La Oficina andaba escasa de mano de obra. Su primer destino fue la cárcel del Palacio de Justicia. Allí conoció a muchos asesinos famosos. Conoció a John
el Loco
Deptula. Deptula entró a robar en una bolera y despertó a Roger Alan Mosser, una especie de factótum que dormía allí. Lo golpeó hasta matarlo y llevó el cadáver al Parque Nacional de Los Ángeles. Decapitó a Mosser y arrojó la cabeza a uno de los aseos portátiles de una zona de acampada. Ward Hallinen, de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, resolvió el caso.
Conoció a Jack LoCigno. LoCigno se cargó a Jack
el Ejecutor
Whalen. Fue un trabajo a sueldo. Ocurrió en el restaurante Rondelli's, en diciembre del 59. El golpe estuvo mal preparado desde el principio.
Conoció travestidos y atracadores armados. Los escuchó y aprendió muchas cosas de ellos. Entró en la Academia y en cuatro meses completó un curso de justicia criminal. Conoció a una atractiva rubia llamada Ann Schumacher. Trabajaba en la fábrica de Autonetics, en Downey. Hicieron planes para salir la noche de su graduación.
Se graduó de la Academia en abril del 62. Llevó a Ann al Crescendo, en el ultramoderno Sunset Strip. Ann estaba guapa. Él estaba guapo, y llevaba una 38 de cañón corto. Tenía veintiún años y era inexpugnablemente frío.
Quería trabajar en un coche patrulla. La Oficina del Sheriff disponía de patrullas adscritas a catorce comisarías. Él quería acción constante.
Le dieron trabajo en una prisión.
Lo destinaron al Wayside Honor Rancho. Estaba a unos cien kilómetros de su casa. Aquel trabajo inauguró su larga y desagradable relación con las autopistas.
Wayside fue un buen entrenamiento en justicia americana antes de que ésta se desmoronase, pero le quitó parte de su juventud.
Wayside albergaba a reclusos condenados en el condado y los sobrantes del Palacio de Justicia. Su población estaba constituida por blancos, negros y mexicanos que se odiaban mutuamente pero evitaban los enfrentamientos raciales. Wayside era un elemento eficiente en un sistema que todavía funcionaba. El sistema funcionaba porque las estadísticas de criminalidad no se disparaban y la mayoría de los criminales no empleaban la violencia. La heroína era la gran droga mala de la época. La heroína era una epidemia bien contenida. La heroína hacía que entrases a robar en casas y obligases a tu novia a hacer la calle para poder pagarte el hábito. La heroína te dejaba atontado. La heroína no te hacía perder el juicio ni te llevaba a cortar a tu novia en pedazos como haría el crack veinte años más tarde. El sistema funcionaba porque casi siempre los criminales y los delincuentes se declaraban culpables y no molestaban con apelaciones rutinarias. El sistema funcionaba porque el colapso de las cárceles aún no había llegado. Los criminales estaban concienciados. Aceptaban la autoridad. Sabían que eran basura de los bajos fondos porque lo veían en televisión y lo leían en los periódicos. Estaban encerrados en un juego apañado. Por lo general, ganaba la autoridad. Disfrutaban con las victorias insignificantes y se deleitaban con las maquinaciones del juego. El juego era infiltración. La infiltración y el fatalismo estaban de moda. Si te librabas de la cámara de gas, lo peor que podía ocurrirte era pasar una temporada entre rejas, algo perfectamente viable antes del colapso. Podías privar y dar por culo a los maricones. El sistema funcionaba porque América aún tenía que vérselas con disturbios raciales, magnicidios, problemas medioambientales, desorientación sexual, proliferación de drogas y armas, psicosis religiosas vinculadas a un estallido interno de los medios de comunicación y un culto emergente a las víctimas, todo lo cual constituía un tránsito de veinticinco años de confrontaciones y disensiones cuyo resultado fue un frustrante escepticismo masivo.
Se hizo poli en el momento oportuno. Podía ser leal a ideas muy simples con una conciencia clara. Podía romper cabezas con total impunidad. Podía posponer algunos aspectos de su educación como policía y llegar a la mayoría de edad como detective de Homicidios.
En el 62 aún tenía ilusiones. Sabía que el sistema funcionaba. El trabajo en la cárcel era factible. Los internos le causaron una impresión tranquilizadora. Todos desempeñaban su papel según el guión del momento. Los carceleros también.
Se casó con Ann en diciembre del 62. Al cabo de un año lo trasladaron a la comisaría de Norwalk. Pasó el primer aniversario de boda en un coche patrulla. Ann, dolida, se enfadó.
Empezaron a reñir. Ann quería que le dedicase todo su tiempo. El quería que ella adaptase sus horarios de modo que ambos concordaran. El sheriff del condado de Los Ángeles exigía casi todo su tiempo. Alguien tenía que ceder.
