La vida al aire libre no estaba nada mal. Le dije a la tía Leoda que me mandara los cien pavos a casa de Lloyd. Pensó que vivía con un colega. Omití explicarle que me había convertido en un campista permanente.
Me olvidé de integrar el factor lluvia en mi ecuación de vida al aire libre, lo que me obligó a buscar un refugio. Encontré una casa abandonada en la Octava y Ardmore y me instalé en ella.
Era un edificio de dos plantas sin luz ni agua corriente. En la sala había un sofá con tapizado imitación cuero. En él se dormía bien, y era cómodo para masturbarse.
Tomé posesión del lugar. Dejé abierta la puerta delantera y cada vez que salía escondía mis cosas en un armario. Pensaba que estaba siendo discreto, pero me equivocaba.
Ocurrió a finales de noviembre. Cuatro polis tiraron la puerta a patadas y me apuntaron con sus pistolas.
Me arrojaron al suelo y me esposaron. Me clavaron esas grandes cacharras del calibre doce en la cara, me metieron en un coche, me llevaron a la comisaría de Wilshire y me empapelaron por allanamiento de morada.
Mi compañero de celda era un chico negro acusado de robo a mano armada. Había atracado una tienda de licores. Todo había ido perfecto, pero advirtió que se le había caído el peine afro en la escena del delito. Cuando volvió para recuperarlo el propietario lo reconoció. La pasma lo arrestó allí mismo.
Yo estaba asustado. Aquello era peor que la prisión de menores de Georgia Street.
Me interrogó un detective. Le dije que no había entrado en la casa a robar, sino que dormía en ella. Me creyó y dejó los cargos en intrusión.
Un carcelero me llevó al ala en que estaban los reclusos que habían cometido delitos leves.
Se me pasó un poco el miedo. Mis compañeros de celda dijeron que nadie iba a parar a la cárcel por intrusión y que lo más probable era que me soltaran pronto.
Pasé el sábado y el domingo en las celdas de la comisaría de Wilshire. Nos daban de comer dos veces al día y un par de tazas de café. Los otros estaban allí por borrachos o por pegar a sus mujeres. Todos mentíamos sobre los beneficios que habíamos obtenido con nuestro delito y las mujeres a las que nos habíamos tirado.
El lunes por la mañana, a primera hora, un autobús de la Oficina del Sheriff nos llevó al Palacio de Justicia. Fuimos conducidos a la Lincoln Heights Division, famosa por su calabozo para borrachos. Allí esperamos a que nos enviaran ante el juez. El calabozo tenía unos cuarenta metros cuadrados y estaba lleno de hombres de los bajos fondos. Los agentes nos lanzaban bolsas de comida, por las que había que pelearse. Yo era alto y logré agarrar mi ración en el aire.
Pasaban las horas. Unos cuantos borrachos comenzaron a padecer el síndrome de abstinencia. Pasaríamos ante el juez de diez en diez.
El juez resultó ser una mujer llamada Mary Waters. Los tipos del calabozo decían que era una vieja puta y antipática.
Cuando estuve ante ella me declaré culpable. Me espetó que parecía un prófugo de la mili. Contesté que no. Decretó detención sin fianza, pendiente de libertad condicional. Debía presentarme de nuevo en el juzgado el 23 de diciembre.
Estábamos a 2 de diciembre. Tenía por delante tres semanas movidas. Recobré la compostura. Un agente me esposó a una cadena de doce hombres. Otro nos llevó a un gran autobús blanco y negro.
El autobús nos condujo a la Prisión Central del Condado. Era un edificio enorme, a dos kilómetros al noroeste del centro de Los Ángeles. Los trámites de admisión duraron doce horas.
Los vigilantes nos registraron hasta las orejas y nos rociaron con una solución antiparasitaria antes de que cambiáramos nuestra ropa por el uniforme de la prisión. Nos hicieron análisis de sangre y nos pusieron varias vacunas. Nos pasamos horas yendo de un funcionario a otro. Cuando al fin me adjudicaron una celda ya eran casi las tres de la madrugada.
Éramos seis allí dentro, aunque el lugar estaba proyectado para cuatro. Un funcionario me indicó que pusiera el colchón debajo de la litera inferior de la izquierda. Estaba tan cansado que me quedé dormido en cuanto me acosté.
Desperté a las seis de la mañana, para el desayuno. Un funcionario dijo unos cuantos nombres por megafonía, entre ellos el mío. Iban a trasladarnos a la prisión del Palacio de Justicia.
Un interno dijo que era la misma historia de siempre. Te empapelaban en el distrito judicial «nuevo» y luego te enviaban a otro sitio. En contraposición, la prisión del Palacio de Justicia era conocida como el distrito judicial «viejo».
Un funcionario me encadenó a unos tipos y otros dos nos condujeron hasta una furgoneta. Cuando llegamos a la prisión nos metieron en un ascensor que subió hasta la planta decimotercera.
La celda que me tocó estaba al doble de su capacidad. Un funcionario dijo que los nuevos dormiríamos en el pasillo. Tenías que enrollar la colchoneta por la mañana y vagar de una celda a otra hasta que se apagaban las luces.
