La demanda de divorcio llegó al tribunal. Yo tuve que testificar en sesión a puerta cerrada. Hacía tiempo que no veía a mi padre. Lo distinguí a la puerta de la sala y corrí hacia él.
Mi madre intentó interponerse.
Mi padre me arrastró hasta un aseo de caballeros y se acuclilló para hablar conmigo. Mi madre irrumpió en el baño y me sacó a rastras. Mi padre dejó que lo hiciera. Un hombre inmóvil ante un urinario, con la polla en la mano, observaba el espectáculo.
Subí al estrado y le dije a un amable juez que quería vivir con mi padre, pero él ordenó otra cosa. Su sentencia establecía turnos de días laborables y fines de semana: cinco días con mi madre y dos con mi padre, con lo cual me condenaba a llevar una vida dividida entre dos personas empeñadas en un odio mutuo irrenunciable.
Capté ambas partes de ese odio. Era resueltamente irónico y expresado con elocuencia. Mi madre retrataba a mi padre como un hombre débil, desaliñado, holgazán, fantaseador y falso en detalles menores. Mi padre tenía catalogada a mi madre de una manera más concisa: era una borracha y una golfa.
Mi vida se ajustó a la sentencia del divorcio. Los días laborables significaban una monotonía limitada. Los fines de semana significaban libertad.
Mi padre me daba comida sabrosa y me llevaba a ver películas de vaqueros. Me contaba historias de la Primera Guerra Mundial y me dejaba hojear sus revistas de chicas. Decía que tenía varios proyectos muy adelantados. Me convenció de que estaba a punto de hacerse muy rico. Mucho dinero significaba buenos abogados y buen apoyo legal. Aquellos abogados tenían detectives que podían descubrir asuntos ocultos de la Golfa y Borracha. De ese modo conseguiría arrebatarle la custodia plena sobre mí.
Mi madre se trasladó a un apartamento más pequeño, en Santa Mónica. Dejó el St. John's y entró de enfermera de empresa en la Packard-Bell Electronics. Mi padre se trasladó a un piso de un dormitorio en el límite de los distritos de Hollywood y Wilshire. Como no tenía coche, me llevó en autobús. Ya había cumplido los cincuenta y empezaba a tener el aspecto de un donjuán que había dejado atrás la flor de la vida. Era probable que la gente lo tomase por mi abuelo.
Me trasladé a una escuela privada que tenía por nombre El Paraíso de los Niños. No estaba reconocida oficialmente y mi madre se ahorraba cincuenta dólares al mes. La institución era un sumidero para chicos con hogares desestructurados. Se garantizaba el aprobado, pero las horas de confinamiento se extendían desde las siete y media de la mañana hasta las cinco de la tarde, cada día. Los profesores eran unos histéricos o se mostraban pasivos y derrotados. Mi padre tenía una teoría sobre el por qué de un horario tan prolongado. Decía que estaba calculado para que las madres solteras tuviesen tiempo de joder con sus novios a la salida del trabajo, y añadía que eso no estaba nada mal.
El Paraíso de los Niños ocupaba un solar de primera. Un patio de tierra repleto de juegos daba a Wilshire Boulevard. El patio medía tres veces lo que el edificio principal. En el lado oeste había una piscina.
Recordé cómo me lo había pasado allí en tercer y cuarto grado. Mi capacidad de lectura eclipsaba mi retraso en la comprensión de la aritmética. Era un chico bastante corpulento y sacaba provecho de ello para imponerme en las pequeñas confrontaciones con mis compañeros del mismo sexo. Ese fue el origen de mi famoso número del Desquiciado.
Me daban miedo todas las chicas, la mayoría de los chicos y algunos adultos, tanto hombres como mujeres. Mi miedo procedía de mi montaje fantástico apocalíptico. Sabía que todas las cosas funcionaban en un caos fatal. Mi preparación empírica en el caos era válida, sin la menor duda.
Mi número del Desquiciado me valió la atención que anhelaba y advertía a mis agresores que no me buscaran las cosquillas. Me reía cuando no había nada divertido de qué reír, me hurgaba la nariz, me comía los mocos y dibujaba cruces gamadas en todas mis libretas de clase. Era el típico ejemplo de «Si no puedes amarme, repara en mí» que aparece en todos los libros de texto de psicología infantil.
Mi madre bebía cada vez más. Por la noche no paraba de tomar whisky con soda y se ponía sensiblera, furiosa o efusiva. Un par de veces, la encontré en la cama con sendos hombres. Los tipos tenían pinta de conquistadores de salón. Probablemente vendían automóviles usados o los recuperaban.
Cuando le hablé a mi padre de aquellos hombres me dijo que tenía detectives privados tras los pasos de mi madre. Yo empecé a echar ojeadas a un lado y a otro cada vez que iba con ella.
Mi madre dejó Packard-Bell y entró en Airtek Dynamics. Mi padre seguía trabajando para farmacias, siempre como autónomo. Yo continué asistiendo a la escuela y el numerito del Desquiciado me mantenía a flote.
