Estaba de pie junto a la barra. Llevaba un uniforme blanco y una cazadora que le llegaba hasta las caderas. No se le veía la cara. La reconocí por las piernas y las manos. Sostenía una copa y un cigarrillo. Un hombre se inclinaba hacia ella para besarla. La mano izquierda del hombre estaba muy cerca del seno derecho de ella.
Bill se entrevistó con la gente de Airtek. La mayoría recordaba a mi madre. Bill transcribió las entrevistas y me las mandó. Los detalles hicieron que me sintiese elevado por los aires.
Airtek era la Ciudad del Amor. La gente de Airtek trabajaba duro y se divertía con el doble de intensidad. La gente llegaba a Airtek, se contagiaba el virus Airtek y abandonaba a su marido o mujer. El virus Airtek era muy contagioso. Era la gripe del
boogie-woogie
. En Airtek se hacía intercambio de esposas. Jean dejó Packard-Bell y entró en Airtek. Ruth Schienle y Margie Stipp, también. Ahora, Margie estaba muerta. Ruth había desaparecido. Jean era una mujer hermosa. Bebía demasiado y lo sabía. Bebía más de lo que Airtek podía tolerar. Y la mentalidad de Airtek era muy tolerante. Bebía en el restaurante Julie's, cerca del Coliseum. Al regreso del almuerzo, se demoraba para echar un trago. Nick Zaha trabajaba en Airtek. Tenía una relación íntima con Jean. En Airtek, los hombres eran grandes bebedores. Jean les administraba inyecciones de vitamina B, para las resacas. Los chicos de Airtek celebraron una fiesta en honor de Jean. Cantaron una y otra vez
Chances are
, la canción de Johnny Mathis. En una de las fiestas de Airtek, Jean se emborrachó y se encaramó a la plataforma de un toro de carga que la elevó hasta el techo del almacén principal. Jean le contó a un tipo que otro tipo estaba llevándola por mal camino. No dijo de quién se trataba. Una semana después, la mataron. Will Miller, una persona agradable, trabajaba en Airtek. Un empleado de Airtek viajó a Europa dos semanas antes del asesinato. Jean le pidió que le trajera un frasco de Chanel N.° 5. Jean era agradable. Jean trabajaba mucho. La melena pelirroja de Jean relucía detrás de tres vasos de bourbon.
Ahora se la veía reluciente. Yo quería más. Estábamos en un coche aparcado. Ella se encontraba allí bajo coacción. Yo no podía convencerla con halagos, ni excitarla, para que me diera más. Tenía que buscarlo en otros.
No sabía cómo conseguir más. Bill actuaba por su cuenta y me enseñó el modo de hacerlo.
Joe Walker repasó el listado de todos los Hilliker de Wisconsin. Había un Leigh Hilliker en Tomah. Tomah quedaba cerca de Tunnel City. Bill llamó a Leigh Hilliker. Tenía ochenta y cuatro años. Era primo hermano de mi madre. Dijo que Leoda Wagner había muerto. Ed Wagner estaba hospitalizado en Cross Plains, Wisconsin. Jeanne Wagner era ahora Jeanne Wagner Beck y vivía en Avalanche, Wisconsin. Tenía un marido y tres hijos. Leigh Hilliker estaba al corriente de la investigación que llevábamos a cabo. Había visto el programa de
Day One
el año anterior. Bill le preguntó si los Wagner lo sabían. Leigh respondió que lo ignoraba. Tenía sus señas y su número de teléfono. No se había mantenido en contacto. No los había llamado para comentarles lo del programa.
Bill consiguió el número de Janet Klock y el del hospital donde estaba Ed Wagner. Los llamó. Les contó lo que estábamos haciendo. Se mostraron tan sorprendidos como encantados. Me creían muerto en alguna cuneta de Los Ángeles hacía quince años.
Tío Ed tenía ochenta años y una dolencia cardíaca congestiva. Leoda había muerto hacía siete años, de cáncer. Janet tenía cuarenta y dos años y era la administradora pública de Cross Plains, Wisconsin. Dijo que tenía algunas fotografías encantadoras. Se las había dado su madre. Tía Jean era guapa. Janet explicó que las fotos se remontaban a su infancia.
