Papá Beckett alzó varias veces la vista para fijarla en Robbie, en un gesto provocador. No permanecía con la mirada baja por miedo o vergüenza, sino porque estaba cansado. Padecía del corazón y era demasiado viejo para andarse con juegos mentales con los presos jóvenes.
Robbie pasó una jornada y media en el estrado. Fue interrogado y contrainterrogado y cocido a fuego lento y zarandeado de palabra. Lo aguantó todo. No titubeó ni por un instante. En ningún momento dio la impresión de desmoronarse. Era una demostración de arte escénico parricida. Robbie era todo energía y valor, aunque probablemente subestimase el efecto que aquello produciría en su padre, que no paraba de bostezar.
Davidson citó el caso de Sue Hamway. Robbie contó al tribunal todo lo que sabía. Davidson mencionó a Paul Serio. Robbie lo describió como un gilipollas, compañero de andanzas de su padre. Rubin también mencionó a Serio. Robbie se burló de aquel cabroncete e imitó el modo en que subía y bajaba la cabeza. Rubin no lograba sacar de quicio a Robbie, cuyo odio llenaba la sala. Era un odio de origen infantil que con el paso del tiempo se había cargado de razones. Robbie era el protagonista de su propia historia vital; Tracy Stewart, la ingenua actriz principal de la obra. Robbie no sentía nada por ella. No era más que una golfa que jugaba con dos hombres y hacía que las cosas se desmadraran.
Robbie terminó de prestar declaración. El juez ordenó un descanso. Estuve a punto de aplaudir.
Subió a testificar la primera ex esposa de papá Beckett. Dijo que éste era un padre pésimo y que trataba con brutalidad a Robbie, a David y a Debbie. David Beckett prestó declaración. Señaló a su padre y lo llamó «pedazo de mierda». Dale Rubin contrainterrogó a David. Le preguntó si lo habían condenado por abusar sexualmente de menores. David respondió que sí. Señaló a su padre y dijo que había aprendido de él. No abundó en detalles. Debbie Beckett no pudo declarar. Se pinchaba y había muerto de sida.
Fue el turno de Paul Serio. Describió su participación en el asesinato de Susan Hamway y echó toda la culpa a papá Beckett. Ignoraba que había sido un asesinato premeditado; creía que se trataba de un ajuste de cuentas por deudas. Papá Beckett se había cargado a Sue Hamway él solo. Después había sacado un consolador y había dicho: «Hagamos que parezca un asesinato sexual.»
Serio había sentido ciertos remordimientos por la hija de Sue Hamway, que había muerto de inanición mientras el cadáver de ésta se descomponía.
Bill Stoner subió al estrado. Describió la investigación sobre Beckett desde el primer día. Su actitud, de tranquilidad y certeza absolutas, contrastaba con las demostraciones histriónicas de Robbie. Bill era un auditor independiente llamado para pormenorizar y calcular el total de los costos. Dale Rubin intentó ponerlo nervioso, pero no lo consiguió.
La defensa llamó a tres testigos. Dos viejos amigos de Robbie acudieron a declarar. Ambos dijeron que Robbie solía agredir a perfectos desconocidos sin que mediara razón alguna. Rubin controló a sus testigos y éstos dieron una imagen conveniente. El Robbie anterior a Tracy era impetuoso e imprevisiblemente violento. El argumento carecía de fuerza. La actuación deliberada de Robbie la dejaba reducida a nada. Robbie había ofrecido la misma imagen, sólo que con mayor fuerza dramática y en primera persona.
Rubin llamó a su último testigo, otro viejo camarada. Según él, Robbie había reconocido que había violado a Tracy Stewart. Le creí. En cambio, se me escapó cómo lo interpretaba el jurado. Imaginé que su respuesta sería: «¿Y qué?» Robbie ya estaba en la cárcel y no se podía dudar de él. Su autoinmolación robaba la escena a todo lo demás. Los miembros del jurado estaban cansados. Querían volver a casa. Y agradecían la experiencia. Había resultado emocionante y entretenida, y mucho más fácil que si hubiesen tenido que vérselas con el asunto Simpson. Allí había habido sexo y desavenencias familiares. Y se habían obviado los rollos científicos y las apelaciones maliciosas a la raza. En comparación, el espectáculo de la sala principal era muy inferior.
