Aún no estaba preparado. Primero, tenía que despejar un bloqueo temporal. Tenía que seguir el rastro de Lloyd, Bellavia y Zaha y comprobar adónde me conducía. Quería acercarme a mi madre con un cargamento completo de munición retrospectiva. Se aproximaba el juicio de Beckett. Bill estaría en la mesa de la acusación todo el día, todos los días. Y yo quería presenciar el juicio. Quería contemplar a papá Beckett y hacerle un maleficio a su alma despreciable. Quería ver cómo Tracy Stewart conseguía vengarse, por tarde que fuera para ello e insatisfactorio que resultase. Bill me advirtió que el juicio tal vez durase dos semanas. Casi con seguridad, terminaría a finales de julio o a principios de agosto. Para entonces, yo podía cohabitar con la pelirroja.
Teníamos tres nombres entre manos y nos dedicamos con ahínco a perseguirlos.
Telefoneamos a Eula Lee Lloyd y no obtuvimos respuesta. Llamamos a su puerta y no respondió. Lo intentamos durante tres días seguidos, sin éxito. Hablamos con la casera. Nos explicó que Eula Lee estaba fuera, en alguna parte, cuidando de su hermana enferma. La pusimos al corriente de nuestra situación y ella nos aseguró que hablaría con Eula Lee, tarde o temprano. Le diría que deseábamos charlar un rato. Bill le dio el número de su casa. La mujer dijo que se pondría en contacto.
Llamamos a la puerta de Charles Bellavia. Nos atendió su esposa. Dijo que Charles había ido a la tienda; padecía del corazón y cada día daba un paseo corto. Bill le enseñó el cheque cancelado y comentó que la mujer que lo había extendido había sido asesinada dos meses más tarde. Luego, preguntó por qué motivo Charles Bellavia había endosado aquel talón. La mujer nos aseguró que la firma no correspondía a Charles. Yo no le creí. Bill, tampoco.
La señora Bellavia nos pidió que nos fuéramos. Intentamos aplacarla con palabras amables, pero no se tragó nuestra representación. Bill me tocó el brazo para indicarme que era el momento de retirarse.
Retrocedimos. Bill me dijo que entregaría el cheque al Departamento de Policía de El Monte. Tom Armstrong y John Eckler se encargarían de hablar con el viejo Bellavia.
Buscamos a Nikola Zaha.
Fuimos en coche hasta Whittier y buscamos en la primera dirección que teníamos. Nos atendió una muchacha. Dijo que su abuelo, Nikola, había muerto hacía mucho tiempo. El otro Zaha de la localidad era la ex esposa de su tío.
Llamamos a la puerta del otro Zaha. No respondió nadie. Continuamos camino hacia la comisaría de El Monte y entregamos el cheque a Armstrong y a Eckler.
Volvimos al condado de Orange y nos tomamos el resto del día libre. Yo me acerqué a una tienda Home Depot y compré otro tablero de corcho. Lo instalé en la pared del dormitorio.
Tracé una gráfica de tiempos, desde el sábado por la noche hasta el domingo por la mañana. Empezaba en el 756 de Maple Street, a las 20.00 horas, y terminaba en el instituto Arroyo a las 10.10 de la mañana siguiente. Situé a mi madre en la zona de Five Points, de hora en hora. Escribí interrogantes para señalar los momentos de cuya presencia no había constancia. Situé su muerte a las 3.15. Clavé la gráfica en el tablero. Añadí una foto de la escena del crimen tomada a las 3.20.
Contemplé la gráfica durante más de dos horas largas. Bill llamó para decirme que había hablado con el hijo y con la ex nuera de Nikola Zaha. Según contaron, Zaha había muerto en el 63, con cuarenta y pocos años, de un ataque cardíaco. Le gustaba la bebida e ir detrás de cuanto coño se le cruzase en el camino. Era ingeniero y trabajaba en un polígono industrial cerca del centro de Los Ángeles. Cabía la posibilidad de que hubiera trabajado para Airtek Dynamics. A su hijo y a su ex el nombre de Jean Ellroy no les sonaba en absoluto. El primero comentó que su padre era un salido de tres al cuarto. Bill obtuvo dos descripciones de Zaha. En ambas, parecía la antítesis del Hombre Moreno.
