El tipo que vivía en el apartamento de al lado me evitaba cada vez que nos encontrábamos en el rellano. Cuando me pegaba un viaje, golpeaba en mi ventana. Sabía lo que yo estaba haciendo y no le gustaba. Me leía los labios y descifraba todos mis dulces y sucios vacíos. Leía mis pensamientos a través de la pared que nos separaba.
Odiaba mis libros porno. Sabía que había asesinado a mi padre y había dejado morir a mi madre de puro negligente. Pensaba que era un monstruo y un pervertido. Quería destruirme.
Volaba y me estrellaba, volaba y me estrellaba, volaba y me estrellaba. Mi paranoia bramaba en proporción directa con la droga que había en mi cuerpo. Oía voces. Unas sirenas de la calle me transmitían mensajes de odio. Para engañar a mi vecino me masturbaba en la oscuridad.
Él me conocía.
Puso bichos en mi cubitera. Me envenenó el vino. Conectó mis fantasías a su televisor.
Un día, en mitad de un viaje, me marché.
Dejé mi ropa y todos aquellos libros de mierda, salí corriendo y caminé a paso rápido, cinco kilómetros hacia el noreste. En un edificio de Sunset con Micheltorena vi un letrero de «se alquila».
Arrendé una habitación por treinta y nueve dólares. El edificio era asqueroso y apestaba a basura.
El cuarto medía la mitad de una celda para seis hombres. Entré con lo que llevaba puesto y media garrafa de vino barato.
A la mañana le di a unos cuantos inhaladores. Me asaltaron voces nuevas. El inquilino del cuarto de al lado empezó a silbar por los tubos de la ventilación.
Me daba miedo salir de la cama. Sabía que las resistencias de la manta eléctrica eran en realidad micrófonos. Las arranqué. Me meé en la cama y destrocé los almohadones. Me metí goma espuma en las orejas para acallar las voces.
A la mañana siguiente me largué. Me fui derecho al Robert Burns Park.
A partir de allí, todo fue mal. Fue mal con su lógica autodestructiva.
Fue mal poco a poco.
Las voces iban y venían. Los inhaladores las dejaban entrar. El alcohol y la sobriedad obligada las alejaban. En un nivel intelectual entendía el problema, pero en cuanto me metía esas bolas de algodón en la nariz cualquier pensamiento racional me abandonaba.
Lloyd aseguraba que las voces eran producto de un estado de «psicosis anfetamínica». Para mí formaban parte de una conspiración. El presidente Richard M. Nixon sabía que había matado a mis padres y había ordenado a la gente que me acechara. Susurraban a través de micrófonos conectados a mi cabeza. Yo oía las voces, nada más.
No podía desengancharme. Oí voces durante cinco años.
Me pasaba casi todo el tiempo fuera. Viví en parques, patios traseros y casas vacías. Robé. Bebí. Leí y tuve fantasías. Caminé por todo Los Ángeles con algodones metidos en las orejas.
Fue una carrera continua durante años.
Despertaba fuera de algún sitio. Robaba licor y carne. Leía en las bibliotecas, entraba en los restaurantes, pedía comida y bebida y me largaba sin pagar. Entraba en los lavaderos de casas de apartamentos, rompía las lavadoras y las secadoras y me llevaba las monedas. Seguía dándole a los inhaladores y tenía buenos momentos antes de que las voces me llamaran.
Entonces caminaba.
Wilshire Boulevard llevaba directo a la playa. Durante un viaje lo recorrí hasta el final y regresé. Tenía que moverme. Los ruidos del tráfico amortiguaban las voces. La falta de movimiento hacía que se volvieran cacofónicas.
Pasé cinco años andando. Transcurrieron como una película borrosa a cámara lenta. Mis fantasías corrían por ellos en un contrapunto acelerado. Las escenas de la calle servían de telón de fondo a las voces a mi diálogo interno.
No tartamudeaba ni revelaba abiertamente mi estado mental. Siempre iba bien afeitado y llevaba pantalones oscuros para ocultar la mugre acumulada. Robaba camisas y calcetines a medida que los necesitaba. Me bañaba en colonia para matar el hedor de la vida al aire libre. De vez en cuando, me duchaba en casa de Lloyd.
Lloyd iba hacia ningún sitio a una velocidad agradable y sedada. Bebía, tomaba drogas y hacía novillos en el instituto. Flirteaba con el peligro y la mala vida y contaba con la casa de su madre como recurso de apoyo. Me ayudaba cuando tenía un mal viaje. Me interrumpía con pequeñas descargas de verdad. La policía de Los Ángeles también me interrumpió y me hizo tragar a la fuerza otra estancia en prisión.
Me abroncaron y me arrestaron por ebriedad, por conducir bajo los efectos del alcohol, por hurto menor y por allanamiento de morada. Me retuvieron porque sospechaban que era un pederasta que actuaba de madrugada y me echaron a patadas de casas abandonadas y albergues para indigentes. Estuve en varias comisarías y luego me mandaron a la Oficina del Sheriff para que cumpliera de cuatro a ocho meses de prisión en la cárcel del condado.
