Mi padre volvió a sus trabajos esporádicos para farmacias. Acababa de cumplir sesenta y cinco. Tomaba Alka-Seltzer para las úlceras al mismo ritmo que mi madre engullía bourbon. Casi todo el año 62 estuvimos sin un centavo.
Conseguí que la tía Leoda me diese dinero. La frase «necesito ir al dentista» obró maravillas. Durante semanas nos sobraban billetes de cincuenta. Yo llegué a llevar un fajo de billetes de un dólar prendido con un clip especial, al estilo de Las Vegas.
Subí con mi pesada bicicleta a lo alto de Hollywood y bajé hasta la playa. Fui en ella a la biblioteca pública del centro de la ciudad. Me gustaba pedalear y sincronizar mis fantasías con las escenas de la calle. Me gustaba rondar los lugares donde vivían Jill, Kathy y Donna.
Mientras iba en bici, robaba. Hurtaba libros en la Pickwick Shop y me llevaba material para la escuela de Rexall. Robé sin vacilación y sin ápice de remordimiento.
Me convertí en una amenaza sobre dos ruedas. Era un menor salvaje suelto en la ciudad. Medía más de un metro ochenta y pesaba setenta kilos. Mi bicicleta superpersonalizada despertaba risas y comentarios burlones.
Los Ángeles significaba, en general, libertad. Mi barrio significaba autolimitación. Mi mundo exterior inmediato todavía quedaba estrictamente circunscrito: de Melrose a Wilshire, Western y Rossmore. Aquel mundo estaba lleno de coetáneos míos, hijos de la explosión demográfica.
Yo quería estar con ellos. Conocía a unos cuantos del instituto y a otros de enfrentamientos en el barrio. Sabía el nombre de todos ellos y conocía la reputación de la mayoría. Deseaba su amistad y para conseguirla no dudaba en degradarme.
Intenté comprar su afecto con las almohadillas japonesas de mi padre, pero se rieron de mí. Invité a algunos a mi casa y los vi retroceder ante la peste a mierda de perro. Intenté amoldarme a sus modelos de conducta y me traicioné con un lenguaje soez, poca higiene y expresiones de admiración hacia George Lincoln Rockwell y el partido nazi americano.
Mi actitud exhibicionista era puramente autodestructiva. Me resultaba imposible rebajar el tono de mi actuación. Estaba programado para sobreactuar y alienar. Los esfuerzos por adaptarme dispararon un efecto contrario en mi interior: me desconecté de lo demás y me mantuve como un gamberro adolescente.
A otros gamberros les encantó mi actuación y se sumaron tras mi bandera. Goberné a mi colonia de gamberros de modo imperioso. A aquellos que me consideraban interesante, no los respetaba. Mis amistades escolares se quemaban pronto. La mayoría de mis colegas eran judíos, predispuestos a desconfiar de cualquier palabrería nazi.
Mis amistades empezaban en compañerismo nihilista y terminaban en inútiles peleas a puñetazos. Yo ganaba la mayor parte de las veces, valiéndome de tácticas sorpresa y recurriendo a todas mis fuerzas de perdedor. La historia se repetía una y otra vez.
Trabé amistad con un chico del barrio. Nos la meneábamos mutuamente, así empezamos. Fue mi primer contacto sexual. Resultaba vergonzoso, excitante, asqueroso y jodidamente atemorizador.
Nos la cascábamos en su casa y en la mía y en las azoteas del edificio. Extendíamos revistas
Playboy
y las mirábamos mientras procedíamos. Sabíamos que no éramos maricas. Nuestro límite quedaba claramente marcado en la masturbación mutua.
Yo sabía que no era homosexual. Mis fantasías así lo demostraban. Consulté el informe Kinsey para confirmarlo.