Mis padres eran incapaces de hablar de manera civilizada. No se dirigían la palabra bajo ninguna circunstancia. Las expresiones de odio las reservaban para los momentos que pasaban conmigo: «Tu padre es un inútil»; «Tu madre es una borracha y una golfa». Yo creía en las de él y consideraba falsas las de ella. Era incapaz de darme cuenta de que las quejas de mi madre estaban más fundamentadas.
El 57 quedó atrás. Por Navidad mi madre y yo volamos a Wisconsin. El tío Ed Wagner le vendió un elegante Buick blanco y rojo. Volvimos a casa en él la primera semana de 1958 y reemprendimos la vida cotidiana de trabajo y escuela.
A finales de enero mi madre me pidió que me sentara a su lado y me engatusó para que contase una gran mentira. Dijo que necesitábamos cambiar de ambiente. Yo tenía casi diez años y nunca había vivido en una casa. Añadió que conocía un bonito lugar llamado El Monte.
Mi madre mentía muy mal. Daba un tono demasiado formal e insistente a sus mentiras y a menudo las embellecía con expresiones de preocupación maternal. Además, siempre soltaba sus mayores embustes cuando estaba medio borracha. Yo era un buen descodificador de falsedades, pero ella no me reconocía este don.
Le conté a mi padre lo del traslado. La idea le pareció poco acertada. Dijo que El Monte estaba lleno de «espaldas mojadas». No era un lugar recomendable desde ningún punto de vista. Imaginó que mi madre debía de andar detrás de algún chulo de West Los Ángeles… o persiguiendo a algún chicano de El Monte. Nadie levanta el campamento y se traslada cincuenta kilómetros sin una buena razón.
Me dijo que estuviera atento y que le informara de los movimientos de mi madre.
Mi madre quiso enseñarme El Monte. Un domingo por la tarde nos acercamos allí con el coche.
Mi padre me había predispuesto a detestar y temer aquel lugar. Lo había descrito con gran precisión: El Monte era un vacío envuelto en contaminación. Los vecinos aparcaban en el jardín de la casa y lavaban el coche con mangueras, en ropa interior; el cielo tenía un tono canela carcinógeno. Observé a muchos hispanos de mala catadura.
Visitamos nuestra nueva casa. Por fuera era bonita, pero resultaba más pequeña que nuestro piso de Santa Mónica.
Hablamos con nuestra nueva casera, Anna May Krycki, una mujer nerviosa, charlatana y de mirada vivaracha. Me dejó acariciar a su terrier airedale.
Nuestra casa y la de los Krycki estaban rodeadas por un patio. Mi madre dijo que podríamos tener un perro. Le dije que quería un sabueso beagle. Prometió regalarme uno por mi cumpleaños.
Conocimos al señor Krycki y al hijo —de un matrimonio anterior— de la señora Krycki.
Inspeccionamos nuestra nueva casa. Mi habitación era la mitad de la que tenía en Santa Mónica. La cocina era apenas un cubículo estrecho. El baño era pequeño e incómodo.
La casa justificaba el traslado. Justificaba cosméticamente la Gran Mentira de mi madre.
Lo supe desde el primer momento.
Nos trasladamos a principios de febrero. Ingresé en la escuela primaria Ann Le Gore y me convertí en espía a dedicación completa por cuenta de mi padre.
Mi madre bebía cada vez más. La cocina olía a bourbon Early Times y a cigarrillos L&M. Yo olisqueaba las copas que dejaba en el fregadero (para averiguar en qué consistía el atractivo del licor). El olor a melaza me dio náuseas.
No traía hombres a casa. Mi padre imaginó que salía de parranda los fines de semana. Empezó a llamar a El Monte «el cagadero de América».
Yo saqué todo el partido posible a un mal lugar.
Fui a la escuela. Me hice amigo de dos chicos mexicanos llamados Reyes y Danny. En una ocasión compartí un porro con ellos. Me sentí mareado, como si flotase; cuando regresé a casa me comí una caja entera de galletas. Me quedé dormido y desperté convencido de que pronto me convertiría en un adicto a la heroína.
La escuela era una tortura. Mis facultades para la aritmética estaban por debajo de cero y mi capacidad para las relaciones sociales era más que pobre. Reyes y Danny eran mis únicos amigos.
Mi padre me visitó un día en el descanso del mediodía; aquello iba contra lo que estipulaba la sentencia de divorcio. Un chico me empujó sin motivo. Le di una patada en el culo, delante de mi padre, que se mostró orgulloso de mí. El chico me denunció al vice-director, el señor Tubiolo, quien llamó a mi madre y dijo que quería hablar con ella.
Se reunieron y hablaron. Salieron un par de veces. Yo informé de los detalles a mi padre.
Cuando cumplí diez años mi madre me regaló un cachorro de sabueso beagle. Era hembra. La puse de nombre Minna y la abrumé de cariño.
Junto con el regalo, mi madre me hizo un comentario que me fastidió el día. Dijo que ya era un hombrecito, que tenía edad suficiente para decidir con quién quería vivir.
Respondí que quería vivir con mi padre.