Bill se despidió. Colgué el auricular y seguí contemplando la gráfica.
Armstrong y Eckler nos informaron de que habían hablado con Charles Bellavia y que éste insistía en que la firma del cheque no era la suya. No resultaba muy convincente. Según explicó, en el 58 era propietario de un furgón de comidas que servía a los obreros de las fábricas del centro de Los Ángeles. Armstrong tenía una teoría. Imaginaba que Jean Ellroy había comprado algo que comer, había pagado con un cheque y, como cambio, había recibido diez o doce dólares en metálico. Bellavia aseguraba que no conocía a Jean Ellroy, y sonaba convincente. El hombre del furgón de comidas entregó el cheque a Bellavia, quien lo endosó y lo depositó en su cuenta corriente.
Llegó información de la casera de Eula Lee Lloyd. Se acordaba de Jean Ellroy y de su asesinato, pero no tenía nada que contarnos. Debía cuidar de su hermana y no tenía tiempo para hablar de viejos homicidios.
Bill empezó el trabajo previo al juicio con el fiscal del caso Beckett. Me encerré con el expediente de Jean Ellroy. La línea 1-800 sonaba esporádicamente. Eran llamadas de videntes o de gente que acusaba a O.J. En el plazo de dos semanas telefonearon cuatro periodistas. Querían escribir acerca de Ellroy y Stoner. Todos prometían incluir en los artículos nuestro número 1-800. Programé citas con informadores del
Los Angeles Times
, del
Tribune
del valle de San Gabriel, de la revista
Orange Coast
y de
La Opinión
.
Nos llegó una buena pista. Una mujer llamada Peggy Forrest leyó el
Los Angeles Times
con retraso y nos llamó. Se había trasladado a El Monte en 1956. No era vidente. No creía que su padre hubiese matado a mi madre. Vivía a kilómetro y medio de Bryant y Maple (tanto ahora como entonces).
El mensaje resultaba por demás interesante. Bill llamó a la mujer y concertó una cita. Nos desplazamos hasta su casa. Vivía en Embree Drive, junto a Peck Road, al norte de mi vieja casa.
Peggy Forrest era larguirucha y esbelta y debía de tener unos setenta años. Nos invitó a sentarnos en el patio trasero y nos contó su historia.
Habían encontrado a la enfermera un domingo por la mañana, según había oído en la radio. Willie Stopplemoor llamó a su puerta. La mujer deseaba hablar del asunto. Willie (abreviatura de Wilma) estaba casada con Ernie Stopplemoor. Tenían dos hijos, Gailand y Jerry. Gailand estudiaba en el instituto Arroyo. Ernie y Wilma tenían entre treinta y cinco y cuarenta años, procedían de Iowa y vivían en Elrovia. Elrovia quedaba cerca de Peck Road.
Willie estaba inquieta. Decía que los agentes buscaban a Clyde
el Latas
Green. El abrigo que habían encontrado sobre el cuerpo de la enfermera era de éste. La enfermera vendía droga por cuenta del Latas.
