Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
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Complicada coyuntura. Sin refuerzos de León, ¿con qué iba a atacar García Fernández? Pero el conde estaba decidido; si León no ayudaba, lo haría él solo con su gente, con aquellas masas de campesinos en armas que se habían convertido ya en el elemento dominante del paisaje caste llano.A García se le atribuye, en efecto, el haber aumentado de forma decisiva la base del condado de Castilla con la incorporación de grandes contingentes humanos que venían a estas tierras atraídos por las ventajas sociales, jurídicas y económicas de los fueros. Un buen ejemplo de eso es el Fuero de Castrojeriz, con sus ordenanzas sobre los caballeros villanos: los campesinos que dispusieran de un caballo para la guerra serían equiparados automáticamente con los nobles de segunda clase. En plata: las posibilidades de ascenso social en Castilla eran incomparablemente mayores que en cualquier otro lugar de la España cristiana.Y por eso había en Castilla tanta gente dispuesta a combatir.
Fijémonos un poco más en ese Fuero de Castrojeriz, porque es muy representativo de la situación social en Castilla. Castrojeriz está muy al norte de la frontera del Duero, entre Burgos y Frómista. Era uno de esos grandes espacios que la Reconquista había ido abriendo a la colonización. A los condes corresponde la tarea de colmar de gente esos nuevos espacios y convertir en campos cultivados lo que hasta entonces habían sido llanuras yermas. El de Castrojeriz, concretamente, lo otorga García Fernández en 974. Sin duda hubo muchos más fueros en muchas más poblaciones, pero el de Castrojeriz es uno de los pocos que se ha conservado y por eso tiene valor de ejemplo.Y ese fuero decía así:
Damos buenos fueros a aquellos que sean caballeros y los elevamos a infanzones, anteponiéndoles a los infanzones que sean de fuera de Castrojeriz, y les autorizamos a poblar sus heredades con forasteros y hombres libres, y respétenlos éstos como infanzones, pudiendo ser desheredados los colonos si resultan traidores (…).Y no paguen los de Castrojeriz ni anubda ni mañería (…). El caballero de Castrojeriz que no tenga prestimonio, que no acuda al fonsado si el merino no le asigna soldada, y tengan los caballeros señor que les señale un beneficio.Y si ocurriere un homicidio en Castrojeriz, causado por caballero, pague el culpable 100 sueldos, tanto por un caballero como por un peón.Y los clérigos tengan el mismo fuero que los caballeros.Y a los peones concedemos fuero y los anteponemos a los caballeros villanos de fuera de Castrojeriz, y otorgamos que no se les pueda imponer ninguna serna ni vereda, excepto un solo día en el barbecho y otro en el sembrado, otro en podar y en acarrear cada uno un carro de mies.Y los vecinos de Castrojeriz no paguen portazgo ni montazgo en nuestros dominios y no se les exija mañería, fonsadera, ni ninguna vereda. Si el conde llamare a fonsado, de cada tres peones vaya uno y de los otros dos uno preste su asno, quedando libres los dos.Y si los vecinos de Castrojeriz mataren a un judío pechen como por un cristiano, y las afrentas se compensarán como entre hombres de las villas.
En resumen: a los que tienen un caballo, aunque sean campesinos, se los eleva a la categoría de infanzones, es decir, la baja nobleza.Y entre un noble forastero y un caballero de Castrojeriz, valdrá más el de Castrojeriz. Y se les exime de ciertos impuestos.Y se limitan los trabajos que tienen que realizar para el señor.Y se protege la vida de los peones y de los judíos castigando a quien les asesinare como si hubiera matado a un noble. Y se libra a todos los vecinos de tener que pagar por usar los montes.Y esto, verosímilmente, no ocurría sólo en Castrojeriz, sino en otros muchos puntos de la naciente geografía castellana. Evidentemente, eran condiciones de vida sumamente apetecibles; unas condiciones por las que valía la pena arriesgar la piel.
