Read Misterio de los mensajes sorprendentes Online
Authors: Enid Blyton
De vez en cuando chillaba:
—¡Trapero! —lo mismo que los del oficio—
. ¡Tra-pe-roo! ¡Tra-pe-roo!
«Espero que a nadie se le ocurra traerme algo», dijo para sí.
Efectivamente, hubiera sido un buen compromiso para el muchacho si se encontraba con algún proveedor, pues sólo le quedaban unas monedas en el bolsillo. Llegó a Fairlin Hall sin novedad y dejó el carretón en una esquina de la casa. Sacó una vieja pipa de su bolsillo, se la puso en la boca, simulando ser un gran fumador y empezó a no perder ni un solo detalle de lo que ocurría en la casa. Sin embargo, por el momento no pasaba nada anormal y así es que decidió colocar el carretón frente a la verja de la casa, ya que de este modo, quizá podría ver a alguno de los hombres que estuvieron en la Agencia para retirar las llaves. Esta vez decidió no gritar ni una sola vez, sino todo lo contrario, guardó silencio.
¡Ah, los individuos estos debían estar dentro de la mansión, puesto que vio un coche pequeño aparcado en la puerta principal. El chico decidió entrar con su carrito en el jardín y dirigirse hacia la puerta de la cocina, que como sabemos, estaba en la parte trasera del edificio.
Al pasar frente al coche, anotó la marca, color y número de la matrícula del mismo. Era un Riley negro, matrícula AJK 6660. Después de todo esto, continuó arrastrando su vehículo alrededor de la casa para dirigirse a la parte posterior de la misma.
Se paró al llegar a la esquina, pretendiendo demostrar que colocaba adecuadamente todo el material que llevaba en el carretón, sin dejar de tener los oídos alerta, para captar cualquier ruido que pudiera indicarle dónde se encontraban los dos desconocidos y qué estaban haciendo.
Finalmente decidió acercarse a la puerta de la cocina y llamar haciendo ver que iba a visitar a los Smith, pero cuando estuvo junto a la ventana oyó ruidos en el interior, así es que se paró bruscamente con el fin de «husmear» a través de los cristales.
Vio a dos hombres, uno abriendo las puertas de la alacena y el otro enrollando la alfombra a un lado de la habitación. Fatty se puso rojo de indignación. ¿Sería posible que estuvieron robando las pocas cosas que los Smith habían dejado?
En esto, fue hacia la puerta de la cocina, golpeándola violentamente. Se oyó una exclamación en el interior, después de la cual, uno de los hombres se acercó a la ventana. Seguidamente caminaron algo y luego se asomó a la misma. Daba la impresión de que no tenía llave de la puerta de la cocina.
El desconocido, un hombre de mediana edad y con cara alargada, gritó al muchacho:
—¿Qué se te ha perdido por aquí? ¡Vamos, lárgate!
—¡Hola! E venío a ve mis amigos, los Smith. ¿Qué hacéis dentro di su casa? Seguro que nada güeno, voy a llamar a la policía.
—Los Smith se han ido —dijo el hombre secamente—. Vamos a comprar la casa y hemos venido para echar un vistazo. ¡Lárgate ya! Tus amigos no están.
—¿Qué hacéis en su casa entonces? —gritó Fatty—. ¿Por qué enrolláis la alfombra? ¿Qué?...
En aquel momento oyó una voz que le era familiar, preguntando:
—¿Qué es todo esto?
Y ante la sorpresa de Fatty, vio que el recién llegado era el mismo señor Goon.
—¿Es tuyo este sucio corretón? —preguntó éste al muchacho—. Entonces, sácalo de esta casa. ¡Vamos! ¿Quién hay ahí dentro?
—Señor agente, eche a este hombre —dijo uno de los que estaban dentro—. Dice que es amigo de alguien que se llama Smith, pero supongo que sabía que se habían marchado y debe de haber venido a robar. Nosotros tenemos las llaves pues queremos ver si nos gusta la casa para comprarla.
—¡Ah, de manera que es eso! —dijo Goon, volviéndose hacia Fatty, airadamente—. ¡Fuera de aquí, amigo, o me acompañarás a la Comisaría! ¿Cómo te llamas?
En la cara de Fatty se reflejaba el espanto.
—F-f-ff —tartamudeó, mientras el policía le miraba fijamente—. F-f-f-f.
—Vamos, vamos, arranca ya —ordenó Goon, sacando su libreta de notas—. Nombre y dirección.
—F-f-f-f-f-red —dijo Fatty—, T-t-t-t...