De acuerdo con el doctor Kinsey, la actividad homosexual juvenil era un hecho corriente. Pero no decía nada de mis verdaderos temores:
¿Podían las pajas mutuas convertirlo a uno en invertido? El mero hecho de llevar a cabo tales prácticas ¿lo estigmatizaba a uno de alguna manera reconocible?
Yo era un pequeño cabrón salido. Las pajas mutuas eran mejor que las pajas autopropulsadas. Mi amigo y yo nos la cascábamos el uno al otro varias veces a la semana. Me encantaba y lo aborrecía. Aquello estaba volviéndome jodidamente loco.
Tenía miedo de que mi padre nos sorprendiera. Tenía miedo de empezar a oler a marica. Tenía miedo de que Dios me convirtiese en un marica, para castigarme por todos mis años de robos.
Mis temores fueron en aumento. Sentía que la gente penetraba en mi mente. Aumenté la intensidad de mis fantasías heterosexuales (una estrategia para frustrar a la gente que intentaba sintonizar con mis ondas cerebrales).
Tenía miedo de hablar en sueños y alertar al viejo de mi posible condición de marica. Soñaba con que me llevaban a juicio por invertido. Y aquellos sueños me aterrorizaban más que mis peores pesadillas de la Dalia Negra.
Dejé de ver a mi amigo. Al cabo de unas semanas me llamó y me pidió que el domingo por la mañana le hiciera la ruta de reparto de periódicos, ya que él quería ir al lago Arrowhead con su familia. Accedí. El día fijado dormí hasta tarde, fui en la bici hasta su casa y arrojé sus ejemplares del
Herald
en un cubo de basura. El lunes, en el instituto, mi amigo me buscó.
Acepté su desafío y propuse un combate a seis asaltos, con guantes de boxeo, árbitro y jueces. Mi amigo accedió a las condiciones.
Programamos la pelea para el domingo siguiente. Nuestra voluntad de machacarnos demostraba que no éramos maricas.
Recluté un árbitro, tres jueces y un cronometrador. El jardín delantero de la casa de Elliot Beers serviría de ring. Aparecieron unos cuantos espectadores. Sería el acontecimiento juvenil del barrio aquella primavera del 62.
Mi amigo y yo llevábamos guantes de doce onzas. Los dos éramos delgados y medíamos un metro ochenta. No teníamos ni idea de técnica boxística: nos empujamos, nos zarandeamos, nos lanzamos golpes desmañadamente y nos sacudimos de lo lindo durante seis asaltos de tres minutos. Terminamos deshidratados y mareados; apenas podíamos mantenernos en pie y éramos incapaces de levantar los brazos.
Perdí, pero el fallo fue dividido. La pelea tuvo lugar por la época del segundo combate entre Emile Griffith y Benny
Kid
Paret. Griffith machacó a Paret hasta matarlo. Se decía que Griffith odiaba a Paret porque éste, al parecer, iba por ahí llamándolo marica. En cuanto a mí, sabía que yo no era un marica. La pelea lo demostraba. Nadie hurgaba en mis ondas cerebrales. Era una idea estúpida.
Vivía de ideas, estúpidas o no. Me empapaba de ideas desquiciadas. Revisaba desde una perspectiva perversa los argumentos que me proporcionaban los libros y las películas.
Mi mente era una esponja cultural. Carecía de dotes interpretativas y no poseía el menor don para la abstracción. Engullía ficciones, hechos históricos y minucias en general, y pergeñé una visión alocada del mundo a partir de fragmentos de datos.
La música clásica mantenía mi mente activa y alerta. Me perdía en Beethoven y en Brahms. Sinfonías y conciertos me producían el mismo efecto que complejas novelas. Crescendos y pasajes de calma formaban una narración a través de las notas. Los movimientos rápidos y lentos en alternancia me ponían en estado de caída libre mental.
