A veces me cerraban en las narices. Llegaba a medianoche y encontraba la verja con el candado puesto. King's Row era un camino de acceso al instituto. No existía para volver a inyectarme el horror. Otras veces encontraba la verja abierta. Entonces entraba con el coche y aparcaba con las luces apagadas. Me quedaba allí sentado, temeroso. Imaginaba toda clase de horrores de 1995 y los esperaba pacientemente. Quería arriesgar mi físico en nombre de ella. Quería que su miedo se fundiera con el mío y se transformara como por ensalmo. Quería asustarme hasta alcanzar un grado de conciencia que provocara nuevas y lúcidas percepciones.
Pero mi temor disminuía al llegar a su punto culminante; nunca lograba asustarme a mí mismo lo suficiente para llegar a esa noche en concreto.
Salió el
L.A. Weekly
. El artículo sobre Ellroy-Stoner estaba perfectamente realizado. Exponía los casos de mi madre y de Bobbie Long con considerable minuciosidad y subrayaba el papel de la Rubia. Erróneamente, decía que mi madre había sido estrangulada con la media de seda. La omisión de la cuerda resultaba fundamental, pues nos ayudaba a eliminar falsas confesiones y a confirmar las legítimas. Los hechos auténticos ya se habían publicado en
GQ
y en artículos de periódico antiguos. La omisión del
L.A. Weekly
era un recurso de urgencia.
En la revista apareció nuestro número de teléfono para quien quisiera dejar mensajes, en negrita destacada.
Recibimos llamadas. Mantuve en marcha el contestador automático las veinticuatro horas. Repasaba los mensajes periódicamente y anotaba la hora precisa en que había llegado cada uno. Bill comentó que los teléfonos 1-800 identificaban el número desde el que se llamaba. Podíamos anotar la hora en que se producía la llamada sospechosa y seguir el rastro del comunicante a través de la factura mensual.
El primer día, cuarenta y dos personas llamaron y colgaron. Dos videntes se ofrecieron a trabajar por dinero. Un hombre dijo que podía organizar una sesión e invocar el espíritu de mi madre por una tarifa puramente simbólica. Un gilipollas metido en la industria del cine planteó que debía contemplar mi vida como una producción de gran presupuesto. Una mujer aseguraba que su padre había matado a mi madre. Cuatro personas dijeron que lo había hecho O.J. Simpson. Un antiguo camarada llamó para darme un sablazo. Al día siguiente, los que llamaron y colgaron fueron veintinueve. Hubo cuatro propuestas de videntes. Dos personas llamaron y acusaron a O.J. Nueve llamadas fueron para desearme suerte. Una mujer aseguró que le encantaban mis libros y propuso que nos viéramos. Un hombre me acusó de escribir novelas racistas y homófobas. Tres mujeres declararon que quizá su padre hubiese matado a mi madre. Dos de ellas añadieron que sus padres las habían sometido a abusos deshonestos.
Las llamadas continuaron.
Hubo más comunicantes que colgaban y más que acusaban a O.J. hubo más propuestas de videntes y más llamadas de apoyo. Nos llegaron dos de mujeres que padecían el síndrome de la memoria reprimida. Decían que su padre abusaba de ellas y que tal vez hubiese matado a mi madre. Recibimos tres llamadas de la misma mujer, quien afirmaba que su padre no sólo había matado a mi madre, sino también a la Dalia Negra.
Nadie llamó para decir que conocía a la Rubia. Nadie llamó para decir que conocía a mi madre. Ningún antiguo policía llamó para decir que él se había cargado a aquel moreno hijo de puta.
El número de llamadas descendió día a día. Reduje nuestra lista de pistas a seguir. Descarté a los chiflados, a los videntes y a la mujer de la Dalia Negra. Bill llamó a las otras mujeres que habían delatado a sus padres y les formuló algunas preguntas clave.
Las respuestas dejaban libres de sospecha a los padres. Eran demasiado jóvenes. O en 1958 estaban en prisión. O no se parecían en absoluto al Hombre Moreno.