Siguieron riñendo. Su matrimonio se convirtió en el matrimonio de sus padres, sólo que con el volumen muy alto y muchos «que te jodan». Ann tenía complejo de abandono. Su madre la había dejado para marcharse con un atracador. El tipo la había llevado por todo el país para que compartiese sus correrías. Ann había tenido una infancia jodida.
Las riñas continuaron. Se reconciliaron. Volvieron a reñir. Él se resistió a pasárselo en grande con montones de mujeres que iban a la caza de polis. La Oficina del Sheriff de Los Ángeles se cernía como posible cómplice del acusado en una demanda de divorcio.
Le encantaba el trabajo de patrulla. Le encantaba el fluir de acontecimientos inesperados y la mezcla diaria de nuevas personas en apuros. La de Norwalk era una comisaría de «señores». La población era blanca y el ritmo lento. El manicomio del condado estaba en su jurisdicción. Los locos escapaban y se exhibían completamente desnudos. Los agentes de Norwalk tenían un servicio de taxis para chiflados. Siempre andaban devolviendo algún interno al hospital.
Disfrutaba de sus recorridos por Norwalk estando de servicio. El sistema funcionaba y el crimen podía contenerse. Los tipos más viejos decían que se avecinaban tiempos duros. La ley Miranda acabó de joderlo todo. El equilibrio de poder pasó de la policía a los sospechosos. Ya no podías arrancar confesiones con trucos de pacotilla como golpear a un tipo en los riñones con la guía telefónica.
Él no comulgaba con semejantes prácticas. Él no utilizaba guantes de cuero negro con pesos de medio kilo. No era una persona violenta. Intentaba razonar con tipos indisciplinados y sólo pasaba a mayores cuando tenía que hacerlo.
En el transcurso de una persecución perdió el control de su coche y estuvo a punto de morir. Se enredó con un adolescente que esnifaba cola y recibió algunas fuertes reprimendas. Atendió a una llamada de accidente y arremetió contra dos coches amontonados. El conductor del camión había muerto. Su cabeza caída sobre los botones de la radio mantenía el volumen al máximo. La canción
Charade
se oía en varias manzanas a la redonda.
Norwalk le dio algunos momentos turbulentos. Comparado con los que habían tenido lugar en Watts en agosto del 65, eran de segunda categoría.
Ann estaba embarazada de ocho meses. Iban hacia el norte por la autopista de Long Beach. El terreno era elevado y gozaban de una panorámica muy buena. Veían arder una docena de fuegos.
Se detuvo a la salida de la autopista y llamó a la comisaría de Norwalk. El comandante de guardia le dijo que se pusiera el uniforme y se presentara en la Harvey Aluminium, donde la dirección y los trabajadores llevaban tiempo enfrentados. La Oficina del Sheriff de Los Ángeles ya había establecido allí un puesto de mando.
Dejó a Ann y salió pitando hacia la Harvey. El aparcamiento estaba lleno de policías con equipo antidisturbios. El puesto de mando enviaba unidades de cuatro hombres. Tomó una escopeta del 12 y tres compañeros temporales.
Se trataba de hacer turnos de doce horas. Se trataba de arrestar a los saqueadores y a los incendiarios. Se trataba de limpiar Watts y Willowbrock, el punto caliente de todo aquel vudú negro.
Entró a plena luz del día. La temperatura rondaba los treinta y cinco grados. Los incendios añadían calor. Su equipo antidisturbios añadía aún más. El sur de Los Ángeles era todo calor y agitación.
Los saqueadores asaltaban tiendas de licor. Los saqueadores se bebían las botellas de marca allí mismo, empujaban los carritos de la compra calle abajo, iban llenos de licor y televisores.
Sonaban disparos constantemente. No se sabía quién disparaba a quién. Se ordenó el despliegue de la Guardia Nacional, cuyos miembros, jóvenes, estúpidos y asustados, disparaban sin ton ni son.
Era imposible patrullar siguiendo la mínima lógica. Pasaban demasiadas cosas a la vez. Tenías que pillar a los saqueadores al azar. Tenías que hacerlo por capricho, obedeciendo el impulso del momento. No distinguías la dirección de los disparos. Tampoco podías confiar en que los de la Guardia no soltaran una ráfaga y una bala perdida acabase contigo.
El desorden era incontenible. Crecía en proporción directa a los esfuerzos que se hacían por controlarlo. Un agente intentó frenar a la multitud. Un saqueador le quitó la escopeta. Se le disparó y le voló la tapa de los sesos a su compañero.
Los disturbios siguieron. La acción se dispersaba y reconstruía de manera inesperada. Pasó allí tres días enteros. Abatió a saqueadores y perdió peso por su exposición a las altas temperaturas y la sobrecarga de adrenalina.
La acción remitió debido a una especie de extenuación masiva. Los alborotadores se aplacaron, tal vez debido al calor. Se habían manifestado. Habían llevado un poco de alegría a sus vidas de mierda. Se atiborraron de botines baratos y se convencieron de que habían ganado más que perdido.