Añadió que tía Jean había estado casada anteriormente, con un joven llamado Spalding heredero de la fortuna de la marca de productos deportivos Spalding. El matrimonio había sido muy breve.
Bill me llamó para darme la noticia. Me sentí más que perplejo. Bill me sugirió que fuésemos a Wisconsin. Insistía en la faceta familiar. Accedí. El aspecto familiar no fue un factor de peso en mi decisión. Me convencieron las fotografías y el factor Spalding.
Había más. Estaba ella.
Ed Wagner murió. Retrasamos nuestro viaje a Wisconsin.
Ed se encontraba viejo y enfermo, pero no en estado terminal. Murió inesperadamente. Las hermanas Wagner lo enterraron junto a Leoda. El cementerio estaba a cien metros de la puerta trasera de la casa de Janet.
Yo no lo conocía. Lo había visto una docena de veces en total. Siempre tomé la misma actitud severa de mi padre contra él. Era un alemán cabeza cuadrada que se había escaqueado del servicio militar. Las acusaciones resultaban muy poco sólidas. Ed siempre me había tratado bien. Se alegró de saber que estaba vivo y tenía éxito en mi profesión. Yo nunca lo llamé. Quería verlo. Le debía disculpas. Quería dárselas cara a cara.
Llamé a las hermanas Wagner. Hicimos planes para realizar el viaje antes de que su padre muriese. Al principio nos mostramos nerviosos. Luego, nos relajamos. Janet dijo que Leoda se habría sentido orgullosa de mí. Disentí de ella: quería destruir la visión que Leoda daba de su hermana. Janet señaló que Leoda no toleraba calumnias acerca de Geneva. Ed era más liberal. Tenía una opinión equilibrada. Jean bebía demasiado. Estaba preocupada. Nunca había compartido sus problemas con nadie.
Yo hablé con franqueza. Mis primas, también. Describí la vida y la muerte de mi madre en términos brutales. Ellas dijeron que le había roto el corazón a Leoda. Yo repliqué que había intentado arreglar las cosas con ella hacía dieciocho años. Critiqué a mi madre sin tacto. Leoda se escandalizó y con ello eché a perder mi intento de firmar la reconciliación.
Jeannie tenía cuarenta y nueve años y regentaba un invernadero. Su marido era profesor de universidad. Tenían dos hijos y una hija. Janet se había casado con un carpintero y tenía tres hijos y una hija. Yo no los veía desde las Navidades del 66. Leoda me había llevado en avión a Wisconsin. El primo no estuvo a la altura del timador.
Leoda se ofendió. Obsesionó a sus hijas. Desarrolló una inquina maliciosa. Sus hijas, no. Ellas acogieron mi regreso afectuosamente. Jeannie se mostró algo reservada. Janet, entusiasta. Acerca del matrimonio con Spalding, todo lo que sabía era que había durado muy poco. Ignoraba dónde se había celebrado la boda y qué circunstancias rodeaban la anulación o el divorcio. Desconocía el nombre de pila de Spalding. En junio del 58, Janet tenía cuatro años. Jeannie, casi doce. Leoda les explicó que tía Jean había salido a hacer la compra y la habían secuestrado. La policía había encontrado su cuerpo la mañana siguiente. Leoda abrevió el episodio de la muerte de mi madre del mismo modo que había expurgado su vida.
Janet me envió una copia del árbol genealógico de los Hilliker. Me sorprendió. Siempre había creído que mis abuelos eran inmigrantes alemanes. No sé de dónde había sacado tal idea. Mis antepasados poseían apellidos ingleses. El nombre completo de mi abuela era Jessie Woodard Hilliker. Tenía una hermana gemela llamada Geneva. El árbol enumeraba diversos Hilliker, Woodard, Smith, Pierce y Linscott. Llevaban siglo y medio en Norteamérica. Ed y Leoda estaban muertos. Ya no podían disputarme los derechos. Me habría opuesto a las pretensiones de ella con todo el tacto posible. Mis primas apenas conocían a mi madre. Podía permitirles que la compartiesen conmigo, superficialmente. Su corazón oscuro lo guardaba para mí.