Pasé veinte días de ese modo. Una voz interior me hablaba de mi Gestalt básica.
Eres grande pero no duro, cometes delitos pero no eres un delincuente de verdad. Vigila tus actos, cuidado con lo que dices. Quédate tranquilo y contén la respiración durante veinte días.
Yo mismo me daba este mensaje de manera instintiva. No verbalizaba el pensamiento; ignoraba que mi mera presencia gritaba: chico estúpido, eres un tarugo, un inútil.
Mantuve la boca cerrada. Me programé para ser estoico. Intentaba no traicionar mi miedo abiertamente. Los otros internos se reían sólo de verme. La mayoría de ellos eran criminales a la espera de juicio; comprendían y desdeñaban a los tipos débiles.
Se burlaban de mi andar espasmódico, y acortaron mis dos nombres al odiado «Leroy». Me llamaban el Profesor Chiflado. Nunca me pusieron una mano encima. Creían que no era merecedor de semejante desprecio.
Lloyd vino a verme. Dijo que había telefoneado a mi tía y le había contado que yo estaba en la cárcel. Del dinero de mi seguro no quedaba casi nada, pero aun así la vieja se había ofrecido a anticiparme doscientos billetes. Lloyd me informó de que en los Apartamentos Versailles, en la Sexta con St. Andrews, alquilaban un cuartucho de mala muerte por ochenta dólares al mes.
Cuando hubieron pasado los veinte días se presentó un oficial de la libertad condicional. Me explicó que la jueza Waters iba a soltarme. Aplazarían la sentencia y me concederían tres años de libertad a prueba. Tendría que buscarme un trabajo.
Le dije que me pondría a ello de inmediato y añadí que me convertiría en un hombre de bien.
En la furgoneta mantuve la boca cerrada. Me enteré de que el jarabe para la tos Romilar CF te colocaba de una manera más que decente y que las tiras de cinta adhesiva en los paneles de las ventanillas eran sistemas de alarma. El tipo de Cooper's Donuts lo sabía todo acerca de las putas negras. Podías comprar droga en tres de las cafeterías Norm's. La de Melrose con La Cienega era conocida como la de los maricas, la de Sunset con Vermont como la «normal» y la de la zona sur como la de los negros.
En algunas áreas de Trancas Canyon la marihuana crecía silvestre. El hijo de Ma Duncan era ahora un abogado criminalista muy de moda. Doc Fich no tardaría en conseguir la libertad condicional. Carole Tregoff se había vuelto lesbiana en la cárcel. Caryl Chessman era un cabrón; todos los tipos de San Quintín lo odiaban. La película
Quiero vivir
, de Susan Hayward, era una mierda. Barbara Graham, efectivamente, había matado a Mabel Monahan de una paliza.
Escuché y aprendí. Leí un ejemplar hecho polvo del
Atlas Shrugged
y llegué a la absurda conclusión de que yo era un superhombre. Me había desenganchado del alcohol y de la droga y con el rancho de la cárcel había aumentado cuatro kilos de masa muscular.
Mary Waters me soltó dos días antes de Navidad. En el camino de regreso a Robert Burns Park compré unos inhaladores.
Alquilé un apartamento de una habitación en los Versailles y fui a una agencia de empleo temporal. Hice algunos trabajos de mensajero.
El funcionario de la libertad condicional encontró satisfactoria mi vida laboral, y se mostró satisfecho con mi pelo corto y mis pantalones discretos. Me aconsejó que evitara a los hippies; todos se colocaban con sustancias que alteraban la mente.
Lo mismo que yo.
Hacía mis chapuzas de lunes a viernes. Para desayunar me tomaba un cuarto de litro de whisky mezclado con Listerina, un elixir bucal. El piloto automático me permitía llegar al almuerzo con algo de vino y/o hierba. Me emborrachaba cada noche y los fines de semana me los pasaba viajando gracias a los inhaladores.
El Romilar era una buena droga para allanamientos de morada. Las cosas normales parecían surreales y llenas de verdades ocultas. Fue de gran ayuda en mis incursiones nocturnas. Estuve en las casas de Kathy, de Kay y de Missy y me concentré en los botiquines. Engullía cuantas píldoras encontraba atractivas, con un buen trago de mi jarabe para la tos. Dos de cada tres veces me desmayaba y despertaba en mi cama.
Me gustaba lucir limpio y acicalado. En el 69 los hippies eran un verdadero imán para la pasma. Llevaban el pelo largo y ropas de colores y emitían vibraciones que pedían que los arrestaran. Me moví con relativa impunidad en mis dos mundos coexistentes. Sabía cómo hacer que la gente comprendiese lo que yo quería.
En marzo cumplí veintiún años. Dejé el apartamento y me instalé en un hotel barato de Hollywood. Encontré un empleo con contrato indefinido en la emisora de televisión KCOP.