—Tt-t-t-t —tartamudeó nuevamente el muchacho con cara de agonizante.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Goon, cerrando la libreta—. Tengo cosas más importantes que hacer en vez de escuchar a un tartamudo. Vete a que te vean la lengua y ¡lárgate con la «música a otra parte»! ¡Si te veo otra vez te meto entre rejas!
—D-d-d-escuide —contestó el chico, saliendo de estampida con su carrito.
Se paró al lado de la verja para meditar qué debía hacer; había visto a estos hombres y reconocería sus facciones en cualquier lugar y momento. Además había anotado los datos del coche y les había descubierto en el preciso momento en que estaban revolviendo las cosas de los Smith. ¡Dios sabe con qué fin!, y sobre todo hacía solamente un minuto que acababa de librarse de Goon.
Siguió calle abajo, gritando: «¡Trapero!» a intervalos y, de súbito, vio a una persona que conocía, andando de prisa hacia algún lugar.
«¡Es la señora Hicks! —pensó el muchacho—; debe tener la mañana libre. ¿Dónde irá tan de prisa?
Con la idea de poder contestar a su pregunta, la siguió. Si realmente era ella la que escondía las notas, alguien se las entregaba previamente, y no había duda que obtenía algún beneficio por ello. Indudablemente Goon era la única persona capaz de expulsar a los Smith y por esto mismo las notas aparecieron en su casa. Lo cierto era que debía de tener mucha importancia descubrir quién era el remitente de los anónimos.
Fatty iba siguiendo a la señora Hicks, arrastrando el carretón al mismo tiempo. La mujer torció a la primera esquina y el muchacho hizo lo mismo, después continuaron calle abajo, y la señora Hicks se metió en otra calle. Por fin cruzó la verja de una casa y desapareció, mas Fatty se paró en la susodicha verja, haciendo ver que ordenaba los cacharros que tenía en el carretón, examinando al mismo tiempo todas las peculiaridades de la casa, la cual era grande, muy bien conservada y con aspecto confortable.
El nombre de esta mansión era «Kuntan» y el muchacho pensó: «¿Quién viviría allí? ¿Sería la persona que entregaba las notas a la sirvienta del policía?» Para intentar contestarse estas preguntas se encaminó a la parte trasera del edificio, con el fin de preguntar si tenían algunos cacharros, pues aunque tuviera que pagar todo el dinero que llevaba, se dijo para sí, no estaría mal empleado si de esta forma podía descubrir al fin quién era el que mandaba estas cartas anónimas.
Así es que se dirigió cautelosamente a la parte trasera, donde se encontró con un montón de cajones de madera vacíos, cuidadosamente amontonados y dispuestos para servir de leña. Algunos de estos cajones llevaban impresas unas frases extranjeras en letras negras y una palabra, precisamente, le sorprendió; era el nombre del lugar de procedencia de los mencionados cajones: Rangoon.
Nuestro hombre se quedó mirando fijamente el nombre «Rangoon» y pensó en lo difícil que le había resultado encontrar una palabra en la que Goon fuera una parte de la misma y que asimismo «Goon» estuviera escrito con letra minúscula.
«Cuando le pregunté a mi madre sí conocía alguna palabra compuesta con las letras «goon» me sugirió que «Ran goon» —pensó el muchacho—, y he aquí que me encuentro «Rangoon» en todos estos cajones. ¿Es posible que sea simplemente una coincidencia o quizá me estoy acercando al sujeto que envió los anónimos?»
El chico volvió a mirar a una de estas cajas.
«Lo que no dudo es que aquí vive un hombre que tiene amigos en Rangoon, los cuales le envían estas cajas con alguna cosa. También podría ser un periódico de Rangoon el que emplearan para recortar la palabra «goon», como por ejemplo, «Rangoon Times». Me da la impresión de que estoy en la pista auténtica.»
Cuando estaba tan abstraído con sus pensamientos se abrió inopinadamente la puerta, lo cual hizo que se sobresaltara. Al volverse, asustado, vio allí a la señora Hicks despidiéndose de un señor de baja estatura y de aspecto extranjero.
«Birmano —pensó Fatty, viendo los ojos oblicuos, el color amarillo y el cabello negro—, y Rangoon está en Birmania. ¿Es posible que este hombre sea el autor de los anónimos?»
La señora Hicks se fijó en Fatty y frunció el ceño.
—El trapero, papeles, botellas, trapos —gritó el muchacho, despistando.
—¿Tiene alguna cosa de qué desprenderse? —preguntó la sirvienta del policía al birmano—, pues este hombre se lo llevaría con mucho gusto. Precisamente este patio está lleno de trastos y si usted quiere yo puedo hacer trato en su nombre: ¿desea que le venda todas estas cajas?