Cross Plains era un barrio de las afueras de Madison. Bill y yo llegamos al aeropuerto de la ciudad.
Janet fue a recibirnos. La acompañaban su marido, su hijo menor y su hija.
No la reconocí. En el 66, Janet tenía doce años. No advertí en ella ningún rasgo característico de los Hilliker.
Brian Klock tenía cuarenta y siete años. Habíamos nacido en la misma fecha. Janet me contó que el día del cumpleaños de Brian Leoda rezaba por mí. También era mi aniversario. Nunca se olvidaba. Mindy Klock tenía dieciséis años. Tocaba el piano. Dijo que interpretaría algunas piezas de Beethoven para mí. Casey Klock tenía doce y el aspecto de un chico revoltoso. Los varones Klock poseían una cabellera abundante. Expresé mi envidia por ello y Brian y Casey se echaron a reír. Bill se mostró afable de inmediato. Jamás vi a nadie que supiese hacerlo tan bien. Los Klock nos llevaron a un Holiday Inn, en cuyo restaurante los invitamos a cenar. La conversación se desarrolló de manera fluida. Bill describió nuestra investigación. Mindy me preguntó si conocía algún astro del cine y mencionó sus ídolos del momento. Le dije que eran homosexuales. No me creyó. Le comenté algunos chismes de Hollywood. Janet y Brian se rieron. Bill también, y añadió que yo tenía la boca llena de mierda. Casey se hurgó la nariz y jugueteó con la comida.
Nos lo pasamos bien. Janet expuso el plan para el día siguiente. Iríamos a Tunnel City y a Tomah. Por el camino recogeríamos a Jeannie. Mencioné las fotos. Ella dijo que las tenía en casa y que las veríamos al día siguiente, por la mañana.
La cena se prolongó. La comida era extraña. Cada plato iba acompañado de queso fundido y salchicha. Imaginé que se trataba de una aberración regional. Los Klock hablaban con fuerte acento, similar al de Ed y Leoda. Escuché sus voces en el aire. No lograba recordar la voz de mi madre. Hablamos de ella. Janet y Brian se mostraron reverentes. Les dije que aflojaran un poco.
Las fotos eran viejas. Algunas estaban pegadas en álbumes; otras, dentro de sobres. Las examiné en la mesa de la cocina de Janet. A través de la ventana podía verse la tumba de los Wagner.
La mayor parte de las fotografías era en blanco y negro o en tonos sepia. Había unas pocas en color, de finales de los años cuarenta. Primero observé a mis antepasados. Tuve una visión fugaz de Tunnel City, Wisconsin. En todas las fotos tomadas al aire libre se veían vías de ferrocarril.
Mis bisabuelos. Una pareja típicamente victoriana, de aire severo. Posaban con gesto grave. Por entonces las poses naturales no existían. Vi el retrato del enlace Hilleker-Woodard. Earle aparecía como un joven resuelto y animoso. Jessie era frágil y adorable. Reconocí en sus facciones cierto parecido conmigo y con mi madre. Llevaba gafas y tenía nuestros mismos ojos pequeños. Le dio a mi madre unos hombros delicados y una piel blanca y suave.
Vi a mi madre. La seguí desde la infancia hasta los diez años. La vi con Leoda. Leoda miraba a su hermana mayor. Todas las fotos recogían su adulación. Geneva llevaba gafas. Tenía el cabello pelirrojo claro. Sonreía. Parecía feliz. Las fotos de interiores mostraban pocos adornos. Había crecido en una casa sin lujos superfluos. Los exteriores eran hermosos y salvajes. El oeste de Wisconsin era verde oscuro en flor o nevado y desierto de árboles.
Seguí adelante. Debía hacerlo. No había fotos de mi madre adolescente. Salté diez años. Vi a Geneva con veinte. Tenía el cabello más oscuro y una belleza tan grave e implacable que quitaba la respiración.