La policía perdió su virginidad colectiva.
Algunos de sus miembros lo negaron. Atribuyeron los disturbios a una serie concreta de acontecimientos criminalmente generados. Su lógica de causa y efecto no llegó más lejos.
Muchos policías reconocieron sus errores. Los negros revoltosos eran negros revoltosos. Sus tendencias criminales innatas debían reprimirse con más rigor.
Él sabía que no era así. Los disturbios le habían enseñado que la represión resultaba inútil. Nadie quemaba su propio mundo sin una buena razón para ello. No se podía tener a la gente encerrada ni excluida. Cuanto más se intentara, más se impondría el caos al orden. Aquella revelación lo estremeció y asustó.
Los gemelos nacieron un mes después de los disturbios. La relación con su mujer fue tranquila durante una temporada. Preparó el examen para sargento y siguió adscrito a la comisaría de Norwalk. Sopesó las lecciones de Watts.
Vivía en dos mundos. Su mundo familiar era incontrolable. Las lecciones aprendidas en Watts no le servían en casa. Sabía tratar a los criminales, pero no podía manejar a la volátil mujer a la que amaba.
La novedad de los niños pasó. Empezaron a reñir de nuevo. Se peleaban delante de los niños y luego se sentían culpables de ello.
En diciembre del 68 superó el examen para sargento y fue trasladado a la comisaría de Firestone. Se trataba de una zona muy densamente poblada, todos sus habitantes eran negros y tenía un índice de criminalidad muy alto. El ritmo era frenético. Aprendió a trabajar tres veces más que en Norwalk.
Hizo de supervisor de patrulla. En cada turno iba de llamada en código 3 a llamada en código 3. En Firestone todas las llamadas estaban relacionadas con asuntos de droga, atracos a mano armada y violencia doméstica. En el 65 había sido zona de disturbios. Después de éstos los habitantes de Firestone habían tenido sus propias revelaciones acerca de las causas. Firestone era pistolas y partidas de dados en las aceras. Firestone era el niño que se metía en la secadora y moría dando vueltas y quemado. Firestone era caos desacelerado. Firestone podía estallar en cualquier momento.
Pasó allí cuatro años. Dejó de patrullar y entró en la Brigada de Detectives. Hizo un poco de trabajo social en la comunidad. Cualquier cosa que tendiese un puente entre la policía y la población civil era buena. El DPLA había jodido para siempre la relación con los civiles. Él no quería que con la Oficina del Sheriff ocurriera lo mismo.
Fue transferido a Robo de Vehículos. Desarrolló grandes facultades como detective y disfrutó con la naturaleza específica de aquel trabajo. Los robos se preparaban con tiempo. Se reducían a violación de la propiedad. Eran problemas aislados que terminaban con el arresto de los grupos culpables. No tenía que arrestar niños inocentes que fumaban marihuana ni hacer de árbitro en disputas familiares y dar consejos matrimoniales como si supiera de qué estaba hablando.
El trabajo de detective era su vocación. Tenía las habilidades sociales necesarias y el talento para ello. El trabajo de patrulla era una carrera extenuante sin una meta definida. En comparación, el de detective tenía un ritmo muy calmado. Interrogaba a los sospechosos uno a uno e iba sacándoles lo que sabían. Profundizó más en la relación que se establecía entre el policía y el delincuente.
Llegó a Firestone como policía. Se marchó de allí como detective. Entró en Asuntos Internos y dio caza a otros policías.
Policías que robaban dinero. Policías que se apoyaban demasiado en sus porras nocturnas. Policías que consumían droga. Policías que se masturbaban en películas pornográficas. Policías que daban palizas a los detenidos en las comisarías del condado. Policías que delataban delitos imaginarios por puro despecho.
Asuntos Internos era brutal. El límite moral estaba vagamente definido. No se lo pasaba bien acosando a sus colegas. Buscaba la verdad literal relativa a sus situaciones y acentuaba las circunstancias atenuantes. Se sentía unido a hombres detestables por simple empatía. Era consciente de que el trabajo socavaba los contratos familiares. Abundaban los policías alcohólicos. No eran mejores ni peores que los polis acusados de fumar droga.
El tenía controlados sus propios defectos. Los utilizaba para ilustrar el gran argumento básico. Tú no robas ni consumes droga ni te dedicas a actividades depravadas. No explotas tu estatus de policía para obtener ganancias ilícitas. Tienes que imponer esas restricciones a los policías a quienes investigas.
Era una línea moral válida, así como una simplificación impulsada por el ego.
Su matrimonio había llegado a un punto muerto. Él quería dejarlo. Ann quería dejarlo. Seguían esperando que uno de los dos hiciera acopio de fuerzas y se decidiera a dar el primer paso. En cambio, compraron una casa y quedaron aún más enganchados en el anzuelo. Él luchó contra un deseo persistente de mujeres.