Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Guerra civil en León, sumisión en la España cristiana
La victoria siempre tiene muchos padres, pero la derrota suele ser huérfana. Tras los desastres militares de Rueda y Simancas, la posición del rey Ramiro de León se hizo dificilísima. Pasó lo inevitable: que un grupo de nobles se alzó contra el monarca y sostuvo a su propio candidato. Entra así un nuevo rey en nuestro relato: Bermudo II.
¿Quién era este Bermudo? Bermudo, recordemos, era hijo de Ordoño III, el último gran rey leonés, y Urraca Fernández, hija de Fernán González. La muerte prematura del monarca le dejó huérfano con ocho años. Se supone que había nacido en El Bierzo en torno a 948, y que en tierras bercianas se crió. Marginado de las luchas por el trono entre Sancho el Gordo y Ordoño el Malo, y con su madre casada de nuevo con este último, Bermudo quedó bajo la protección de los nobles gallegos y portugueses, que veían en él una apuesta de futuro. El tiempo les dio la razón; con el crédito de Ramiro bajo mínimos por las derrotas militares, Bermudo reaparece en escena.
Venía muy bien apadrinado. Quienes promueven su ascenso al trono son los condes Gonzalo Núñez y Gonzalo Menéndez (uno de ellos, recordemos, fue el que envenenó a Sancho el Craso con una manzana). Junto a los condes gallegos comparecen además los obispos de Coímbra, Viseo y Lamego. El movimiento pro Bermudo surge en el sur de Galicia, es decir, en lo que hoy es Portugal. Cuando los bermudistas han controlado ese territorio, se dirigen hacia el norte, cruzan el Miño y aparecen en Santiago de Compostela, en cuya catedral coronan rey a Bermudo el 15 de octubre de 982. La guerra civil estaba servida.
En principio, Ramiro III, desde León, podía hacer frente a su rival. El joven rey contaba con el respaldo de los condes leoneses —Saldaña, Cea, Monzón, Luna— y también con la alianza del conde de Castilla. No obstante, pronto se verá que esos aliados no constituían garantía alguna para Ramiro. Para empezar, el rey se había ganado la enemistad de los nobles de su reino al tratar de aplicar una política de autoridad: era una política necesaria, absolutamente imprescindible para enderezar el rumbo del reino, pero para ejecutarla con éxito hubiera hecho falta la voluntad y la fuerza de un Ordoño III, y esas cualidades estaban muy lejos del joven Ramiro. Además, el rey tuvo la desdicha de fallar el primer golpe contra su rival Bermudo.A partir de ese momento, todo fue cabeza abajo.
Falló el primer golpe, sí. Fue en Portela de Arenas, en Lugo. Ramiro III llevó a sus huestes a Galicia para acabar con su rival. Éste aguantó. Nadie ganó la batalla, pero la victoria táctica había sido de Bermudo, el atacado, pues Ramiro no consiguió doblegarle.A partir de ahí, el crédito de Ramiro empezó a disolverse a toda velocidad. Poco a poco, todos los nobles le van abandonando. Nadie discute su legitimidad de origen, pues es rey con todas las de la ley, pero la sucesión de derrotas militares y la incapacidad para reponer el orden político terminan quebrando su legitimidad de ejercicio. Sencillamente, este joven de veintiún años no estaba a la altura de la corona. Ramiro se encierra en León. Allí trata de resistir durante un par de años, pero su bandera ya no interesa a nadie. Después de los condes leoneses, ve también cómo se marchan de su lado los Banu Gómez, condes de Carrión. Al final, incluso el conde de Castilla, García Fernández, desiste de sostener su causa. Ramiro termina perdiendo León. Se recluye en Astorga, pero no tiene nada que hacer; ya no es más que un rey fantasma. La suerte está echada. Ramiro III muere el 26 de junio de 985 en Astorga, con sólo veinticuatro años.
