Mis rincones oscuros (25 page)

Read Mis rincones oscuros Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
13.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sobrio, hice realidad casi todos mis sueños sexuales inducidos por la droga.

El mundo real eclipsó el fantástico. Sólo persistía esa historia. Sabía que era una novela.

Me perseguía como un fantasma. Invadía mis pensamientos en momentos extraños. Yo no sabía si tenía huevos para escribirla. Disfrutaba de una época de bonanza. Ignoraba que el motivo de todo eran cosas viejas.

Mi madre llevaba muerta veinte años. Mi padre, trece. Soñaba con él. Con ella no soñaba nunca.

Mi nueva vida era abundante en fervor y escasa en retrospección. Sabía que había abandonado a mi padre y acelerado su muerte y había pagado la deuda con creces. Mi madre era otra cosa.

Sólo la conocía con vergüenza y repugnancia. La expolié en un sueño febril y negué mi propio mensaje de anhelo. Me asustaba resucitarla y amarla con el cuerpo y el alma.

Escribí la novela y se vendió. Trataba de mí y del mundo del delito en Los Ángeles. Me daba miedo acechar a la pelirroja y desvelar sus secretos. Aún no había encontrado al hombre que me la devolvería.

III. STONER

Tú eras un fantasma. Te encontré en las sombras y tendí las manos hacia ti de muchas y terribles maneras. Tú no me censuraste. Soportaste mis ataques y dejaste que me castigara a mí mismo.

Tú me hiciste. Tú me formaste. Me diste una presencia fantasmal que brutalizar. Nunca me pregunté cómo rondabas fantasmagóricamente a los demás. Nunca me cuestioné el que poseyera tu espíritu.

No quería compartir mi derecho sobre ti. Te rehice de manera depravada y te encerré bajo llave donde otros no pudieran tocarte. No sabía que el simple egoísmo invalidaba todas mis exigencias sobre ti.

Vives fuera de mí. Vives en los pensamientos enterrados de desconocidos. Vives mediante tu fuerza de voluntad para esconderte y fingir. Vives gracias a tu fuerza de voluntad para evitarme.

Estoy decidido a encontrarte. Sé que no puedo hacerlo solo.

12

Todos sus fantasmas eran mujeres. Corrían por sus sueños de modo intercambiable.

La podrida en la cuneta de la carretera 126. La camarera de la Marina. La adolescente que se quedó muda de estupor después de que la violasen y golpearan.

La lógica del sueño distorsionaba los detalles. Las víctimas se movían entre los escenarios del crimen y mostraban signos de muerte contradictorios. A veces volvían a la vida. Se las veía más viejas o más jóvenes o tal como eran en el momento de su muerte.

Daisie Mae fue sodomizada como Bunny. Karen recibió los golpes de cachiporra que hicieron caer de bruces a Tracy. La cachiporra era de fabricación casera. Los asesinos habían introducido cojinetes en un pedazo de manguera de jardín y habían cerrado los dos extremos. Las resurrecciones instantáneas resultaban desconcertantes. Se suponía que las mujeres tenían que quedarse muertas. El asesinato las acercaba a él. Su amor empezaba en el instante mismo en que morían.

Soñaba mucho. Había dejado la persecución y pasaba por una especie de retiro temprano. Había llegado el momento de salir. Renunció a todo lo que tenía. Quería marcharse, definitivamente.

Dejó facturas sin pagar. Karen le enviaría notas para recordárselo. Él le había fallado porque los contactos no estaban allí y otros asesinatos dispersaban sus obligaciones. Era víctima de la confusión y del azar, igual que ella.

Intentaría compensarla con el amor que aún sentía.

Se llamaba Bill Stoner. Tenía cincuenta y tres años y era detective de la Brigada de Homicidios en la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles. Estaba casado y tenía dos hijos gemelos de veintiocho años.

Marzo del 94 tocaba a su fin. A mediados de abril dejaría el trabajo; llevaba treinta y dos años en él, catorce de los cuales en Homicidios. Se retiraba como sargento con veinticinco años de antigüedad en el puesto. Con su pensión viviría bien.

Se iba intacto. No era un borracho ni había engordado a fuerza de alcohol y hamburguesas. Llevaba más de treinta años con la misma mujer y juntos habían pasado épocas difíciles. Nunca había tomado el camino bifurcado que seguían muchos polis. No jugaba la doble baraja de tener una familia y una serie de amigas entre la comunidad de agentes de la ley, que acababa de abrirse a las mujeres.

No se había escondido tras el trabajo ni se había recreado en una visión sombría del mundo. Sabía que el aislamiento generaba resentimiento y autocompasión. El trabajo de policía era ambiguo por naturaleza. Para asegurarse su arraigo moral la pasma desarrollaba códigos sencillos que reducían cuestiones complejas a breves epigramas. Y todos los epigramas se reducían a esto: la policía sabe cosas que el resto de la gente ignora. Cada epigrama confundía en la misma medida que iluminaba.