Trabajaba en los envíos por correo. La gente respondía a anuncios de programas de mierda como
64 Country Hits
y enviaba billetes y hasta monedas en las cartas. El peso de las monedas de cuarto de dólar y de medio dólar rompía los sobres. Empecé a ganar mucho dinero extra.
Todo me lo gastaba en alcohol, droga y pizzas. Me mudé a un sitio mejor, un piso de soltero en la Sexta con Cloverdale. Me encapriché con unas mujeres de allí y las seguí a todas partes.
El dinero del seguro se terminó. La pasta que sisaba en el trabajo lo compensaba con creces. Tuve un choque ridículo con la furgoneta de la empresa y me vi obligado a reconocer que no tenía carné de conducir. Me despidieron. Hice unos cuantos trabajos temporales y viví con el mínimo dinero posible. Me desesperé. Entré en casa de Missy y transgredí una regla fundamental.
Robé todo el dinero del bolso de su madre. No podría regresar a esa hermosa casa de la Primera y Beachwood.
Mis incursiones empezaban a asustarme más que excitarme. La ley de las probabilidades me pisaba los talones. En algunos lugares ya había entrado veinte veces. Mi estancia en la cárcel me había enseñado cosas que alimentaban mi sentido de la cautela.
El robo con allanamiento era un delito en primer grado, penalizado con la cárcel. Yo era consciente de que podía acabar en la prisión del condado, lo cual acabaría conmigo por completo.
Los asesinatos Tate-LaBianca ocurrieron en agosto. La conmoción llegó hasta Hancock Park.
Vi una cinta adhesiva en las ventanas de Kathy. Vi más coches patrulla por las calles. Vi letreros de sistemas de alarma en las puertas principales de las casas.
Puse fin a mis incursiones nocturnas. Dejé de hacerlo, total y definitivamente.
Pasé el año siguiente en un limbo de fantasía. Obtuve algunos trabajos temporales y un empleo en una librería porno. Las publicaciones de sexo duro ya eran legales. En las revistas aparecían chicas hippies a todo color, sin maquillaje y desnudas.
No tenían aspecto de cansadas o degeneradas. Era como si posaran porque les divertía y para sacarse algo de pasta. Estaban metidas en un feo negocio clandestino. En sus miradas gélidas y sus entrecejos algo fruncidos se advertía que se percataban de ello.
Me recordaban a la Dalia, sin maquillaje y sin su indumentaria negra. La Dalia se asfixió en la ilusión de la meca del cine. Esas chicas eran engañadas en algún asqueroso plano metafísico. Me llegaban al corazón. Yo era el dependiente de una librería porno que iba a sacarlas de aquel mundo sórdido para obtener a cambio su sexo. Guardaba sus fotos del mismo modo que Harvey Glatman coleccionaba vísceras de sus víctimas. Les adjudicaba nombres y de noche rezaba por ellas, mis chicas. Mandé al asesino de la Dalia para que las atacase, y en el último momento, cuando el cuchillo descendía, yo las salvaba. Mientras me colocaba con Benzedrex, se abrían de piernas y hablaban conmigo.
No me enamoraba de las que tenían un cuerpo perfecto y una cara hermosa.
Me gustaban las sonrisas un punto artificiosas y los ojos que no podían ocultar su tristeza. Los rasgos irregulares y los pechos de formas extrañas me impresionaban mucho. Yo buscaba seriedad sexual y psicológica.
En la librería robaba de la caja. Miraba todas las revistas que llegaban y arrancaba las fotos de las mujeres que más me excitaban. Trabajaba desde medianoche hasta las ocho de la mañana, guardaba el botín y me iba a un bar donde ponían películas porno todo el día. Me emborrachaba y miraba a las hippies. Siempre estudiaba más los rostros que los cuerpos.
Mi período pornográfico duró poco. El jefe de la librería descubrió mis hurtos y me despidió. Volví a los trabajos temporales, saqué algo de dinero y pasé dos meses pantagruélicos.
Compré una caja de vodka, montones de bistecs y parvas de inhaladores. Me ahogaba en fantasías, delirios sexuales, colesterol y las obras de Raymond Chandler, Dashiell Hammett y algunos escritores de novelas policíacas verdaderamente malos. No salía de casa durante días. Perdí, gané y volví a perder peso al tiempo que me dejaba llevar por un frenesí cercano a la locura.
Me retrasé dos meses en el pago del alquiler. El casero empezó a golpear la puerta y a hablar de desahucio. No me alcanzaba el dinero para hacerlo callar. Con lo que tenía sólo podía alquilar por un mes un cuarto barato.
Encontré un apartamento cerca de los estudios de la Paramount. Estaba en un edificio cursi llamado Apartamentos Green Gables. Costaba sesenta dólares al mes, lo cual era muy poco para 1970.
Lloyd me ayudó con el traslado. Puso mis cosas en su coche e hicimos la clásica fuga de medianoche. Me instalé en Green Gables y busqué empleo.
No encontré nada. Los trabajos que no exigían especialización escaseaban. Hice unos cuantos viajes con inhaladores y empecé a ver y oír cosas que tal vez fueran reales o no.