Llevaba el cabello recogido en un moño y dividido en el centro, por delante. Era un peinado algo pasado de moda, pero lo llevaba con majestuosa confianza. Sabía el aspecto que tenía. Sabía controlar su propia imagen.
Di un nuevo salto hacia delante. Vi tres fotos en color tomadas en agosto del 47. Mi madre llevaba dos meses embarazada. Estaba con Leoda. Una de las fotos estaba recortada. Tal vez Leoda hubiese decidido eliminar a mi padre. Mi madre tenía treinta y dos años. Sus facciones reflejaban resolución. Todavía llevaba el moño. ¿Para qué andarse con frivolidades y cambiar la marca de identidad de una misma? Sonreía. No se mostraba abstraída ni ferozmente orgullosa.
Vi una fotografía en blanco y negro. Mi padre había escrito la fecha en el reverso. Reconocí su caligrafía. Bajo la fecha había escrito:
«Perfección. ¿Y quién soy yo para embellecer el lirio?»
Era agosto del 46. En Beverly Hills. No podía ser en ningún otro sitio. Una piscina. Carpas estilo francés. Una fiesta ofrecida por alguien relacionado con el mundo del espectáculo. Mi madre estaba sentada en una silla plegable. Llevaba un vestido veraniego. Sonreía. Se la veía complacida y contenta.
Por entonces seguía al lado de mi padre, que trabajaba para Rita Hayworth.
Vi algunas fotos más, en blanco y negro. Eran de mediados de los años cuarenta. Todas estaban tomadas frente al 459 de North Doheny. Mi madre lucía un vestido claro y zapatos ligeros. El vestido le iba perfecto. Parecía de alta costura a precio asequible. Iba muy atildada. Llevaba un peinado diferente: el cabello recogido con trenzas a los lados y sujeto con alfileres. No logré interpretar su expresión.
Llegué a las fotos más sorprendentes, ampliadas a tamaño retrato.
Mi madre aparecía sentada o de pie junto a una valla. Debía de tener entre veinticuatro y veinticinco años. Llevaba camisa a cuadros, chaqueta, capucha, unos pantalones de montar y botas con cordones hasta las rodillas. Las fotos parecían instantáneas de luna de miel sin esposo. Detrás de la cámara estaba mi padre o el tal Spalding. Delante, Geneva Hilliker. Aquélla era mi madre sin ningún apellido de casada. Demasiado orgullosa para satisfacer. Los hombres acudían a ella, que se recogía el cabello y convertía la competencia y la rectitud en belleza. Estaba allí con un hombre. Estaba sola. Desafiando a todas las reclamaciones de derechos, pasadas y presentes.
Tunnel City y Tomah quedaban a tres horas en dirección noroeste. Fuimos en la furgoneta de Brian Klock. Brian y Janet iban delante. Bill y yo, detrás.
Tomamos carreteras secundarias. El paisaje de Wisconsin presentaba cinco colores básicos. Las montañas eran verdes. El cielo, azul. Los establos y silos, rojos, blancos y plateados.
Era un paisaje bonito. No le presté atención. Miré las fotografías que llevaba sobre los muslos. Las sostuve en diferentes ángulos y las levanté para aprovechar los esporádicos haces de luz. Bill me preguntó si me encontraba bien. Respondí que no lo sabía.
Recogimos a Jeannie. La reconocí. Tenía mis mismos ojos pardos, pequeños como cuentas. El tamaño lo heredamos de Jessie Hilliker y el color de nuestros respectivos padres.
A Jeannie el asunto Ellroy le resultaba perturbador. Su padre había muerto hacía tres semanas. Bill y yo actualizábamos un drama que ella no necesitaba. No se mostró ruda ni poco hospitalaria, sino distante. Bill le preguntó por el asesinato. Ella contó la misma historia que Leoda, punto por punto. Sus padres nunca le habían hablado del asunto. Leoda había alzado una muralla en torno a él. Había mentido acerca de la muerte de su hermana y revisó toda la vida de ésta de acuerdo con ello.