Ella me dio una bofetada en la cara que me hizo caer del sofá. Me golpeé la cabeza contra la mesita baja.
La llamé borracha y golfa. Volvió a golpearme. Decidí que la siguiente vez me enfrentaría a ella.
Podía darle en la cabeza con un cenicero y privarla de la ventaja del tamaño. Podía arañarla y arruinar aquella cara para que los hombres no quisieran acostarse con ella. Podía golpearla con una botella de bourbon Early Times.
Ella misma me empujó a tomar una decisión más simple.
Hasta entonces la detestaba porque eso era lo que hacía mi padre. La detestaba para demostrarle a mi padre que lo quería.
Ella misma se buscó que volcara todo mi odio en su persona.
El Monte era un campo de prisioneros. Los fines de semana en Los Ángeles eran breves permisos de libertad condicional.
Mi padre me llevaba a los cines de Hollywood Boulevard. Vimos Vértigo y una serie de películas del Oeste protagonizadas por Randolph Scott. Mi padre me puso al corriente del comentario general sobre Randolph Scott: que era un marica declarado.
También me llevó al Ranch Market de Hollywood y me dio un curso acelerado sobre homosexuales. Me dijo que los bujarrones llevaban gafas de sol espejadas para comparar bultos sin que se notara. Pero los maricas, agregó, tenían algo bueno: hacían que hubiera más mujeres de las que ocuparse.
Quiso saber si ya me gustaban las chicas.
Le dije que sí. Pero no añadí que me atraían más las mujeres maduras. Para ser más preciso, mi tipo exacto eran las madres divorciadas. Sus cuerpos imperfectos, esas piernas gruesas y las marcas de los tirantes del sujetador, me volvían loco. Sobre todo, me gustaban las pelirrojas de piel muy blanca. La idea de la maternidad me excitaba. Estaba al corriente de los hechos de la vida, y el que la maternidad empezara por un polvo me ponía agradablemente cachondo. Las mujeres con hijos debían de saber mucho de eso. Tenían práctica. Durante el sagrado matrimonio desarrollaban el gusto por el sexo, y cuando sus ordenadas uniones se iban al garete no podían pasarse sin él. Su necesidad era sucia, vergonzosa y excitante.
Como mi curiosidad.
El cuarto de baño de nuestra casa de El Monte era minúsculo.
La bañera y el retrete estaban en ángulo recto. Una noche, vi por un instante a mi madre mientras se secaba después de tomar una ducha.
Ella advirtió que me fijaba en sus pechos. Me explicó que el pezón derecho se le había infectado después de mi nacimiento y que habían tenido que extirpárselo. El tono con que lo dijo no era en modo alguno provocador. Se trataba de una enfermera colegiada explicando un hecho médico.
Mi mente se llenó de imágenes. Y quería más.
Pasé horas en la bañera, fingiendo interés por un submarino de juguete. Vi a mi madre medio desnuda, desnuda y cubierta sólo con las braguitas. Vi el vaivén de sus pechos. Vi su pezón bueno erecto a causa del frío. Vi la rojez de su entrepierna y cómo el vapor ruborizaba su piel.
La odiaba y la deseaba.
Y, de repente, estaba muerta.
Lunes 23 de junio de 1958. Un luminoso día de verano e inicio de mi soleada nueva vida.
Una pesadilla me despertó.
Mi madre no aparecía. Tony Curtis y su muñón con la funda negra, sí. Sacudí esa imagen de mi mente y dejé que las cosas surtieran su efecto.
Las demostraciones de sentimientos no iban conmigo. Mi período de duelo duró media hora; todo lo que hice fue derramar unas pocas lágrimas en el autobús.
Tengo guardado en la memoria el aspecto de aquel día: azul pólvora incandescente.
Mi padre me dijo que los Wagner no tardarían en llegar.
La señora Krycki había accedido a cuidar de mi perro mientras tanto. Faltaba una semana para el funeral y mi asistencia no era obligatoria. El laboratorio de la oficina del sheriff estaba a punto de devolverle el Buick. Pensaba venderlo para liquidar las deudas inmediatas de mi madre…, si las disposiciones del testamento no lo prohibían.
La señora Krycki le dijo a mi padre que yo mataba sus plataneras a machetazos y pidió una compensación. Yo le dije a mi padre que sólo estaba jugando y él me aseguró que no era nada grave.
Mi padre tenía un aire sombrío, pero yo aprecié que, en realidad, se sentía feliz y algo aturdido por tan inesperada fortuna. Aquellas gestiones postmortem eran su forma de liquidar todo lo relacionado con su ex.
Me dijo que me divirtiera un rato. Él tenía que ir al centro para identificar el cuerpo.
Los Wagner llegaron a Los Ángeles al cabo de unos días. El tío Ed se mostraba serio y grave. La tía Leoda estaba casi acongojada.
Ella adoraba a su hermana mayor, aunque las separaba un abismo. Jean tenía el físico, la melena pelirroja y la profesión interesante. Su marido era audaz, si bien superficialmente, y más estúpido que un mulo.