El juicio estaba casi concluido. Bill predijo un veredicto rápido y condenatorio. Gloria Stewart pudo presentarse en el tribunal y enfrentarse a papá Beckett. Pudo insultarlo. Pudo suplicar que le devolvieran el cuerpo de Tracy. La «confrontación con la víctima» era un procedimiento novedoso que acudía en defensa de los derechos de las víctimas y la recuperación psicológica de éstas. Le dije a Bill que no deseaba asistir a las argumentaciones finales ni a la confrontación. Papá Beckett bostezaría. Gloria Stewart haría su declaración y continuaría expresando su dolor. La ley de la confrontación con la víctima fue aprobada gracias a retrasados mentales enganchados a la televisión matinal. No deseaba presenciar la intervención de Gloria. No quería verla representar el papel de víctima profesional. Bill no llegó a presentarnos. Nunca le dijo quién era yo ni a quién había perdido en junio del 58. Sabía que no teníamos nada que decirnos. Sabía que mi dolor nunca había sido comparable al de ella.
El juicio de Beckett se prolongó dos semanas. Bill y yo acudimos a las sesiones a diario, cada uno en su coche. Bill salía con Dale Davidson y con Charlie Guenther casi todas las tardes. A veces se les unía Phil Vanatter. Ahora, Vanatter era famoso. Trabajaba en el caso del asesinato del siglo. El grupo del caso Beckett decidió celebrar el final del juicio. Vanatter fue con ellos. Bill me propuso que los acompañara, pero decliné la invitación. Yo no era policía ni ayudante del fiscal de distrito. No quería ponerme a hablar con profesionales. No quería discutir los aspectos más ridículos y bufos del caso Simpson ni compadecer a quienes lo llevaban. Y andaba escaso de irritación por motivos raciales. No me sentía un blanquito ofendido. Durante más de cincuenta años el DPLA había tratado a patadas a los negros indiscriminadamente. Mark Fuhrman era Jack Webb con colmillos. El ADN era irreductiblemente preciso y confuso. Las conspiraciones racistas poseían más peso dramático. Bill lo sabía, pero era demasiado delicado como para restregárselo por la cara a Phil Vanatter. Marcia Clark necesitaba un Robbie Beckett negro. Un Robbie negro podía incriminar a O.J. con un alma de cosecha propia. La justicia era política y teatro. O.J. Simpson recurría a un victimismo explotable. Yo no era Gloria Stewart.
Me dirigí a West Los Ángeles. Quería encontrar un teléfono de pago privado y llamar a Helen. Quería hablar de Tracy y de Geneva.
Recordé las cabinas telefónicas del hotel Mondrian. Era hora punta. Sunset Boulevard estaría abarrotado, probablemente. Tomé hacia el norte por Sweetzer. Crucé Santa Mónica Boulevard y advertí de pronto dónde me encontraba.
Estaba conduciendo por una zona de asesinatos.