Los noticiarios nocturnos me proporcionaban hechos que entretejía formando una trama general y contextualizaba para que se adecuaran a mi fantasía del momento. Relacionaba sucesos inconexos y ungía héroes a mi perverso antojo. Un asalto a una licorería podía convertirse en una manifestación nazi contra la película
Éxodo
. Todas las muertes eran atribuidas al asesino de la Dalia Negra, que en ese mismo instante debía de acechar a Jill, a Kathy y a Donna. Desenredé los hilos ocultos que conectaban sucesos en apariencia ajenos entre sí. Trabajaba desde una mansión de Hancock Park. Estaba rodeado de aduladores, como Vic Morrow en
Retrato de un gángster
o ese inglés alto que protagonizaba
El barón Sardonicus
.
Saqueé la cultura popular y con el botín que obtuve decoré mi mundo interior. Hablaba en un lenguaje especializado de mi invención y contemplaba el mundo exterior a través de gafas de rayos X. Veía actos criminales por todas partes.
El CRIMEN unía mis dos mundos, el interior y el exterior. El sexo clandestino y la profanación de mujeres eran actos criminales. El crimen se convirtió en algo tan banal y sutil como la mente de un joven en una potencia activa y siempre alerta.
Yo era anticomunista comprometido y, en un grado algo menor, racista. Judíos y negros eran peones en la conspiración comunista mundial. Vivía de acuerdo con la lógica de la verdad secuestrada y de misiones ocultas. Mi mundo interior estaba fijado de manera obsesiva y resultaba tan curativo como debilitante. Transformaba en prosaico el mundo exterior y hacía que mi tránsito diario por él resultara soportable.
Mi viejo gobernaba ese mundo exterior. Lo regía de modo permisivo y me mantenía a raya con esporádicos estallidos de desprecio. Me consideraba débil, holgazán, indolente, falso, fantasioso y dolorosamente neurótico. No comprendía que yo era su viva imagen.
Yo lo tenía calado, y él a mí. Empecé a excluirlo de mi vida. Era el mismo proceso de distanciamiento que había utilizado con mi madre.
Algunos chicos del barrio apreciaron mi modo de ser y me dejaron entrar en su grupo. Eran marginados con buenas habilidades sociales. Se llamaban Lloyd, Fritz y Daryl.
Lloyd era un chico gordo procedente de una familia rota. Hijo de una fundamentalista cristiana, era tan mal hablado como yo y compartía mi afición por los libros y la música. Fritz vivía en Hancock Park y le gustaban las bandas sonoras de películas y las novelas de Ayn Rand. Daryl era un bruto, atleta y nazi al borde de la subnormalidad, de ascendencia medio judía.
Me dejaron entrar en su grupo y me convertí en su subalterno, bufón de corte y actor cómico. Me consideraban un elemento divertidísimo. Les complacía mi descontrolada vida hogareña, a la que no daban crédito.
Íbamos en bici a los estudios de cine de Hollywood, yo siempre unos cientos de metros por detrás, pues mi Schwinn Corvette resultaba muy pesada y difícil de impulsar. Escuchábamos música y hablábamos de sexo, de política, de libros y de nuestras ideas más descabelladas.
Intelectualmente, no conseguía mantenerme firme. Mi discurso iba dirigido al interior y se canalizaba a través de la narrativa. Mis amigos consideraban que no era tan inteligente como ellos; se burlaban de mí, me acosaban y me convertían en objeto de sus bromas.
Yo encajaba sus pullas y seguía volviendo por más. Lloyd, Fritz y Daryl tenían un olfato muy agudo para la debilidad y eran duchos en el arte masculino de superar a otros. Su crueldad era hiriente, pero no hasta el punto de hacerme abandonar su amistad.
Yo era flexible y resistente. Los pequeños desprecios me hacían llorar y experimentar, durante diez minutos como máximo, una pena intensa. Las agresiones emocionales cauterizaban mis heridas y las dejaban listas para ser reabiertas.