La cárcel era mi cura de salud. Me abstenía del alcohol y la droga y comía en abundancia tres veces al día. Hacía gimnasia y mi tono muscular mejoraba. Me relacionaba con blancos estúpidos, con negros estúpidos y con mexicanos estúpidos, y nos contábamos historias estúpidas. Todos habíamos cometido delitos osados y habíamos follado con las mujeres más maravillosas del mundo. Un negro viejo y borracho me dijo que se había tirado a Marilyn Monroe. «No fastidies —le dije—. Yo también me la cepillé.»
En la cárcel de New County me ocupé de recoger la basura y de la descarga de mercancías y en Tayside Honor Rancho trabajé en la biblioteca. Mi prisión favorita era Biscailuz Center. Te daban de comer muy bien y te dejaban leer en las letrinas cuando se apagaban las luces.
Sabía cómo llevar bien aquellos encierros cortos. La cárcel me limpiaba el cuerpo y me daba algo que esperar con ganas, que me soltaran, y más fantasías estructuradas alrededor del alcohol y la droga.
Fantasías de delitos. Fantasías de sexo.
La pelirroja llevaba quince años muerta y estaba muy lejos, pero en el verano de 1973 me tendió una emboscada.
Yo vivía en un hotel de mala muerte. Le daba al inhalador en el baño comunitario que estaba al final del pasillo. Llenaba la bañera con agua caliente y me pasaba horas dentro. Nadie se quejaba. Casi todos los huéspedes se duchaban.
Estaba en la bañera. Me masturbaba imaginando una sucesión de caras de mujeres viejas. Vi a mi madre desnuda, luché contra esa imagen y desapareció. Apañé una historia de inmediato.
Estábamos en el 58. Mi madre no había muerto en El Monte. No estaba borracha. Nos amábamos como hombre y mujer.
Hicimos el amor. Olí su perfume y su aliento a tabaco. Su pezón amputado me excitaba.
Le aparté el cabello de los ojos con una caricia y le dije que la amaba. Mi ternura la conmovió hasta las lágrimas.
Fue la historia de amor más apasionante y dulce que nunca había perpetrado. El comprobar lo que moraba en mi interior me hizo sentir vergüenza y horror.
Intenté revivir la historia. Mi mente no me dejaba. Toda la droga del mundo no alcanzaba para devolverme a la pelirroja. La había abandonado una vez más.
Fundí el dinero del alquiler y perdí el cuarto de hotel. Volví a instalarme en Robert Burns Park.
Seguía dándole al inhalador y libré una batalla conmigo mismo. Intenté evocar a mi madre e idear una manera de que se quedara conmigo. Mi mente me falló. Mi subconsciente cerró a cal y canto toda aquella historia.
Las voces eran muy elocuentes: decían que me había follado a mi madre y la había asesinado.
Desarrollé una enorme tolerancia a la profilexedrina. Para despegar necesitaba entre diez y doce algodones. Aquella mierda me estaba jodiendo los pulmones. Todas las mañanas despertaba congestionado.
Empezó a dolerme el pecho. Sólo con respirar me doblaba, cada latido del corazón era insoportable. Fui en autobús al hospital del condado. El médico que me examinó diagnosticó neumonía. Me ingresaron y me dieron antibióticos durante una semana. Acabaron por completo con la infección.
Salí del hospital y volví a la vida al aire libre, al alcohol y los inhaladores. Tuve otra neumonía. Me curaron. Seguí todo un año en una loca carrera a base de vino barato e inhaladores, y acabé con delírium trémens.
Lloyd vivía en West Los Ángeles. Acampé en la terraza de su casa. Las primeras alucinaciones las tuve en su cuarto de baño.
Un monstruo saltó del lavabo. Cerré la tapa y vi que más monstruos la atravesaban. Me corrían arañas por las piernas. Unas manchas pequeñas revoloteaban ante mis ojos.
Corrí a la sala y apagué las luces. Las manchas se volvieron fluorescentes. Saqueé el bar de Lloyd y bebí hasta perder el sentido. Desperté en el terrado, muerto de miedo.
Sabía que tenía que dejar de beber y de darle al inhalador. Sabía que iban a matarme en un futuro muy próximo. Robé una botella de whisky y fui a dedo al hospital del condado. Liquidé la botella en las escaleras principales y entré.
Un médico dictaminó mi ingreso en la sala de alcohólicos. Dijo que me recomendaría para el programa del Hospital Estatal de Long Beach. En treinta días estaría limpio y preparado para vivir sobrio.
Era lo que yo quería. O eso o la muerte. Tenía veintisiete años.
Me pasé dos días en la enfermería de la sala de alcohólicos. Me dejaban zombi a fuerza de tranquilizantes y sedantes. No vi monstruos ni manchas. Quería beber con la misma intensidad que quería dejarlo. Procuraba dormir todo el día.
En Long Beach dijeron que me aceptarían; sería trasladado con otros tres tipos de la enfermería. Eran viejos borrachos, alcohólicos reincidentes profesionales, que llevaban años en el circuito de rehabilitación.