La suerte estaba echada, en efecto. ¿Y cuál era esa suerte? Someterse a Almanzor. Es lo que se apresura a hacer Bermudo II, que no ve otra manera de asegurarse la corona y mantener la paz en el reino. Los ejércitos de Córdoba penetran en las fronteras leonesas y liquidan los últimos reductos de resistencia de los partidarios de Ramiro III. La madre de Ramiro, Teresa Ansúrez, tiene que refugiarse en Oviedo. Ahora bien, la manera que tenía Almanzor de entender los acuerdos de paz no era exactamente piadosa. Al revés, las tropas del dictador de Córdoba se comportarán como un ejército de ocupación, sometiendo a los leoneses a una humillación sin precedentes.
En la mentalidad de Almanzor, una petición de paz era una declaración de sumisión, y una declaración de sumisión significaba que el vencedor, o sea, él, tenía derecho a aplicar sobre el sumiso la mano más dura imaginable. De esta forma, Almanzor castiga a los cristianos con una cadena incesante de nuevas expediciones de rapiña: Sacramenia, Simancas y Salamanca en 983, Sepúlveda y Zamora en 984, Alba y Salamanca en 985… Los golpes son siempre en los mismos lugares, la línea sur de la repoblación. Allí llegan las huestes moras, asolan los campos, aniquilan las aldeas, capturan a los campesinos y se los llevan como esclavos para venderlos en el mercado cordobés. La corona está en paz con Córdoba, sí, pero a costa de que el reino se vea una y otra vez ensangrentado por su nuevo amo, el dictador andalusí.
¿Y qué se había hecho del talante combativo y guerrero que había caracterizado a los linajes castellanos y leoneses? ¿Acaso había desaparecido? No, no había desaparecido, pero ahora se dirigía contra el propio interior. La guerra civil había levantado rivalidades enconadas que el nuevo rey, Bermudo, no supo detener. Los condes gallegos fueron los más favorecidos por el vuelco de poder, pero, en ese mismo movimiento, cayeron en desgracia poderosas familias, como los Banu Gómez y, por supuesto, los Ansúrez, que ya habían perdido su influencia después de la derrota de Rueda y Simancas. En ese paisaje, los odios entre linajes se desatan y siembran el Reino de León de dolor y de muerte. Sólo el castellano, García Fernández, parece resistirse a la descomposición general. De hecho, la supervivencia misma de Castilla depende de que los cristianos hagan frente común contra Córdoba. Pero nadie escucha sus llamamientos a la alianza.Todo es caos y desgarro.
Debieron de ser tiempos extremadamente duros. Con el reino descompuesto, los nobles empiezan a comportarse como caudillos de facción que sacuden sin piedad sobre el territorio del vecino. El obispo de León acusa al conde de Saldaña y Carrión, Gómez Díaz: «Los condes y sus hombres, sin tener derecho ninguno, entraron por la fuerza en estas villas y usurparon el derecho sobre ellas y sobre sus habitantes». La guerra civil ha terminado, pero no la violencia ni la inseguridad generalizada, tanto en las villas como en los campos. Más aún, los nobles conspiran abiertamente contra el nuevo rey. Todos se ven en posición de afirmar su propio poder. Para ello no dudan en enviar mensajes de sumisión al único hombre que en España puede imponer su voluntad, Almanzor.Y ya hemos visto lo que la protección de Almanzor llevaba consigo: una pesada carga en tributos, en cautivos, en humillación.
También en Navarra estaban experimentando el amargo sabor de la paz de Abu Amir. Desde 983, y ante la evidencia de que no se podía parar a Almanzor por la fuerza de las armas, el rey de Pamplona, Sancho Abarca, intenta salvar los muebles y no se le ocurre mejor cosa que acudir personalmente a Córdoba para ponerse a los pies del dictador. Sancho lleva numerosos regalos, auténticos tesoros, y llega incluso más allá: entrega a Almanzor a su propia hija, llamada en árabe Abda. Esta Abda concebirá de Almanzor un hijo que luego daría mucho que hablar: Abderramán ibn Sanchul, llamado Sanchuelo. Pero ya llegaremos a eso.
