Misterio de los mensajes sorprendentes (21 page)

BOOK: Misterio de los mensajes sorprendentes
11.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fatty estaba demasiado atónito para articular palabra y miraba a su compañero fijamente, como si no diera crédito a lo que veía.

—¿Es verdad todo esto? —preguntó finalmente—. Y ¿cómo es que tú estabas allí?

—Te seguí, pues tenía miedo de que te ocurriera algo malo; para ello dejé a «Buster» en el cobertizo, aunque más tarde logró escaparse. El perro ha estado persiguiendo a esos individuos por toda la casa.

—¡Ern, muchas gracias! —exclamó Fatty—Te lo agradezco mucho más de lo que se pueda expresar con palabras. Cometí una serie de errores, al contrario que tú. ¡Te has portado magníficamente! Tuviste una oportunidad y la aprovechaste maravillosamente.

Ern, un poco avergonzado, prosiguió:

—Te arrastré desde la alacena hasta el jardín, por cierto que tenías muy mal aspecto; por mi parte estaba atemorizado y preocupado. Pero de repente dejé a un lado mis preocupaciones y temores y como si estuviera loco derribé unas estanterías con utensilios de cocina y armé un alboroto tremendo al tiempo que gritaba a los ladrones, que ¡huyeron como alma que lleva el diablo!

A medida que iba recordando el suceso Ern se reía de buena gana.

—Palabra, ¡no me creía capaz de hacer todo esto! —acabó el muchacho.

—Tendrás que escribir un poema sobre todo este episodio —dijo su interlocutor, levantándose de la cama por segunda vez—. ¡De momento, lo que hay que hacer es atar muchos cabos sueltos! Espero que Goon se habrá divertido mucho pasando la noche con «Buster».

Fatty, bastante repuesto de la contusión en la cabeza, aunque con un poco de dolor todavía, empezó a poner en orden las próximas gestiones. Así es que llamó a la oficina del superintendente y ¡qué descanso, estaba allí! Le pasaron la comunicación inmediatamente y oyó cómo el policía lo dijo:

—¡Hola, Federico! ¿Qué ocurre a estas horas de la mañana?

—Muchas novedades —contestó el muchacho—. Superintendente: ¿se acuerda usted con detalle de un robo de diamantes, llevado a cabo hace veinte años y ejecutado por Wilfrid Hasterley de «Las Yedras», Peterswood, y por dos compinches más que escaparon con el botín?

—¡Ya lo creo que me acuerdo! —contestó el policía—; entonces era yo muy joven y fui uno de los encargados de resolver el caso. Wilfrid sufrió condena y murió en la cárcel, uno de los otros dos huyó al extranjero y no se volvió a saber de él. Y el tercero hace unos meses que está en libertad después de haber cumplido la pena de prisión; precisamente tenemos orden de vigilarle, porque todavía nos podría llevar al lugar donde Wilfrid escondió los diamantes, pero no obstante, el muy astuto se ha escapado de nuestra vigilancia, es decir, le hemos perdido la pista. ¿Hay algo nuevo en este caso? Este es un asunto muy viejo.

—Desde luego. Los dos individuos han vuelto a Peterswood, concretamente a «Las Yedras», que ahora se llama Fairlin Hall —explicó Fatty—, y...

—¡Federico! ¡No me digas que son los mismos!... —exclamó el policía—. ¿Dónde están en este momento?

—Verá, de momento están encerrados en la carbonera de Fairlin Hall —contestó Fatty, riéndose a carcajadas—. Le sorprenderá saber que ha sido un trabajo exclusivo de Ern, superintendente, ¡el sobrino de Goon!, ¿sabe usted?

—¡Dios sea loado! —exclamó el superintendente más pasmado que nunca—. ¿Está metido también Goon en todo esto?

—Al principio, sí —explicó el chico—, pero después no continuó y dejó todo a mitad de camino. En este momento, y siento mucho decirlo, está encerrado en la alacena de Fairlin Hall, junto a «Buster». Ha pasado la noche allí.