Green vivía enfrente de la casa de Peggy Forrest. Trabajaba con Ernie Stopplemoor en una tienda de maquinaria. El Latas medía algo menos de 1,80, era rechoncho y llevaba el pelo cortado a cepillo. En la época del asesinato debía de rondar la treintena. Estaba casado con Rita Green. Ambos procedían de Vermont o de New Hampshire. Rita era rubia. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. El Latas y Rita frecuentaban los bares. El era «una leyenda en El Monte» y «un conocido mal chico». La pareja tenía un hijo, Gary, y una hija, Candy. Los dos estudiaban en la escuela elemental Cherrylee. En 1958 debían de tener seis o siete años. Una mañana, Peggy vio a Green colarse en casa cargado con unos trajes y chaquetas de sport. El asunto no olía bien. Willie Stopplemoor no volvió a mencionar al Latas ni a la enfermera. Peggy se olvidó del asunto. El sorprendente final de toda esta historia fue el siguiente:
Los Green se marcharon con rumbo desconocido pocas semanas después del asesinato. Retiraron a sus hijos de la escuela, dejaron la casa y cancelaron la hipoteca. Nunca más regresaron a El Monte. Lo mismo hicieron los Stopplemoor. Se separaron inesperadamente. No le dijeron a nadie que proyectaban trasladarse. Levantaron el campo y se esfumaron, así de simple.
Le pedí a Peggy que me diese una descripción de Ernie Stopplemoor. Respondió que era muy alto y delgaducho. Bill mencionó la tienda de maquinaria. Peggy dijo que ignoraba el nombre. Estaba en alguna parte del valle de San Gabriel.
Le pedí nombres. Le pedí que relacionara alguno con el incidente de los Green. Peggy respondió que su padre le había contado que Bill Young y Margaret McGaughey conocían a la enfermera muerta.
Bill volvió a repasar con Peggy Forrest la historia que ésta le había contado. La mujer la repitió con el mismo tono de seguridad. Anoté todos los nombres, edades y descripciones físicas. Escribí una lista de prioridades y subrayé cuatro cosas:
Museo de El Monte: comprobar 58 directorios. Comprobación 1959: verificar si los Green y los Stopplemoor dejaron realmente El Monte.
Confirmar los archivos escolares de los hijos de los Green y de los Stopplemoor.
Buscar a Green y Stopplemoor a nivel nacional e intentar localizarlos.
Parecía algo. Aquello empezaba a gustarme.
Le enseñé la lista a Bill. Me dijo que estaba bien. Hablamos de la historia de los Green y los Stopplemoor. Apunté que el detalle del abrigo era mentira. La policía había encontrado a mi madre cubierta con su propio gabán. Bill observó que el cuento de la droga también era mentira. No creía que Jean tuviese acceso a narcóticos vendibles. Yo señalé que me gustaba el aspecto geográfico del asunto. Elrovia quedaba a una manzana de Maple. Empecé a establecer teorías. Bill me dijo que lo dejara. Antes, teníamos que determinar más hechos.
Nos acercamos al museo de El Monte. Comprobamos los listines telefónicos de 1958 y encontramos un Clyde Greene. Su esposa no constaba como Rita, sino como Lorraine. Revisamos las guías de los años 59, 60 y 61. No aparecía ningún Clyde o Lorraine Greene. A los Stopplemoor los encontramos en Elrovia durante los cuatro años consultados.
Bill llamó a Tom Armstrong, con quien había analizado el caso. Le proporcionó los nombres de los hijos de los Greene y los Stopplemoor y sus edades aproximadas. Los segundos muy probablemente seguían en El Monte. En cambio, era posible que los Greene se hubieran marchado de inmediato. Armstrong aseguró haber comprobado en los archivos escolares adecuados. Intentaba determinar si los Greene y los Stopplemoor habían cambiado de colegio a sus hijos.
Bill llamó al jefe Clayton y a Dave Wire. Dejó caer los nombres de Ernie Stopplemoor y de Clyde Greene, «la leyenda de El Monte», sin resultado. Clayton y Wire prometieron llamar a algunos antiguos agentes e informar de lo que averiguaran.
Llamaron a algunos antiguos agentes. Informaron de lo que habían averiguado. Nadie recordaba a Ernie Stopplemoor ni a Clyde
el Latas
Greene.
Consultamos los nombres de los Greene, de los Stopplemoor y de los hijos de ambos en los ordenadores del Departamento de Justicia y en el «libro inverso» de los cincuenta estados.