Así fue como, a la altura del año 985,Almanzor tenía a toda la Península en su puño. No había frontera que las huestes de Córdoba no hubieran sometido a su control ni territorio cristiano que no hubiera conocido el fuego. Un rincón, sin embargo, había quedado a salvo de las razias cordobesas; un rincón que, buscando seguridad, había pactado antes que los demás: los condados catalanes que dirigía Borrell II desde Barcelona.Y en ellos puso sus ojos ahora Almanzor.A Cataluña le esperaban jornadas de sangre.
¿Por qué Almanzor atacó Barcelona?
Es la primavera del año 985 cuando Almanzor, que ya ha doblegado a León y a Navarra, decide golpear sobre el condado de Barcelona. ¿Por qué? Literalmente, porque le dio la gana. Será una de las campañas más cruentas del dictador andalusí. El saqueo se prolongó durante seis largos meses. La ciudad quedó arrasada. Pero esta campaña tendría consecuencias políticas imprevisibles: entre otras cosas, se considera que es aquí, como consecuencia del ataque de Almanzor, cuando los condados catalanes se independizan de hecho de la corona carolingia.Vamos a verlo despacio, para que no se nos escape nada.
Lo primero que llama la atención en la campaña catalana de Almanzor es su carácter perfectamente superfluo. ¿Por qué lo hizo? Nada en los condados catalanes amenazaba al califato de Córdoba. Más aún, el condado de Barcelona se había convertido en un socio aventajado de la política cordobesa. El conde Borrell II no había combatido más que una sola vez contra Córdoba, en el lejano 961. Desde entonces, su política había sido de paz y comercio. Los condados catalanes, al fin y al cabo, no eran independientes, sino que regían la frontera sur de la Francia carolingia; desde esa posición, una de sus misiones fundamentales era garantizar las líneas comerciales entre Córdoba y Barcelona, realmente boyantes. En ese paisaje, ¿qué sentido tenía que Almanzor atacara Barcelona?
Y sin embargo, para Almanzor sí que tenía sentido. En primer lugar, dentro de su política exterior: el dictador de Córdoba quería demostrar que en todo el universo del califato, que incluía tanto a la Península Ibérica entera como al norte de África, no había más poder político que el propio califato.Y sobre todo, el ataque a Barcelona tenía sentido dentro de su política interior: un régimen como el suyo, apoyado sobre todo en un ejército de dimensiones extraordinarias, necesitaba permanentes campañas militares para sufragar a las tropas (por la vía del botín) y para tener ocupados a tan numerosos contingentes. La proclamación de la yihad, la guerra santa, respondía en el fondo a necesidades de este género.
Animado por estos propósitos, el ejército de Almanzor abandona Córdoba rumbo noreste. No marcha directamente contra Barcelona, sino que se demora en una especie de larga gira triunfal por otros territorios del califato: Elvira (Granada), Baza, Murcia, y luego, hacia el norte por la costa, Valencia y el Ebro, hasta llegar a la frontera. Estas exhibiciones de poderío formaban parte de la manera almanzoriana de hacer las cosas: que todo el mundo supiera dentro del califato que la potencia de las armas del dictador era invencible. Era una manera de aumentar su prestigio y, de paso, prevenir eventuales rebeldías en unos territorios que hasta pocos años antes habían sido pródigos en sublevaciones.
El conde de Barcelona, Borrell II, se enteró de la ofensiva. Podemos imaginar que su primera reacción fue de estupor:Almanzor era su aliado. Urgido por el avance moro, el conde salió al encuentro de la ola musulmana. Ignoramos si pidió ayuda a sus protectores carolingios. Borrell presentó batalla en territorio musulmán; perdió, como todos antes que él. Sencillamente, el ejército de Almanzor era demasiado poderoso.Y con el camino libre, el dictador de Córdoba penetró en las tierras del condado de Barcelona por el Penedés y elVallés, hasta los collados de Montcada.