Hubo unos momentos de absoluto silencio hasta que el superintendente volvió a hablar:

—¡Federico, supongo que todo cuanto me cuentas no será una broma! —dijo el policía.

—¡Ni hablar! Lo que le he contado es la pura verdad —contestó Fatty—. ¿Puede usted venir a mi casa? Desde aquí podríamos marchar a Fairlin Hall y usted, podría hacerse cargo de todas las personas que se encuentran allí, encarceladas o no.

—De acuerdo, estaré ahí dentro de unos veinte minutos —contestaron al otro lado del cable telefónico— y traeré conmigo unos cuantos policías. Pero ahora que lo pienso mejor, será más conveniente que nos encontremos en Fairlin Hall, ¡todavía me parece increíble todo esto!

Fatty colgó el teléfono y dirigiéndose a Ern, que estaba escuchándole a su lado, le dijo:

—Telefonea a los otros y diles que se reúnan con nosotros en Fairlin Hall lo más pronto posible, incluso aunque tuvieran que dejar el desayuno, pues esto será muy apasionante. Voy a comprar unos cuantos biscuits para «Buster», que estará muerto de hambre.

En un cuarto de hora Larry, Daisy, Pip, Bets y Ern se encontraron en la puerta principal de Fairlin Hall en espera de grandes acontecimientos. Fatty también estaba junto a la verja, esperando al superintendente y sus hombres, que llegaron a los pocos minutos en dos coches negros de la policía. El superintendente salió de uno de ellos, mientras decía unas palabras a un policía y seguidamente saludó a Fatty.

—Ahora vamos a trabajar —díjole el superintendente, dando unas palmadas en la espalda del chico.

—En primer lugar, rescatemos al pobre señor Goon —rogó Fatty—; lo mismo que a mi perro. Supongo que el señor Goon estará de un humor endiablado.

—¡Eso no importa! —contestó el «super».

Y diciendo esto se dio cuenta de que toda la pandilla estaba presente.

—¡Hola, Bets! ¿Tú también aquí con todos estos? Me alegro de veros.

Entraron en la cocina, siendo recibidos por un ladrido procedente de la alacena. Fatty fue hacia la misma, abriendo la puerta. «Buster» dio un gran salto de contento al ver nuevamente a su amo y al darse cuenta de que era libre de nuevo.

—¡Quieto, «Buster», quieto! —dijo el chico.

Al instante se oyó un ruido en el fondo de la alacena y surgió Goon, mirando con rabia a Fatty y a punto de explotar de ira.

—¡Tú eres el culpable de todo, renacuajo! Y tú, Ern, ¿qué significa eso de llamarme a medianoche? y... o... el... ¡Buenos días, superintendente!, no le había visto. Tengo que hacer una denuncia contra Federico Trotteville, que siempre interfiere la Ley y que para colmo, cuando ya he resuelto un caso, todavía continúa metiendo sus narices en él y...

—¡Cállese, Goon! —exclamó su superior—. ¿Dónde dijiste que estaban los otros, Federico?

Goon se quedó perplejo pensando: «¿otros hombres?», «¿qué querría decir el superintendente?» El pobre hombre salió al patio con el grupo mientras oía voces que suponía procedían de la carbonera.

—¡Dejadnos salir! Mi compañero se ha roto el tobillo. Nos rendimos.

Goon se quedó mirando muy sorprendido el cubo de la basura completamente lleno de grandes piedras encima de la aspillera, que fue retirado de allí por uno de los policías y todavía se asombró más, cuando después de quitada la aspillera, uno de los hombres del superintendente dio unas voces estentóreas a alguien que estaba en el interior de la carbonera.

—¡Vamos, salid de ahí! Quedáis detenidos, porque sabemos que sois los ladrones del «Caso de los Diamantes», ocurrido hace años.

Los dos hombres tuvieron que ser sacados fuera, puesto que la escalera estaba rota. El señor Goon creía estar viendo «visiones». ¿Qué ocurría?

—Podemos explicarlo todo —dijo uno de los sujetos rescatados—. Nosotros no tenemos nada que ver con eso; solamente vinimos a visitar a la señora Hasterley.