Eso era lo que le había enseñado el trabajo en Homicidios. Lo aprendió gradualmente. Vio casos desconcertantes que concluían en una sentencia condenatoria sin alcanzar a comprender por qué se habían producido los asesinatos. Llegó a desconfiar de las respuestas y las soluciones fáciles y se regocijó en las pocas viables que encontró. Aprendió a reservarse los juicios, a contener su ego y a hacer que la gente se acercara a él. Era la actitud de un inquisidor, lo cual lo distanciaba un poco de sí mismo al tiempo que lo ayudaba a controlar su temperamento general y a poner riendas a su conducta.

Los primeros diecisiete años de su matrimonio fueron una guerra. Se peleaba con Ann. Ann se peleaba con él. Sin embargo, gracias a la suerte y a un cierto sentido de hasta dónde podía llegarse, todo quedaba en palabras. Eran igualmente volubles y profanos y, por lo tanto, sus exigencias eran igual de egoístas. Ambos aportaban a su guerra reservas equiparables de amor.

Él llegó a detective de Homicidios. Ann llegó a enfermera titulada. Empezó la carrera tarde. El matrimonio sobrevivió porque ambos trataban con la muerte.

Ann se retiró pronto. Sufría de hipertensión y era alérgica. Los años de mala vida le pasaban factura.

Y a él también.

Estaba exhausto. Cientos de asesinatos y las épocas difíciles pasadas con Ann merecían un buen premio.

Quería abandonarlo todo.

El trato con la muerte le había enseñado cómo dejar que las cosas marchasen solas. Quería ser un padre de familia y un esposo en plena dedicación. Quería ver a Ann y a los chicos todo el tiempo y de manera permanente.

Bob regentaba una tienda Ikea. Estaba casado con una mujer muy formal y tenían una hija pequeña. Bob observaba las reglas. Bill Junior era más problemático. Levantaba pesas, iba a la universidad y trabajaba de gorila. Tenía un hijo de su ex novia, una japonesa. Bill Junior era un chico brillante y un gilipollas inveterado.

Amaba a sus nietos con locura. Para él la vida era magnífica.

Tenía una hermosa casa en Orange County. Tenía una buena reserva de dinero y de salud. Gozaba de un buen matrimonio y mantenía un diálogo privado con mujeres muertas. Era su propia interpretación del síndrome Laura.

A los detectives de Homicidios les gustaba mucho la película
Laura
. Un poli se obsesiona con la víctima de un asesinato y descubre que sigue viva. Es muy bella y misteriosa. La mujer se enamora del poli. Casi todos los detectives de Homicidios son unos románticos. Irrumpen en vidas destrozadas por el asesinato y dan consuelo y consejos. Se ocupan de familias enteras. Conocen a las hermanas y a las amigas de sus víctimas y sucumben a una tensión sexual relacionada con la aflicción. Tras cada drama encuentran una válvula de escape a sus matrimonios.

Él no estaba tan loco ni enganchado a lo dramático. La contrapartida de
Laura
era
Perdición
: un hombre conoce a una mujer y arroja su vida por la borda. Ambas perspectivas eran igualmente fatuas.

Las mujeres muertas encendían su imaginación. Las honraba con tiernos pensamientos. No les permitía que controlaran su vida.

Estaba decidido a jubilarse pronto. Las cosas pasaban deprisa y brillantes por su cabeza.

Tenía que ir a la oficina. A las nueve se había citado con un hombre cuya madre había sido asesinada hacía unos treinta años. El hombre quería echar un vistazo al expediente policial.

El terremoto de enero derrumbó el Palacio de Justicia. La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, se mudó a la ciudad de Commerce. Estaba a una hora al norte del condado de Orange. Tomó la 405 hasta la 710. Un detective de Homicidios se pasaba la mitad del tiempo en la autopista. Acababan por dejarlo exhausto.

El condado de Los Ángeles era grande, topográficamente diverso y sólo podía cruzarse por autopista. Las autopistas reducían los problemas para deshacerse de un cadáver. Los asesinos podían meterse en remotos cañones y librarse rápidamente de sus víctimas. Las autopistas y terraplenes constituían zonas de cuatro estrellas para ello. Él calificaba las autopistas según las posibilidades que ofrecían para abandonar cadáveres y su historial al respecto. Cada trozo de autopista de Los Ángeles señalaba el lugar donde había aparecido un cuerpo o el camino hacia la escena de un crimen. Cada rampa de entrada y salida llevaba a algún asesinato.

Los cadáveres tendían a amontonarse en los peores lugares del condado. Conocía cada kilómetro de autopista desde y hasta cualquier población maloliente que estuviese bajo la jurisdicción de la Oficina del Sheriff. Los kilómetros se acumulaban y pesaban en su culo cansado. Quería largarse para siempre de la zona de abandono de cadáveres.