Ante la llegada de los moros, los campesinos de la región corren a refugiarse en Barcelona, bien protegida tras sus muros de estilo romano. Sabemos que los fugitivos venían de Montcada y Ripollet, de Cerdañola y Vilapiscina, también de Sant Cugat. El monasterio de Sant Cugat delVallés fue el primero en recibir el golpe sarraceno. Nueve monjes habían quedado en la casa, y los nueve fueron asesinados; después, los moros saquearon e incendiaron el monasterio. Acto seguido las huestes de Almanzor se lanzaron contra el monasterio de San Pere de las Puellas: todas las monjas murieron junto a la madre abadesa, y la casa fue igualmente saqueada e incendiada. Estaba acabando el mes de junio de 985 cuando Almanzor llegaba a las inmediaciones de su objetivo.
La operación es realmente compleja. No sólo las huestes del dictador de Córdoba asedian las murallas de Barcelona por tierra, sino que, al mismo tiempo, una potente flota sarracena, mandada nada menos que por el almirante Abderramán ibn Rumahis, bloquea el puerto de la ciudad condal. Es literalmente una encerrona. Los barceloneses no tienen escapatoria. Las murallas aguantan la primera embestida mora, pero, una vez más, la potencia del ejército de Almanzor y su superioridad numérica hacen imposible toda resistencia. El 1 de julio comienza el ataque directo contra los muros de la ciudad. Cuenta la crónica mora que Almanzor «la asedió e instaló los almajaneques, que arrojaban cabezas de cristianos en lugar de piedras. Se estuvieron lanzando diariamente mil cabezas hasta que, finalmente, fue conquistada». Una semana después, Barcelona cayó.
Las huestes de Almanzor se comportaron en Barcelona como en todas partes: lo arrasaron todo a su paso. Los arqueólogos todavía hoy encuentran, en la Barcelona antigua, la capa que los restos del incendio de jaron sobre la ciudad. Ibn Hayyan lo describe así: «Destruyó la ciudad y amargó a sus habitantes con la humillación y el dolor». Las fuentes locales, resumidas por Ramón D'Abadal, no ahorran detalles:
Devastaron toda la tierra, tomaron y despoblaron Barcelona, incendiaron la ciudad y consumieron todo lo que en ella se había congregado, se llevaron lo que escapó a los ladrones; quemaron en parte los documentos, cartas y libros, y en parte se los llevaron; mataron o hicieron prisioneros a todos los habitantes de la ciudad, así como a los que entraron en ella por mandato del conde para custodiarla y defenderla; redujeron a cautiverio a los que quedaron con vida y se los llevaron a Córdoba, y desde allí fueron dispersados por todas las provincias.
Los habitantes que habían huido a protegerse dentro de las murallas fueron asesinados o esclavizados. Como en otros lugares, las huestes moras pusieron buen cuidado en apresar a rehenes notables por los que se podía cobrar un buen rescate. Conocemos algunos nombres: el vizconde Udalard, el arcediano Arnulf, el juez Orús, el mercader Marcús.También cayeron presos el vizconde de Gerona Gaundalgaud y tres de sus hermanos, que habían acudido a la defensa de la ciudad. Marcús tardará cuatro años en pagar su rescate. El juez Orús acudió a una habitual estratagema: entregar a otros cautivos para librarse él, pero eso le obligaba a pagar luego el rescate de sus «prendas», y en 991 todavía estaba recogiendo dinero para conseguirlo. Udalart y Arnulf regresaron, previo pago de sus rescates, en 990. Otros muchos cautivos, con menos fortuna, no volvieron jamás.