Consultamos los nombres de Rita Greene y de Lorraine Greene. Obtuvimos una lista, afortunadamente corta, de gente apellidada Greene. Los llamamos a todos. Ninguno respondió de forma sospechosa. Ninguno había vivido en El Monte. Ninguno de los Clyde utilizaba el alias el Latas. Ninguno de los Gary y de las Candy había tenido que vérselas con un padre llamado Clyde o una madre llamada Lorraine o Rita.
Localizamos a tres Stopplemoor en Iowa. Eran parientes del viejo Ernie. Dijeron que Ernie y Wilma habían muerto. Su hijo, Jerry, también. El otro hijo, Gailard, vivía en el norte de California.
Bill consiguió el número de Gailard y lo llamó. Gailard no recordaba a la familia Greene ni tenía presente el asesinato de Jean Ellroy o cualquier otra cosa relacionada con El Monte que no fueran los coches trucados y las chicas. No se mostró suspicaz en ningún momento. Más bien parecía sonámbulo.
Armstrong nos consiguió los archivos escolares que demostraban que los Stopplemoor se habían quedado en El Monte. También demostraban que los Greene habían retirado del colegio a sus hijos en octubre del 58. Peggy Forrest se había equivocado en ese extremo.
Intentamos encontrar a Bill Young y a Margaret McGaughey, pero no lo conseguimos. Nos despedimos de toda la tangente.
Encontramos a la reportera del
Los Angeles Times
. Le mostramos el expediente, le enseñamos El Monte y la llevamos a Valenzuela's, al instituto Arroyo y al 756 de Maple. Dijo que iba con retraso. Quizá no pudiera publicar el artículo hasta pasado el Día del Trabajo.
Bill reanudó los preparativos para el juicio de papá Beckett. Yo volví al expediente. Este era una vía de acceso a mi madre. Yo iba a esconderme con ella muy pronto. El expediente estaba preparándome. Cuando llegase el momento quería contar con hechos precisos y determinados y pretendía que los rumores estuviesen sincronizados con mi imaginación. El expediente olía a papel viejo. Yo podía convertir aquel olor en perfume derramado, en sexo y en ella.
Me encerré con el expediente. Hacía un calor infernal y mi apartamento no tenía aire acondicionado. Contemplaba los tableros de corcho y su contenido. Me hacía traer la comida. Cada noche hablaba por teléfono con Helen y con Bill, y con nadie más. Mantuve conectado el contestador automático. Una serie de médiums y videntes llamaron para asegurarme que podían ayudarme. Borré los mensajes. Inventé algunas medidas absurdas y se las transmití a Bill. Dije que podíamos poner un gran anuncio en los periódicos solicitando información acerca de la Rubia y del Hombre Moreno. En opinión de Bill sólo conseguiríamos atraer más chiflados, gilipollas y místicos. Propuse ofrecer una cuantiosa recompensa por la misma información. Eso animaría a los asiduos de los bares que oyeran la historia de la Rubia. Bill replicó que eso animaría a cualquier mamón del condado de Los Ángeles. Apunté que podíamos repasar todos los listines telefónicos de El Monte, Baldwin Park, Rosemead, Duarte, La Puente, Arcadia, Temple City y San Gabriel correspondientes a 1958 y anotar todos los nombres griegos, italianos y latinos caucásicos que sonaran a varones y pasarlos por los ordenadores del Departamento de Justicia y del de Vehículos a Motor para ponernos en contacto con aquellos que nos interesaran. A Bill le pareció una idea de locos. Tardaríamos un año y sólo obtendríamos datos vagos y una irritación catastrófica.
Me dijo que leyese el expediente y pensara en mi madre. Respondí que eso hacía. No le dije que una parte de mí estaba huyendo tal como ella solía hacer. No le dije que mis desquiciadas sugerencias eran una especie de esfuerzo postrero por evitarla.