme a las ventanas posteriores.