Nos llevaron en una furgoneta del hospital. Me gustó el aspecto del lugar. Los hombres y las mujeres dormían en pabellones separados. La cafetería semejaba un restaurante. Las salas de recreo parecían sacadas de un campamento de verano.
El programa constaba de encuentros con miembros de Alcohólicos Anónimos y terapia de grupo. Las sesiones de autocrítica no eran obligatorias. Los pacientes llevaban uniformes color caqui y unas pulseras numeradas, como los reclusos de las prisiones del condado de Los Ángeles.
El Antabuse era obligatorio. Unas enfermeras de ojos de lince se ocupaban de que los pacientes lo tomasen todos los días. Si bebías después de tomar ese medicamento, te ponías a morir. El Antabuse era una táctica disuasoria.
Empecé a encontrarme mejor. Siempre consideré los ataques de delírium trémens como un accidente marginal. Convivía con borrachos de todos los pelajes. Los hombres me asustaban, las mujeres me excitaban. Pensaba que podría vencer el alcohol y las drogas a mi manera.
Comenzó el programa. En las reuniones con Alcohólicos Anónimos me dedicaba a ensoñaciones y durante la terapia de grupo hablaba por los codos. Inventaba hazañas sexuales y dirigía mis cuentos a las mujeres de la sala. Tardé una semana en entenderlo: estás aquí dentro por tres comidas calientes al día y una cama.
Seguí adelante con el programa. Comí como un cerdo y engordé cuatro kilos. Me pasaba todo el tiempo libre leyendo novelas policíacas.
Tosía mucho. Una enfermera me preguntó por ello. Le dije que hacía poco había tenido un par de neumonías.
Me envió a un médico para que me examinara. El tipo me inyectó un relajante muscular y me metió un tubo con una linterna en la garganta. Miró por el aparato y movió la bolita en el interior de mis pulmones. No dijo si había algún problema.
La tos persistía. Yo resistía el programa y me preguntaba qué haría para librarme de aquello. Todas las opciones me asustaban.
Podía encontrar un trabajo miserable y seguir limpio con el Antabuse. Podía dejar el alcohol y los inhaladores y tomar otras drogas. Podía fumar hierba. La hierba producía apetito. Podía ganar peso y trabajar un poco los músculos. Entonces las mujeres me desearían. La hierba era mi salida hacia una vida normal y saludable.
En realidad, no me lo creía.
Los inhaladores eran sexo. El alcohol era el núcleo de mi fantasía. La hierba era estrictamente para risitas y citas con pizzas y rosquillas.
Completé el programa. Seguí tomando Antabuse y volví a instalarme en el terrado de Lloyd. Llevaba treinta y tres día sobrio.
La tos empeoraba. Tenía los nervios destrozados y mi capacidad de atención se colapsaba a los tres segundos. Dormía diez horas seguidas o me revolvía toda la noche.
Mi cuerpo no era mío.
El terrado constituía mi refugio. Tenía un buen rincón junto a la salida contra incendios. Ahí todo empezó a ir mal.
Estábamos a mediados de junio. Me levanté de una siesta y pensé: «Necesito cigarrillos.» Entonces la mente se me quedó en blanco. No puedo recordar nada más.
Mi cerebro golpeaba paredes vacías. No podía visualizar mis pensamientos ni encontraba palabras para expresarlos. Me llevó más de una hora dar forma a esa única y simple elucubración.
No sabía pronunciar mi nombre. No conseguía recordar cómo me llamaba. No podía dar forma a ese simple pensamiento ni a ningún otro. Mi mente había muerto. Mis circuitos cerebrales se habían desconectado. Era un demente con el cerebro muerto.
Grité. Me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos y grité con voz bronca. Seguía debatiéndome con ese simple pensamiento.
Lloyd subió al terrado. Lo reconocí. No lograba recordar su nombre ni el mío ni ese sencillo pensamiento de hacía una hora.
Lloyd me bajó a su casa y llamó a una ambulancia. Llegaron los enfermeros y me ataron a una camilla.
Me condujeron al hospital del condado y me dejaron en una sala de espera atestada. Empecé a oír voces. Las enfermeras se acercaban y me gritaban telepáticamente. Yo tosía y me debatía. Alguien me clavó una aguja en el brazo…
Desperté atado a una cama. Estaba solo en la habitación de un hospital privado.
Tenía las muñecas despellejadas y ensangrentadas. Notaba casi todos los dientes flojos. Me dolía la barbilla y los nudillos me escocían debido a unas pequeñas raspaduras. Llevaba puesto un camisón de hospital. Y lo tenía todo meado.
Busqué ese pensamiento simple y lo pesqué al primer intento. Recordaba mi nombre de macarra negro: Lee Earle Ellroy.
Todo volvió. Me acordé de cada detalle. Empecé a llorar. Recé a Dios y le supliqué que me conservara cuerdo.
Entró una enfermera. Desató las correas y me llevó a una ducha. Permanecí bajo el agua hasta que se enfrió. Otra enfermera me curó los cortes y las abrasiones. Un médico me dijo que debía quedarme allí un mes. En el pulmón izquierdo tenía un absceso del tamaño de un puño. Necesitaba treinta días de antibióticos por vía endovenosa.