Del condado de Orange al centro de Los Ángeles había unos ciento cincuenta kilómetros. Vivía en Orange porque no era Los Ángeles ni un gran mapa de asesinatos pasados y presentes. Casi todo Orange era blanco y monolíticamente conservador. Él encajaba allí de manera superficial. Los polis eran bribones disfrazados de conservadores. Le gustaba la onda de aquel lugar. La gente se enfurecía con la misma mierda que él veía cada día. El condado de Orange lo hacía sentirse ligeramente falso. Los polis se mudaban en manada a sitios como aquél para vivir la ilusión de que los tiempos pasados eran mejores y ellos personas diferentes. Muchos llevaban consigo un bagaje reaccionario. Hacía mucho tiempo que él había echado el suyo a la basura.

Vivía allí para mantener sus dos mundos separados. La autopista no era más que un símbolo y un síntoma. Siempre correría hacia delante y hacia atrás, en un sentido u otro.

El cuartel general de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff estaba en una nave de un polígono industrial apretujada entre una fábrica de herramientas y otra de chips para ordenador. Se trataba de un emplazamiento, pues supuestamente pronto se mudarían a unas instalaciones definitivas.

El Palacio de Justicia rezumaba elegancia. Ese lugar no se parecía ni remotamente a los locales que solía ocupar la policía. El exterior era de estuco blanco. El interior era de piedra blanca. En la sala principal había cien escritorios; semejaba un local de ventas por teléfono.

El Departamento de Casos No Resueltos estaba separado por una pared. Contiguo a ésta había un almacén con estanterías en las que se apilaban los expedientes de homicidios sin resolver.

Cada expediente estaba marcado con la letra Z y un número de seis cifras. Stoner encontró el Z-483-362 y se lo llevó a su escritorio.

Había pasado siete años en aquel departamento, cuyo único precepto era: examinar expedientes Z en busca de pistas viables y valorar cualquier información que pudiese ayudar a resolver el caso. El trabajo tenía tanto de relaciones públicas como de estudio antropológico.

Los policías destinados allí casi nunca resolvían casos de asesinato. Comprobaban denuncias telefónicas, estudiaban expedientes y se quedaban enganchados en los crímenes antiguos. Interrogaban a viejos sospechosos y hablaban con viejos detectives. Los casos no resueltos conllevaban mucho papeleo. A los policías a punto de jubilarse solían destinarlos a aquel departamento.

Stoner ingresó de joven. El capitán Grimm le había reservado un trabajo especial. Grimm creía que el asesinato del Cotton Club podía resolverse. Le dijo a Stoner que se dedicase exclusivamente a él.

El trabajo le tomó cuatro años. Era uno de esos casos de altos vuelos que podían significar la gloria profesional para quien los llevase.

Lo dejó reventado. Le hizo recorrer muchos kilómetros de autopista.

Stoner miró el expediente Z que había sacado de la estantería. La foto de la autopsia era horripilante, casi tanto como las del instituto Arroyo. Tendría que advertir de ello al hombre.

Unos policías pasaron junto a su escritorio y le gastaron bromas sobre su jubilación. A su compañero, Bill McComas, acababan de ponerle un
bypass
cuádruple. Los tipos querían un parte con las novedades del caso.

Mac estaba débilmente bien. Iba a jubilarse al mes siguiente… menos que intacto.

Stoner apartó con un pie la silla del escritorio y se puso a soñar despierto.

Seguía viendo las cosas deprisa y brillantes.

Era un chico californiano. Su familia se marchó de Fresno durante la guerra y se instaló en el condado de Los Ángeles. Sus padres lucharon como fieras. La guerra asustó a sus hermanas y a él lo cabreó.

Se crió en South Gate, en un típico edificio de la posguerra, achaparrado, caluroso y con paredes de estuco. Allí reinaban los emigrantes rurales de Oklahoma. Les gustaban los coches trucados y la música country. Trabajaban en la industria y sus ingresos correspondían a aquella época de bonanza económica. El viejo South Gate generaba obreros. El nuevo South Gate generaba drogadictos.

Creció enganchado a las chicas y a los deportes y alimentando una vaga sensación de aventura. Su padre era capataz en la empresa Proto-Tool. Abundaban los trabajos mal remunerados y faltos de alicientes. Él decidió probar con Proto-Tool. Era muy aburrido y cansado. Se matriculó en el instituto y pensó en estudiar magisterio. La idea no acabó de entusiasmarlo.

Sus hermanas se casaron con polis. Tenía un cuñado en el Departamento de Policía de South Gate y otro en la Patrulla de Caminos. Le contaban historias tentadoras que encajaban con ideas que ya había albergado.

Quería aventura. Quería ayudar a la gente. Al día siguiente de cumplir veintiún años hizo la prueba de admisión para la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles.

Aprobó el examen. Pasó las pruebas físicas y la comprobación de antecedentes familiares. En diciembre del 61 lo asignaron a la clase de la Academia del Sheriff.

Other books

The King in Reserve by Michael Pryor
Jesus' Son: Stories by Denis Johnson
Jury Town by Stephen Frey
The Complete Stories by Waugh, Evelyn
Spiral by Levine, Jacqueline
Bloodline by Jeff Buick
Wanted: A Family by Janet Dean
From the Top by Michael Perry