—La gente no vive en casas abandonadas —contestó secamente el superintendente—. Federico, marchémonos de aquí para hablar tranquilamente.

—¡No hay nada que hablar! —interrumpió Goon—. Este caso lo dejé resuelto. Estos señores me enviaron unas notas en las que ponían en mi conocimiento que el guarda de esta mansión era un individuo que estuvo en la cárcel por traidor y...

—Señor, ¿podríamos entrar en la casa unos minutos? —suplicó Fatty—. Todavía hay algo que poner en claro si usted no tiene inconveniente.

—Perfectamente —dijo el interpelado, entrando con Goon y los muchachos. El superintendente se sentó en una vieja butaca.

—Conoce usted de sobra todo lo referente a este asunto de los diamantes —comenzó Fatty—, pues bien, tan pronto como estos dos sujetos que ha arrestado hace un momento se reunieron después que uno de ellos salió de la cárcel, decidieron venirse aquí con el propósito de buscar los diamantes que Wilfrid Hasterley había escondido. Entonces se encontraron con que había guardas en la casa, los cuales les impedirían, con toda seguridad, realizar la búsqueda. Y siendo así, descubrieron que el señor Smith, el guarda, tenía antecedentes penales, por haber vendido algunos documentos secretos a un gobierno extranjero...

—¡Por esto, precisamente, los expulsé de aquí! —interrumpió Goon—, y además, con razón...

—¡Guarde usted silencio, Goon! —ordenó el superintendente—. Continúa, Federico.

—Bien, como el señor Goon dijo, los expulsó y de esta manera dejó el camino libre para que los dos ladrones pudieran buscar a sus anchas en la casa. Pero nosotros estábamos sobre la pista y conocíamos los anónimos que recibía Goon, de forma que no dudamos ni un instante en creer que estos individuos iban detrás de las joyas; por esto vinimos también a inspeccionar.

—¡Bah! —exclamó Goon, disgustado.

—El caso es que no pudimos hallar las piedras preciosas, pero ayer noche vine aquí nuevamente encontrándome otra vez con estos sujetos. En resumen, Ern los encerró en la carbonera, me sacó de la alacena, donde me habían secuestrado y...

—Pero, ¿cómo es que Goon ha estado encerrado también en 1a alacena? —preguntó el superintendente, al tiempo que miraba con suspicacia a Ern.

—La verdad es que yo no encerré a mi tío —dijo Ern, rápido—. ¡Dios me libre de hacer tal cosa! ¡Los ladrones le encerraron!

—¿Te dieron la pista de donde están escondidos los diamantes? —inquirió el jefe de policía mirando a Fatty.

—No, señor —respondió éste—. ¡Qué lástima! Nos quedamos sin diamantes después de tantas peripecias.

—Bien, lo cierto es que esto último no concuerda con todo lo explicado —comentó el superintendente, desilusionado—. ¿Seguro que no sabes dónde están, Federico?

—Verá usted, sospecho dónde se hallan, pero no los he visto.

Esta frase causó honda impresión a todos y hasta el superintendente se levantó de súbito, exclamando:

—¿Sabes dónde están escondidos?

—No lo sé con seguridad, si bien puedo hacer una conjetura. Si fuese fontanero lo sabría con certeza ahora mismo.

—¡Fontanero! ¿Qué quieres decir? —exclamó el superintendente—. Vamos, Federico, no me vengas con más misterios, ¡por favor!

—De acuerdo, señor. Encaminémonos hacia el cuarto de baño —contestó y todos entraron en la pieza sin excluir a Goon. El chico golpeó la cañería del agua fría, de la cual caían unas gotas en la juntura.

—Opino que colocaron los diamantes en esta tubería. La señora Smith comentó que por esta cañería bajaba poca agua y cuando la examiné vi que se desparramaban gotas por esta juntura, que como verá, es muy tosca y, al parecer, no está hecha por un profesional. De forma que pensé que éste era uno de los pocos sitios de la casa donde a nadie se le ocurriría inspeccionar. ¡Tienen que estar aquí!

