Sabía que mi madre estaba muerta. No se trata de un recuerdo revisitado o una sensación retrospectiva. Lo sabía en aquel momento, a mis diez años, aquel domingo 22 de junio de 1958.
Entré en el jardín. «Ahí está el chico», comentó alguien. Vi al matrimonio Krycki ante la puerta trasera de su casa.
Un hombre me llevó aparte y se arrodilló a mi lado. —Hijo, han matado a tu madre —me dijo.
Yo sabía que el hombre quería decir «la han asesinado». Es probable que me estremeciera o temblase, e incluso que me tambaleara un poco.
El hombre me preguntó dónde estaba mi padre. Le dije que en la estación de autobuses. Media docena de hombres me rodeó. Todos se agacharon de rodillas y me observaron desde muy cerca.
Vieron a un chico afortunado.
Un agente se dirigió hacia la estación de autobuses. Otro, con una cámara, me condujo al cobertizo de las herramientas del señor Krycki.
Me puso un punzón en la mano y me colocó junto a un banco de trabajo. Me agarré a un pequeño bloque de madera y fingí que estaba serrándolo. Miré a la cámara y no parpadeé ni sonreí ni lloré ni traicioné mi equilibrio interno.
El fotógrafo estaba en el umbral de la puerta. Detrás de él se encontraban los polis. Tenía un público extasiado.
El fotógrafo sacó algunas instantáneas y me dijo que improvisara gestos. Me volqué sobre el banco de trabajo y serré la pieza de madera con una expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca. Los polis rieron. Yo, también. Resplandecieron varios flashes.
El fotógrafo me dijo que era un chico muy valiente.
Dos policías me llevaron a un coche patrulla y me colocaron en el asiento trasero. Me acerqué a la ventanilla de la izquierda y miré hacia fuera. Tomamos Maple Street hasta una calle lateral que conducía a Peck Road, dirección sur. Saqué la cabeza por la ventanilla y memoricé las cosas que me sorprendían.
Doblamos al oeste por Valley Boulevard y nos detuvimos frente a la comisaría de El Monte. Los agentes me condujeron dentro y me hicieron tomar asiento en una salita.
Yo quería ver a mi padre. No quería que sufriese daño alguno a manos de los polis.
Me hicieron compañía varios hombres de uniforme que se mostraron cariñosos en deferencia a mi reciente condición de huérfano de madre. Mantuvieron conmigo una charla animada y amistosa.
Mi padre me recogió el sábado por la mañana. Tomamos un autobús a Los Ángeles y fuimos a ver una película titulada
Los vikingos
. A Tony Curtis le cortaban una mano y empezaba a llevar una funda de cuero negro en el muñón. Aquello me costó una pesadilla.
En la sala en que me hallaba no paraban de entrar y salir polis. Muchos me ofrecían un vaso de agua. Me los bebí todos. Así tenía algo que hacer con las manos.
De pronto se presentaron dos hombres. Los agentes amistosos se marcharon. Uno de los recién llegados era robusto y casi calvo. El otro tenía el cabello canoso y ondulado y los ojos azul claro. Ambos vestían chaqueta y pantalón de sport.
Me hicieron preguntas y anotaron las respuestas en pequeñas libretas de bolsillo. Me pidieron que describiese el fin de semana con mi padre y el nombre de los novios de mi madre.
Mencioné a Hank Hart y a Peter Tubiolo. Mi madre solía verse con Hank en Santa Mónica. Tubiolo era maestro de mi escuela y había salido con mi madre un par de veces, por lo menos.
Pregunté a los hombres si mi padre estaba en dificultades; respondieron que no y añadieron que me dejarían bajo su custodia.
El policía de cabello canoso me dio un caramelo y me dijo que me llevaría a ver a mi padre. A continuación, me condujeron fuera de la salita.
Vi a mi padre en el pasillo. Cuando él advirtió mi presencia, sonrió.
Corrí hacia él. El impacto lo hizo retroceder un poco. Luego, me dio su habitual abrazo de oso, con el que demostraba lo fuerte que era.
Un poli nos condujo a la estación de autobuses de El Monte. Tomamos uno nocturno a Los Ángeles.
Me senté junto a la ventanilla. Mi padre me rodeó con su brazo. La autovía de San Bernardino estaba oscura y llena de brillantes luces traseras.
Era consciente de que debería llorar. La muerte de mi madre era un regalo, y sabía que debía pagar por él. Probablemente los polis encontraban censurable el que no llorase allá, en la casa. Que no llorase significaba que no era un chico normal. Así de confusos e intrincados eran mis pensamientos.
Me relajé y dejé escapar el jodido temor reverencial que llevaba horas atenazándome.
Dio resultado.
Rompía llorar. Derramé lágrimas durante todo el trayecto hasta Los Ángeles.
Yo detestaba a mi madre. Y detestaba El Monte. Un asesino desconocido acababa de regalarme una nueva existencia, magnífica e intacta.