Las mujeres querían hablar. Bill dijo que las escucharía. Seis de ellas contaron la misma historia. Su padre le pegaba a su madre. Su padre las sometía a abusos deshonestos. Su padre se gastaba en juergas el dinero del alquiler. Su padre perseguía a chicas menores de edad. Su padre estaba muerto o atrozmente impedido por la bebida.
Todos los padres respondían a un estereotipo. También sus hijas. Todos eran de mediana edad y se sometían a terapia. Se definían en términos terapéuticos. Vivían la terapia y hablaban de ella y utilizaban una jerga terapéutica para expresar su sincera creencia en que sus padres realmente podían haber matado a mi madre. Bill grabó tres de esas conversaciones. Las escuché y tomé en serio cada una de las acusaciones concretas de abusos sexuales. Las mujeres eran traicionadas y sometidas a malos tratos. Sabían que sus padres eran violadores y asesinos de corazón. Creían que la terapia les proporcionaba una visión sobrenatural. Eran víctimas. Veían el mundo en términos víctima-depredador. Me veían como una víctima. Querían crear familias en que un miembro fuese víctima y el otro depredador. Querían reclamarme como hermano y ungir a mi madre y a sus padres como nuestros progenitores disfuncionales. Pensaban que la fuerza traumática que daba forma a sus visiones suplantaba la simple lógica. No importaba que sus padres no se parecieran al Hombre Moreno. Éste podía haber dejado a mi madre a la entrada del Desert Inn. Sus padres podían haberla raptado en el aparcamiento. La acusación de aquellas mujeres no era en absoluto concluyente, pero querían que se hiciera pública. Estaban escribiendo la historia oral de los niños maltratados de nuestro tiempo. Querían que en ella se incluyera mi relato. Eran reclutadoras evangélicas.
Me conmovieron y me asustaron. Pasé de nuevo las cintas y comprendí el origen de mi miedo. Por teléfono, las mujeres parecían complacidas de sí mismas. Su condición de víctimas hacía que se sintiesen atrincheradas y satisfechas.
Las llamadas a la línea abierta cesaron. El productor de
Day One
se puso en contacto conmigo. Dijo que no podíamos seguir con nuestro número 1-800 pues violaba su código de Usos y Prácticas. El invitado ante las cámaras añadiría unas cuantas palabras al final de nuestra intervención y sugeriría a quien pudiera dar alguna pista que llamase a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, pero no daría el número de ésta.
Me sentí decepcionado. También Bill. La restricción echaba al traste nuestro acceso a información a nivel nacional. El número de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff no era de llamada gratuita. Una persona sospechosa quizá telefonease al 1-800, pero jamás a la pasma. Una persona corriente y un pobre llamarían a un teléfono gratuito, pero no pondrían una conferencia.
Bill predijo que recibiríamos quinientas llamadas a nuestra línea y apenas diez al número de la Brigada de Homicidios.
Pasé una semana a solas con el expediente de Jean Ellroy. Leí todos los informes y notas catorce docenas de veces. Me concentré en un pequeño detalle.
Airtek Dynamics pertenecía al grupo Pachmyer. Los nombres Pachmyer y Packard-Bell eran fonéticamente similares. Yo tenía entendido que mi madre había trabajado en la Packard-Bell hasta junio del 58, pero el Libro Azul decía que no. Quizás hubiese soñado lo de Packard-Bell, hacía cuarenta años. Quizá se tratase de un desliz de memoria disléxico.
Bill y yo discrepamos al respecto. Él opinaba que debíamos ponernos en contacto con mis parientes en Wisconsin. Tío Ed y tía Leoda tal vez viviesen todavía. Quizá pudiesen confirmar el asunto de la Packard-Bell o conocieran algún nombre. O tal vez tuviesen la documentación del entierro de mi madre. Yo apunté que había hablado con los Wagner en 1978. Había llamado a Leoda para disculparme por las veces que le había sisado dinero. Discutimos. Me dijo que Jeannie y Janet, mis primas, estaban casadas. ¿A qué esperaba yo? Me trató con aire condescendiente. Según ella, el trabajo de cadi no debía de ser muy estimulante.