—Es posible —dijo el superintendente, mirando la tubería—. ¡Vaya una idea! ¿Qué opina usted Goon?

—¡Diamantes en una cañería! —dijo despectivamente el interpelado, y satisfecho al mismo tiempo de que le hicieron esta pregunta—. ¡En mi vida oí semejante tontería! Puede usted mandar cortar la tubería, señor, y lo único que conseguiremos es inundar el cuarto de baño.

El superintendente salió a la puerta y llamó a uno de sus hombres.

—¡Sargento, traiga una sierra para cortar la tubería!

—¡Ahora mismo! —Y en un momento el sargento se presentó en la estancia con el utensilio pedido.

El superintendente volvió la cabeza hacia el lugar indicado.

—¡Quiero que corte esta tubería! La llave de paso está cerrada, por lo tanto se desparramará el agua contenida en la cañería. Corte debajo de la juntura, donde se caen estas gotas.

Todos miraron los movimientos del sargento, hasta que terminó su trabajo. Finalmente salió un poco de agua, junto con dos objetos brillantes que saltaron en la bañera centelleantes. Fatty los recogió en el acto y los puso en la mano de! superintendente.

—¡Oh, no me cabe la menor duda de que son diamantes! —manifestó—. La tubería debe estar llena de ellos; así no me extraña que el agua no bajara con facilidad. ¡Corte otro trozo, sargento!

El hombre hizo lo que le mandaban. Estaban completamente seguros de que en la tubería habría gran cantidad de diamantes de todos los tamaños.

—Sargento, traiga un par de hombres más y vacíen la cañería —volvió a ordenar el «super», alegre—. ¡Federico, te mereces una medalla! ¡Buen trabajo, muchacho! ¿No opina lo mismo, Goon?

Pero Goon no pensaba como él, y estaba muy ocupado sonándose ruidosamente para no tener que contestar ninguna pregunta relacionada con Fatty. ¡Estaba tan harto del muchacho y de su sobrino, que su mayor deseo era regresar a su casa para tomar una gran taza de té caliente!

—Cuando disponga de un momento me acercaré a tu casa, Federico, para completar el informe sobre este caso —manifestó el superintendente, cogiendo a Fatty por el hombro—. Y ahora, voy a interrogar a esos dos hombres. ¡Mi más calurosa felicitación! Si estuviera en tu lugar me curaría ese golpe que tienes en la cabeza y que supongo habrá sido una «amabilidad» de esos sujetos.

—Desde luego, pero no me importa que me hayan hecho daño —comentó el chico—, yo también les hice daño, aunque Ern hizo muchas más cosas.

—Te felicitó también a ti, Ern. No me extrañará que recibas «algo» como recompensa por tu buen trabajo —dijo el superintendente.

Estas palabras hicieron sonrojar a Ern, en parte satisfecho y al mismo tiempo sorprendido. Le hubiera gustado poseer la misma facilidad de palabra de Fatty con la finalidad de poderle recitar un verso al superintendente en prueba de agradecimiento. Sin embargo, sólo pudo decir:

—¡Algún día seré policía, señor, y alcanzaré rápidamente la graduación de sargento por propios méritos!

—¡Bah! —dijo Goon sin poder contenerse, al tiempo que salía bruscamente.

¡Qué muchacho este Ern! Y ¡pensar que su tío le daba cinco chelines para que fuera su ayudante! ¡Qué manera de tirar el dinero!

—Vámonos a casa a desayunar; estoy desfallecido —dijo Fatty—. Mi madre se llevará un disgusto cuando vea mi chichón, pero ¡espero que no se me deshinche antes de ir a la escuela, pues así seré la envidia de todos cuando les relate cómo me lo hicieron!

Other books

Sweet Revenge by Andrea Penrose
Wicked Obsessions by Marilyn Campbell
Rubdown by Leigh Redhead
The Fall Musical by Peter Lerangis
That Part Was True by Deborah McKinlay
The New Wild by Holly Brasher
Connected by the Tide by E. L. Todd