Jean era una chica de campo de Tunnel City, Wisconsin. Mi único interés en ella era en relación con mi padre. Cuando el matrimonio se fue al traste, me hizo su hijo en exclusiva.
Empecé a detestarla para demostrar cómo quería a mi padre. Me daba miedo reconocer la valentía y la terca voluntad de aquella mujer.
En 1956 a mi padre le diagnosticaron, erróneamente, un cáncer. Mi madre me dio la noticia, pero se guardó el comentario de «se pondrá bien» para imbuir de mayor efecto dramático sus palabras. Yo me eché a llorar y a descargar puñetazos en el sofá del salón. Mi madre me tranquilizó y me dijo que lo de mi padre no era cáncer, sino úlcera. Necesité un pequeño viaje para recuperarme de la impresión.
Fuimos a México. Alquilamos una habitación en un hotel de Ensenada y cenamos langosta en un buen restaurante. Mi madre llevaba un vestido que le dejaba un hombro al descubierto. Su piel lechosa y su cabellera pelirroja destacaban en el local. Comprendí que estaba exhibiéndose.
La mañana siguiente fuimos a bañarnos a la piscina del hotel. La suciedad del agua era evidente. Salí con los oídos tapados y un fuerte dolor de cabeza.
El dolor de cabeza descendió hasta el oído izquierdo. Se hizo más localizado e intenso. Mi madre me examinó y dijo que tenía una infección grave de oído.
El dolor era terrible. Lloré e hice rechinar los dientes hasta que me sangraron las encías.
Mi madre me metió en el asiento trasero del coche y se dirigió hacia el norte, a Tijuana. Allí, las farmacias vendían medicinas y narcóticos sin necesidad de recetas. Mi madre entró en una y compró un frasco de píldoras, una ampolla de droga y una jeringa hipodérmica.
Me dio agua y pastillas. Preparó una dosis y me pinchó allí mismo, en el coche. El dolor cesó al instante.
Volvimos directamente a Los Ángeles. La droga hizo que sintiese calor y me adormeció. Desperté en mi cuarto y observé que del papel pintado de la pared salían unos colores extraños, que nunca había visto.
No comenté el incidente con mi padre. Fue una omisión instintiva, fruto de una deducción precoz. Cuarenta años después del hecho, le atribuiré el motivo.
Mi madre me protegió con firmeza impecable. Yo sabía que mi padre no quería oír una palabra favorable sobre ella, y me aproveché de su miedo. No le dije que estaba guapísima con aquel sarong. No le conté lo bien que sentaba aquella droga. No le dije que por unos instantes mi madre se había adueñado de mi corazón.
Mis padres eran expertos en guardar las apariencias. Hacían una buena pareja vulgar, al estilo de Robert Mitchum y Jane Russell en Macao. Estuvieron juntos quince años. Debió de ser por el sexo.
Él le llevaba diecisiete años. Era alto y con la complexión de un boxeador de peso pesado ligero. También era muy atractivo, y tenía una polla enorme.
Se trataba de un tipo tan inútil como peligroso, y de esto último cualquiera se daba cuenta con sólo verlo. Mi madre había comprado el envoltorio físico y el tipo supuestamente encantador que iba dentro de él. No sé cuánto duró la luna de miel. No sé cuánto tardaron en desilusionarse y en enviar su matrimonio a freír espárragos.
A finales de los años treinta cada uno por su lado se había trasladado al Oeste. Se conocieron, se sedujeron, se casaron y se establecieron en Los Ángeles. Ella era enfermera colegiada. El, contable sin título, hacía inventarios de existencias en farmacias y preparaba declaraciones de renta para gente de Hollywood. Había trabajado tres o cuatro años como agente comercial de Rita Hayworth, cuya boda con Alí Khan había arreglado en 1949. Las mujeres pelirrojas habían regido su vida en los años de posguerra.
Yo entré en escena en el 48. La novedad de un crío los hizo babearse por un tiempo. Dejaron su piso de Beverly Hills y encontraron otro mayor en West Hollywood. Era un edificio de estilo español con las paredes de estuco encaladas y los huecos de las puertas en arco. Allí crecí en un ambiente cargado y retorcido.
Rita Hayworth despidió a mi padre en el 52, calculo. Tras esto, él comenzó a hacer algún trabajo esporádico para farmacias, pero se pasaba la mayor parte de los días laborables tumbado en el sofá del salón. Le encantaba leer y dormir. Le encantaba fumar cigarrillos y mirar programas deportivos en el televisor de pantalla de burbuja. El sofá era su foro a todos los efectos.
Mi madre casi no paraba en casa. Tenía turno completo en el hospital St. John's y, además, atendía en privado a una actriz dipsómana llamada ZaSu Pitts. Ella traía casi todo el dinero que entraba en casa, y siempre pinchaba a mi padre para que buscara un trabajo fijo.
Él se la quitaba de encima con vagas promesas y citaba sus contactos en Hollywood. Era amiguete de Mickey Rooney y de un productor de poca categoría llamado Sam Stiefel. Conocía gente influyente. Era capaz de embarcar a sus amistades en proyectos golosos.