En esa ocasión envié al carajo a los Wagner. Los envié al carajo definitivamente. Así pues, le dije a Bill que no quería ponerme en contacto con ellos otra vez. Él replicó que me daba miedo, que no quería revivir la figura de Lee Ellroy ni por dos segundos. Y yo reconocí y acepté que tenía razón.
Rastreamos nombres. Encontramos a una anciana de noventa años, lúcida y despierta. La mujer conocía El Monte y nos dio algunos nombres. Sus pistas nos condujeron al depósito de cadáveres.
Pasé dos semanas a solas con los expedientes de los casos Ellroy y Long. Hice inventario de todas las notas escritas en cualquier pedazo de papel. Reuní sesenta y una páginas, las fotocopié y se las entregué a Bill.
Encontré otra nota arrugada en la que ninguno de los dos había reparado. Se trataba del resumen de una declaración. Reconocí la caligrafía de Bill Vickers. El policía hablaba con una camarera del restaurante Mama Mia. La mujer había visto a mi madre en el local «hacia las 20.00 horas» del sábado. Estaba sola. Se detuvo a la entrada y contempló el local «como si buscara a alguien».
Repasé mi inventario. Encontré una nota que acompañaba la anterior. Decía que Vickers había llamado a la camarera del Mama Mia. Ésta mencionó a una mujer pelirroja. Vickers dijo que le llevaría una foto de la víctima.
La nota que acababa de encontrar resumía lo sucedido a continuación. La camarera contempló la foto y dijo que la mujer pelirroja era mi madre.
Constituía una pista importante para la reconstrucción.
Mi madre «buscaba a alguien». Bill y yo extrapolamos quién era ese «alguien». Buscaba a la Rubia y/o al Hombre Moreno. Antes de aquella noche ya estaba relacionada con uno de ellos, por lo menos.
Day One
salió al aire. El espacio dedicado a la pareja Ellroy-Stoner fue punzante y directo al grano. El director comprimió la historia en diez minutos de tiempo en pantalla. Introdujo la figura de la Rubia. Mostró los retratos robot del Hombre Moreno. Diane Sawyer indicó a los posibles comunicantes que llamaran a la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff.
Llamó la mujer de la Dalia Negra. Llamaron cuatro mujeres más para decir que su padre podría ser el autor de la muerte. Llamó un hombre y delató a su padre. Llamó otro y denunció a su suegro. Llamamos a las personas que nos habían llamado. La información resultó falsa en todos los casos.
Pasé otra semana con los expedientes de los casos Ellroy y Long. No encontré más conexiones. Bill despejó su escritorio en la central. Encontró un sobre con la anotación Z-483-362.
El sobre contenía:
Una tarjeta de visita a nombre de John Howell, de Van Nuys, California. El talonario para pagos del coche de Jean Ellroy. Había efectuado el último desembolso el 5/6/58. Los plazos ascendían a 85,58 dólares mensuales.
Un cheque cancelado de quince dólares, con fecha 15/4/58. Jean Ellroy lo había firmado el día en que cumplía cuarenta y tres años. Lo endosaba un hombre llamado Charles Bellavia.
Una hoja de papel de un bloc de notas, en una de cuyas caras se leía: «Nikola Zaha. ¿Novio de Vic? Whittier.»
Consultamos los nuevos nombres en los ordenadores del Departamento de Vehículos a Motor y del Departamento de Justicia. En el segundo no tuvimos ningún éxito. En el de Vehículos a Motor no había nada de Zaha, pero si de John Howell y de Charles Bellavia. Ya eran un par de viejos. Bellavia vivía en West Los Ángeles. Howell, en Van Nuys. Bellavia era un apellido raro, y dimos por supuesto que hablábamos con el hombre en cuestión. En cuanto a John Howell, sabíamos que teníamos al auténtico. Su dirección en aquellos momentos variaba unos cuantos números de la que constaba en su tarjeta de visita.
Buscamos en el «libro inverso» algún dato sobre Zaha. Encontramos un par en Whittier. Zaha también era un apellido extraño. Whittier quedaba cerca del valle de San Gabriel, de modo que los dos Zaha que se apellidaban así debían de estar emparentados con el nuestro.