Karyn Kupcinet murió en el ochocientos treinta y algo de North Sweetzer. Fue a finales de noviembre del 63. John Kennedy llevaba cuatro o cinco días muerto. Alguien estranguló a Karyn en su apartamento. La encontraron desnuda, boca abajo en el sofá. La sala estaba revuelta. La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff llevó el caso. Se ocupó de él Ward Hallinen. Investigaron al novio de Karyn, que era actor, y a uno de sus vecinos, un tipo raro. El padre de Karyn era Irv Kupcinet, un conocido conductor de programas de entrevistas y columnista en Chicago. Karyn se había trasladado a Los Ángeles para buscar una oportunidad como actriz. Su padre la mantenía, pero la muchacha no conseguía levantar cabeza. Su novio y los amigos de éste, sí. Karyn se puso demasiado esbelta; tenía algunos kilos de menos. Tomaba píldoras para controlar el peso y para volar. Guenther creía que su muerte había sido accidental. En la mesilla auxiliar, junto al cuerpo, habían encontrado un libro. Trataba exclusivamente de danza nudista. Una podía bailar como una ninfa de los bosques y liberar sus inhibiciones. Guenther suponía que la chica, borracha, estaba bailando desnuda, se había caído y se había roto el hueso hioides contra la mesilla. Había logrado arrastrarse hasta el sofá y allí había muerto. Bill pensaba que la habían asesinado, tal vez su novio, el vecino raro o algún chiflado que había ligado en un bar. En el 63 recibieron un montón de informaciones sobre el caso. Aún recibían algún soplo de vez en cuando. Recientemente, un tipo del FBI había tenido uno. Según el agente, lo había descubierto en una llamada grabada. Un mafioso aseguraba conocer la auténtica verdad. Karyn estaba chupándosela a un tipo y se había asfixiado con la polla.
Doblé al oeste en Sweetzer con Fountain. Vi el edificio de El Mirador. Judy Dull vivía allí. A sus diecinueve años, ya tenía un hijo y se había separado de su esposo. Posaba para unos anuncios de pastel de queso. Harvey Glatman la encontró. Glatman era sospechoso en el caso Jean Ellroy. Jack Lawton lo exoneró de toda sospecha en el caso Ellroy y lo detuvo por el asunto Dull.
En La Ciénaga, tomé hacia el norte. Allí mismo se alzaba el edificio de apartamentos donde vivía Georgette Bauerdorf. Georgette fue asesinada el 12 de octubre del 44. Un hombre irrumpió en su vivienda, le metió un rollo de vendas en la boca y la violó. La chica murió asfixiada en pleno acto. El asesino nunca apareció. Roy Hopkinson trabajó el caso.
Georgette tenía diecinueve años, como Judy Dull. Georgette tenía dinero, como Karyn Kupcinet. Georgette trabajaba como voluntaria en la cantina de una organización de servicios sociales para el Ejército. Su familia había regresado a Nueva York. Sus amigas aseguraban que se la veía nerviosa y que fumaba demasiado. Vivía por su cuenta. Conducía por Los Ángeles impulsivamente.
Karyn estaba moviendo droga, disimulada tras el dinero de su padre. Judy huía de demasiada vida demasiado deprisa. Georgette se contagió de la fiebre de a bordo y corrió a los chicos de la cantina. Tracy se ocultó en casa. Robbie la recogió allí. Jean escogió mal la población donde esconderse.
Visualicé sus rostros. Formé una fotografía de grupo. Convertí a mi madre en la madre de cada una de ellas. La coloqué en medio del encuadre.
Dime por qué.
Dime por qué eras tú y no otra.
Respóndeme y enséñame cómo has llegado hasta allí.
Mi madre afirmaba haber visto cómo los federales abatían a John Dillinger. Por entonces estudiaba enfermería en Chicago. Dillinger murió el 22 de julio del 34. En esa fecha Geneva Hilliker tenía diecinueve años. Mi padre decía que había sido entrenador de Babe Ruth. Tenía una vitrina llena de medallas que en realidad no había ganado. Las historias de mi madre siempre eran más creíbles. Él estaba más desesperado y ansioso por impresionar. Ella mentía para conseguir lo que quería; comprendía los límites de la verosimilitud. Era posible que estuviese a tres manzanas del cine Biograph y escuchara los disparos. Era posible que a partir de ciertos sonidos lo hubiese imaginado todo y hubiera acabado por convencerse de que era verdad, con la ayuda, tal vez, de unos cuantos vasos de bourbon. Era posible que me hubiese contado la historia de buena fe. Entonces tenía diecinueve años. Quizá con ello pretendiese decirme: «Mira lo brillante y prometedora que era.»
Mi padre era un mentiroso. Mi madre era una farsante. Durante seis años los conocí juntos, y durante otros cuatro, separados. Luego pasé siete años más con mi padre. Él crió a mi madre y la mató a tiros. Sus historias siempre estaban hinchadas y cargadas de malicia. Resultaban sospechosas. Durante los siete últimos años de su vida difamaba continuamente a mi madre, a voluntad.