Yo pasaba mucho rato en el sofá con mi padre. Hacía dibujos para mí y me enseñó a leer cuando tenía tres años y medio. Sentados unos al lado de otro, cada cual leía un libro.
A él le gustaban las novelas históricas. A mí, las historias de animales para niños. Mi padre sabía que no soportaba ver a un animal maltratado o muerto. Por eso revisaba los libros que compraba para mí y censuraba aquellos que en su opinión me resultarían perturbadores.
Mi padre creció en un orfanato y no tenía familia. Mi madre tenía una hermana más joven que vivía en Wisconsin. Mi padre detestaba a su cuñada y al marido de ésta, un vendedor de coches Buick llamado Ed Wagner. Mi padre decía que tío Ed era un boche y un tramposo que había eludido el servicio militar. Él había matado un montón de boches en la Primera Guerra Mundial y los detestaba.
Los Wagner consideraban a mi padre un holgazán. Mi padre me contó que en una ocasión mi prima Jeannie había querido arrancarme los ojos. Yo no lo recuerdo.
Todos los amigos de mis padres se parecían: gente mayor impresionada como críos con ellos. Mis padres formaban una pareja atractiva y se codeaban con el mundillo de Hollywood. Deslumbraban de entrada y sólo se peleaban, se criticaban y se insultaban en la intimidad del hogar. Mantenían un frente unido y limitaban sus andanadas de improperios a un único testigo: yo.
Su vida de convivencia era una escaramuza continua. Ella atacaba su holgazanería; él, su consumo de alcohol noche tras noche. Las trifulcas eran estrictamente verbales y la ausencia de violencia física las hacía aún más prolongadas. Discutían en tono mesurado, rara vez alzaban la voz y nunca gritaban. No rompían jarrones ni se lanzaban platos. La ausencia de gestos teatrales disimulaba el hecho de que la voluntad de razonar y reconciliarse era inexistente por ambas partes. Libraban una guerra contenida. Se llevaban el uno al otro al estado mezquino y despreciable de quien se siente perpetuamente agraviado. El odio entre ellos aumentó con los años hasta alcanzar, en su momento culminante, el nivel de una furia sorda.
Fue en el 54. Yo tenía seis años y estaba en primer curso de la escuela elemental de West Hollywood. Mi madre me dijo que me sentara en el sofá del salón y me anunció que se divorciaba de mi padre.
Lo encajé mal. Durante semanas no paré de tener berrinches.
Mis demostraciones histriónicas eran una respuesta febril y acumulativa a años de presenciar peleas entre mis padres. La televisión me había enseñado que el divorcio era permanente y vinculante, que estigmatizaba a los niños y los jodía para el resto de sus vidas. La madre conseguía la custodia de todos los hijos menores.
Mi madre echó a mi padre del apartamento. Toleró mi comportamiento de niño dolido durante unas semanas; luego, me arreó un buen golpe en la cabeza y me dijo que parase.
Paré. Tuve una de esas ideas locas típicas de los niños: irme a vivir con mi padre y forjar una existencia aparte con él.
Mi madre contrató un abogado y comenzaron los trámites del divorcio. Un juez le concedió la custodia temporal y me permitió pasar los fines de semana con mi padre, que alquiló un apartamento de soltero a unas manzanas de su antiguo piso.
Me pasé una serie de fines de semana, de viernes a domingo, encerrado con él. Cocinábamos hamburguesas sobre una plancha caliente y comíamos a base de ganchitos de queso y galletitas saladas. Sentados uno al lado del otro, leíamos libros y mirábamos combates de lucha libre por televisión. Mi padre empezó a malquistarme con mi madre sistemáticamente.
Me decía que era una borracha y una golfa, que se acostaba con el abogado que llevaba los papeles del divorcio, y que si él conseguía demostrar que era una mujer de moral más que dudosa tendría una oportunidad de obtener mi custodia. Me animó a espiarla y accedí a confiarle sus indiscreciones.
Mi padre consiguió empleo en el centro de Los Ángeles. Siempre que podía me escapaba para verlo cuando volvía a casa del trabajo. Nos citábamos en una heladería de Burton Way con Doheny. Tomábamos un helado y hablábamos un poco.
Mi madre descubrió esta traición, llamó a mi padre y lo amenazó con denunciar que se saltaba las normas de la custodia. Contrató a una chica para que me vigilara al salir de la escuela. La mañana siguiente me escabullí del autobús escolar y me escondí en el jardín del edificio donde vivía mi padre. Deseaba terriblemente verlo. Ese día en la escuela iban a administrarnos la vacuna contra la polio, y a mí me daba miedo el pinchazo.
Mi madre me encontró. Me llevó a la escuela y se ocupó de ponerme la vacuna ella misma. Iba vestida de enfermera. Era experta con la aguja y no me hizo el menor daño. El uniforme blanco le daba un aspecto estupendo, sobre todo porque resaltaba seductoramente el color de sus cabellos.