Era un caso clínico de intransigencia adolescente. Yo tenía en mi poder un comodín blindado, acerado, de origen patológico y empíricamente válido: la capacidad de replegarme en mí mismo y habitar un mundo que sólo a mí pertenecía, elaborado por mi mente.
La amistad conlleva algunas indignidades menores. Las risotadas que compartía con aquellos chicos significaban adoptar un papel subordinado. El coste resultaba insignificante. Yo era experto en sacar beneficio de las desavenencias.
Por entonces ignoraba que los costes se acumulan, que uno siempre paga por lo que reprime.
En junio del 62 terminé la enseñanza secundaria. Durante el verano leí, robé, me masturbé y fantaseé. En septiembre ingresé en el instituto Fairfax, por insistencia de mi viejo. Había un noventa y tantos por ciento de judíos y parecía más seguro que el instituto Los Ángeles, que era el que supuestamente me correspondía. El Los Ángeles estaba lleno de chicos negros, muy duros. El viejo imaginaba que me matarían tan pronto abriera la boca. Alan Sues vivía a pocas calles de Fairfax. El viejo tomó prestada la dirección de Alan y soltó a su hijo nazi en el corazón del barrio judío.
Fue una experiencia cultural dislocante.
En el John Burroughs me sentía seguro. Fairfax me resultaba peligroso. Lloyd, Fritz y Daryl se habían matriculado en otros institutos. Mis conocidos de Hancock Park estaban lejos, en academias preparatorias. Me sentía un forastero en una jodida tierra extraña.
Los chicos de Fairfax eran ferozmente brillantes y refinados. Fumaban y conducían coches. El primer día de clases se burlaron de mí sin compasión al verme aparecer en mi Schwinn Corvette.
Comprendí de inmediato que allí mis gracias no servirían de nada. Me replegué en mí mismo y contemplé el terreno con cierto distanciamiento.
Asistí a clases y mantuve la boca cerrada. Me desembaracé de mis conexiones con las escuelas más distinguidas e imité el vestir de los alumnos más modernos de Fairfax: pantalones ajustados, suéter de alpaca y botas puntiagudas. La indumentaria no me cuadraba; con ella parecía una mezcla de chico asustadizo cantante frustrado.
El instituto Fairfax me sedujo. Fairfax Avenue me sedujo. Me encantó la onda insular
yiddish
. Me encantaba oír a los mayores parlotear en aquel desconcertante lenguaje gutural. Mi reacción confirmó la teoría del viejo: «Farfullas esa mierda nazi porque quieres llamar la atención.»
Trabajé con ahínco e intenté asimilar. La metodología me eludió. Conocía la manera de desquiciar, de provocar, de comportarme como un bufón y, en general, de hacer un espectáculo de mí mismo. La noción de un simple contrato social entre iguales me resultaba completamente ajena.
Estudié. Leí montones de novelas de detectives y fui a ver películas policíacas. Dejé volar la fantasía y seguí con la bici a alguna chica desde su casa hasta la escuela. Mi capacidad de asimilación se estancó. Envié al carajo la magnanimidad. Me harté de ser un anglosajón protestante anónimo en medio de una comunidad judía. No soportaba que mi existencia pasase inadvertida.
El partido Nazi americano estableció un puesto avanzado en Glendale. La Legión Americana y la Asociación de Veteranos de Guerra Judíos querían que lo abandonase. Me acerqué en bicicleta a la oficina de los nazis y compré diversos artículos por valor de cuarenta dólares.
Me llegó para un brazalete nazi, varios ejemplares de la revista
Stormtrooper
, un disco llamado
Enviad a su casa a esos negros
, de Odis Cochran y los Three Bigots, unas cuantas docenas de pegatinas con lemas racistas y doscientos «pasajes de barco para África», que daban derecho a todos los negros a un viaje de ida al Congo en una barcaza que hacía agua. Yo estaba encantado con mi nuevo material. Era divertido y escandalizador.