Recordé a Hank Hart, un antiguo novio de mi madre. En una ocasión los sorprendí juntos en la cama. Hank Hart tenía un solo pulgar. Encontré a mi madre con otro hombre. Nunca supe cómo se llamaba. El nombre de Nikola Zaha tampoco me sonaba de nada.
Podía tratarse de un nombre clave. El tal Nikola tal vez fuese el motivo del precipitado traslado de mi madre a El Monte.
Bill y yo nos dirigimos en coche a Van Nuys. Encontramos la casa de John Howell. La puerta estaba abierta de par en par. Hallamos a Howell y a su esposa en la cocina. Una enfermera les preparaba el almuerzo.
El señor Howell permanecía conectado a un respirador. La señora Howell iba en silla de ruedas. Los dos eran viejos y frágiles; no parecía que fuesen a vivir mucho tiempo más.
Hablamos con ellos amablemente. La enfermera hizo caso omiso de nuestra presencia. Les explicamos nuestra situación y les pedimos que hicieran un esfuerzo por recordar. La señora Howell estableció la primera conexión. Dijo que su madre se había encargado de cuidarme cuando era pequeño. La mujer había muerto hacía quince años. Tenía ochenta y ocho. Me esforcé por recordar cómo se llamaba. Al fin lo conseguí.
Ethel Ings. Casada con Tom Ings. Inmigrantes galeses. Ethel adoraba a mi madre. Ethel y Tom estaban en Europa en junio del año 58. Mi madre los acompañó hasta el
Queen Mary
. Mi padre llamó a Ethel para comunicarle la muerte de mi madre. Ethel se sintió muy afectada.
El señor Howell dijo que se acordaba de mí. No me llamaba James, sino Lee. La policía encontró su tarjeta de visita en casa de mi madre. Lo interrogaron. Fueron muy rudos con él.
La enfermera señaló su reloj de pulsera y levantó dos dedos. Bill se inclinó hacia mí.
—Nombres —murmuró.
Vi una libreta de direcciones en la mesa de la cocina y le pregunté al señor Howell si podía echar una ojeada. Él asintió con la cabeza. Pasé las páginas y reconocí un nombre.
Eula Lee Lloyd. Nuestra vecina de al lado, hacia el año 54. Estaba casada con un hombre llamado Harry Lloyd. Últimamente vivía en North Hollywood. Memoricé la dirección y el número de teléfono.
La enfermera dio unos golpecitos sobre la esfera del reloj. La señora Howell temblaba y su marido respiraba con dificultad. Bill y yo nos despedimos. La enfermera nos acompañó hasta la puerta principal y, cuando estuvimos fuera, cerró de un portazo.
Por un instante logré hacerme cierta idea de hasta qué punto me fallaba la memoria. No recordaba a Eula Lee Lloyd. No recordaba a Ethel ni a Tom Ings. La investigación se prolongaba ya nueve meses. Los huecos en mi memoria quizás estuviesen perjudicando nuestro avance. Recuperé un recuerdo. Me encontraba en una barca con Ethel, Tom y mi madre. Era a finales de mayo o a principios de junio de 1958. Creía haber analizado exhaustivamente cada detalle del momento. Los Howell me enseñaron que no era así. Mi madre podría haber dicho cosas. Podría haber hecho cosas. Podría haber mencionado algún nombre. Los policías me interrogaron una y otra vez. Querían conocer mis recuerdos recientes. Ahora se trataba de que recuperase los antiguos. Tenía que dividirme en dos. El hombre de cuarenta y siete años tenía que interrogar al niño de diez. Mi madre vivía en mi esfera de acción, y yo tenía que vivir con ella una vez más. Tenía que ejercer una presión mental extrema y regresar al pasado que ambos compartimos. Tenía que colocar a mi madre en escenarios ficticios e intentar la exploración de recuerdos reales a través de expresiones simbólicas. Tenía que revivir mis fantasías incestuosas, ponerlas en contexto y embellecerlas más allá de la vergüenza y del sentido de restricción que los acotaba. Tenía que cohabitar con mi madre. Tenía que yacer a su lado en la oscuridad y pasar a…