Permanecí en contacto con mi tía Leoda, quien me contó cosas de Geneva. La elogiaba mucho. Yo nunca recordaba una palabra de lo que Leoda me decía. Detestaba a mi tía. Yo era el confidente y ella hacía el papel de primo con la pasta.
Leoda me proporcionaba mentiras de las cuales partir. No podía desecharlas sin más. Quería dar forma a la percepción desde puntos de vista contradictorios. Yo tenía mi propia memoria, que funcionaba perfectamente. Después del juicio de Beckett la sometí a prueba. Recordaba el apellido de antiguos compañeros de clase. Recordaba todos los parques y todas las cárceles dónde había ido a parar alguna vez. Tenía ordenada cronológicamente toda mi vida al lado de mi madre. Recordaba el nombre de antiguos proveedores de droga y de todos mis profesores en el instituto. Tenía la mente clara y precisa. Y una memoria sólida. Podía contrarrestar los fallos sinápticos con las descargas de fantasía. Era capaz de rememorar escenas alternativas. ¿Y si ella hacía lo mismo? Tal vez lo hiciera. Tal vez hubiese reaccionado de la misma manera. La verdad literal era básica. Podía llegar en cantidades limitadas. A mi memoria podía faltarle elasticidad, pero no estaba reprimida.
No disponía de fotos de familia. No tenía fotos de ella a los diez, a los veinte o a los treinta. Tenía fotos de ella a los cuarenta y dos, ya en decadencia, y de su cuerpo, ya muerta. Yo no sabía gran cosa de nuestros antepasados. Nunca hablaba de sus padres ni de sus tíos o tías favoritos.
Yo poseía una voluntad decidida y recordaba mis pensamientos desde hacía años luz. Era capaz de desnudar mi cerebro y revivir en él mis antiguos pensamientos respecto a ella. La imaginación podía ayudarme o lastrarme. Podía bloquearse en situaciones lujuriosas. Tenía que ser explícito. Se lo debía. Tenía que llevarla más allá.
Bill seguía en Los Ángeles, a la espera del veredicto del caso Beckett. Le dije que quería perderme por un tiempo. Respondió que lo entendía; no lograba quitarse de la cabeza a Tracy Stewart.
Estaba preparado. Desconecté el teléfono y desconecté las luces. Me estiré en la cama y cerré los ojos.
Procedía de Tunnel City, Wisconsin. Tunnel City era una estación de ferrocarril y poco más. Se trasladó a Chicago. Luego, a San Diego. Mi padre afirmaba haberla conocido en el hotel Del Colorado. Decía que fue en 1939. Decía que escucharon juntos el combate Louis-Schmeling. La pelea se celebró en el 38. Entonces, ella tenía veintitrés. Él, cuarenta. Él vestía de punta en blanco. Mientras lo conocí siempre llevó trajes de antes de la guerra, lo cual, en 1960, parecía una incongruencia. Conforme decaía nuestro nivel de vida, la ropa se veía más antigua. En 1938 era ropa de moda. Mi padre estaba espléndido y mi madre se enamoró de él. Mi padre se encontró con una joven ardiente a la que creyó poder controlar siempre. Tal vez la llevase a Tijuana a ver las corridas de toros. Hablaba muy bien el español, de modo que no debió de tener problemas para pedir la comida. Sí, la llevó a México para cortejarla y controlarla. La pareja fue a Ensenada en coche. En el 56, mi madre también me llevó allí. En esa ocasión lucía un vestido blanco sin mangas. La vi depilarse las axilas. Quise besárselas. Mi padre la entonó a base de margaritas. Por entonces, ella todavía no era alcohólica. Él le vertió en la mano una pizca de sal y unas gotas de zumo de lima y lo lamió todo. Se mostró desesperadamente atento. Ella aún no le había tomado la medida. Con el tiempo, lo haría.