—Si, señora Hicks —contestó el hombre, haciendo gestos afirmativos con la cabeza y con un marcado acento extranjero, por cuyo motivo era difícil entenderle.
Y
dicho esto, cerró la puerta tras de sí, lo cual hizo que los ojos de la señora Hicks brillaran de codicia. De esta forma ella podía fijar el precio de los cajones y quedarse el dinero.
—Se puede quedar con las cajas —dijo—, pero espere un momento, que mire a ver si hay algo más en el cobertizo.
La mujer se dirigió al lugar indicado, seguida de Fatty, encontrándose con una estancia abarrotada de trastos viejos, ¡casi tantos como lo había estado el desván de su madre!, pero con la única diferencia de que éstos eran orientales. En una esquina había una bandeja de bronce cubierta de moho, a su lado un gong roto y un poco más lejos un par de pequeños ídolos también de bronce. Otras curiosas figuras y ornamentos estaban tirados aquí y allí.
—Elija lo que quiera —dijo la señora Hicks—, se lo vendo barato.
—Nadie me compraría estos cacharros —exclamó Fatty, conocedor del arte del regateo—. ¿De dónde proceden estas cosas tan extrañas; son acaso extranjeras? ¿Pertenecen acaso a ese caballero?
Y
diciendo esto señaló la casa con la cabeza.
—Sí —contestó ella—, este señor es birmano, pero está casado con una inglesa y yo vengo a coser para ella, a pesar de que es muy quisquillosa. Sin embargo, su marido es muy amable, lo mismo que sus dos amigos y no escatiman su dinero, que es lo importante.
—¿Quiénes son sus amigos? —preguntó el supuesto trapero—. ¿También son birmanos?
—No, son ingleses —contestó la señora Hicks—, pero uno ha vivido en Birmania muchos años, y del otro desconozco su origen porque nunca abre la boca. En resumen, ¿le interesa algo? Tenga en cuenta que por un precio módico puede llevarse todo lo que le guste.
—Yo no puedo vender gongs, ni bandejas —exclamó el chico, dando una patada a ésta—, sin embargo, podría quedarme algunos cajones, lo mismo que periódicos viejos, porque éstos puedo venderlos en las pescaderías y carnicerías, pero por estos cacharros de bronce no doy ni un céntimo.
—Bueno, no obstante, hágame una oferta —dijo con tozudez la mujer.
—En fin, le daré seis peniques por este pequeño ídolo y seis más por cada cuatro cajones y un chelín por cada paquete de periódicos viejos.
—¿Cómo, un chelín y sólo seis peniques por esta bonita estatuilla? —contestó la señora Hicks—. Usted está loco.
—No, no estoy loco, solamente sé lo que puedo vender —dijo Fatty cogiendo el ídolo con sus manos sucias.
El muchacho miró a su interlocutora por debajo de sus cejas postizas y sonrió enseñando sus horribles dientes postizos.
—Vamos, señora: déjeme comprar lo que luego pueda vender, o sea cuatro de estas cajas, todos los periódicos que encuentre y una figura.
—De acuerdo —admitió la mujer—, cargue los cuatro cajones mientras voy a buscar los periódicos; hay un buen montón en la alacena de la cocina.
El chico sonrió maliciosamente, mostrando de nuevo su falsa dentadura; después cargó las cajas en el carretón y esperó a que volviera la señora con los periódicos. Cuando regresó iba tan cargada que sólo se le veía la cabeza asomando por encima de los papeles; se fue directamente hacia el carro de mano y los dejó caer de cualquier manera.
—Ahí va —exclamó—. ¿Cuánto voy a cobrar por todo esto?
—Cinco chelines —contestó Fatty—, ni un céntimo más.
—Esto es un robo —gritó.
—Entonces, nada —dijo el otro, dándole una de las cajas y empezando a descargarlas.
—No. Vale más que me dé el dinero, aunque usted es un ladrón, eso es lo que usted es.
Se guardó los cinco chelines en el bolsillo en el preciso instante en que un coche aparcó frente a la casa y dos hombres se apearon; los mismos que Fatty había visto en Fairlin Hall. El muchacho se fijó en el automóvil, comprobando que era el mismo del que había anotado los datos de matrícula, marca y color. Estaba casi completamente seguro que los hombres vivían allí y no dudaba ya que eran los dos amigos de los que se había referido la señora Hicks hacía un momento. Uno debía de ser el que había vivido en Birmania y el otro del que dijo: «nunca abre la boca». Fatty se fijó detenidamente en ellos.