Atraídos por ese horizonte de vida más libre, muchas personas habían acudido a Castilla desde el norte.Y ésas eran las gentes que García Fernández tenía ahora bajo su mando. Gentes acostumbradas a levantar paisajes con sus manos, verlos destrozados por las aceifas moras y reconstruirlos después con una constancia propiamente heroica. Gentes acostumbradas, también, a la guerra: no sólo para defenderse de los ataques moros, sino igualmente para saquear de cuando en cuando los campos musulmanes del sur de la sierra. Las huestes formadas con este material humano no eran ejércitos de guerreros profesionales, pero su dureza y consistencia no tenían nada que envidiar a las cohortes musulmanas.Y puesto que León no iba a echar una mano, sería con ellos, con sus campesinos-soldados, con los que el conde de Castilla golpearía sobre la frontera militar sarracena.
Fue en el verano de 978. La campaña de García Fernández es simplemente asombrosa. Primero ataca Gormaz, aquella plaza ante la cual habían fracasado antes los ejércitos de León y Navarra, y consigue rendirla. Sin dar descanso a sus tropas, se apresura a explotar el éxito y penetra hondo en territorio enemigo. Ataca y saquea Almazán, al sur de Soria, donde aniquila a la guarnición mora. No hay reposo: pone rumbo al sur y llega ante los muros de Barahona, donde nuevamente derrota a los musulmanes. En ese momento las tropas castellanas están a muy pocos kilómetros de Medinaceli, la clave del sistema defensivo cordobés, la sede del prestigioso general Galib. Pero García Fernández no se dirige contra ella, sino que toma dirección suroeste y marcha sobre Atienza, ya en las estribaciones de la sierra de Guadalajara. También allí las huestes castellanas conocerán la victoria.
Las gentes de García Fernández no detendrán su ofensiva hasta que llegue el otoño y el frío haga imposible seguir los combates. Regresan con un botín enorme. El conde entrega parte de él al infantazgo de Covarrubias, un señorío eclesiástico regentado por una mujer, la abadesa Urraca, hermana del propio García. Pero lo más importante es el balance estratégico de la operación. Se ha recuperado la plaza —esencial— de Gormaz, se ha batido el territorio hasta la frontera misma del dispositivo de defensa moro, se ha golpeado con dureza a las orgullosas armas de Córdoba y se ha protegido de nuevo a los colonos que por su cuenta y riesgo han ido instalándose entre las sierras de Soria, Guadalajara y Segovia. Una victoria extraordinaria.
Almanzor debió de constatar que tenía un problema. Pero, en ese momento, andaba demasiado atareado con otras cuestiones: estaba ejecutando algo que propiamente era un golpe de Estado.
Así se construye una dictadura
Lo que Almanzor hizo en Córdoba sólo tiene un nombre: un golpe de Estado institucional que, en varias fases, le llevó finalmente a implantar una dictadura personal de corte militar. El movimiento fundamental era sólo uno: ir acumulando todos aquellos cargos que le permitieran absorber el poder de hecho, al margen del poder de derecho que encarnaba el califa. En ese camino,Almanzor fue tomando distintas medidas muy bien calculadas. Vamos a verlas, porque es un excelente manual del perfecto dictador.Y de paso, nos haremos una fehaciente idea de cómo era en realidad este personaje.
Primera medida de Almanzor: atraerse a las masas de Córdoba, que se habían convertido en la claque imprescindible para los nuevos caudillos. Y así, para ganarse el favor popular, Almanzor tomó decisiones como abolir el impuesto sobre el aceite, que perjudicaba sobre todo a las clases populares. Segunda medida: ganarse el apoyo de los alfaquíes, es decir, los doctores de la jurisprudencia islámica.Y para seducir a éstos, Almanzor prodigaría las maniobras sin retroceder ni un paso ante la crueldad o la barbarie.
Detengámonos un momento en la cuestión de los alfaquíes, porque fue de enorme importancia. Como depositarios de la recta interpretación de la ley islámica, estos caballeros eran los auténticos árbitros de la legitimidad: si los alfaquíes juzgaban a un líder como poco piadoso, o si estimaban su poder poco legítimo, el líder en cuestión podía verse en auténticos apuros.Y Almanzor tenía, y él lo sabía, un cierto problema de legitimidad. Al fin y al cabo, no era otra cosa que un advenedizo aupado a la cumbre por circunstancias excepcionales. Por tanto, Abu Amir tenía que demostrar que no había nadie más rigorista que él en la aplicación de la ley.Y las circunstancias le darían la oportunidad de acreditarlo.
Andando el año 979 se descubrió una conjura en Córdoba. Sus promotores eran, precisamente, sectores legitimistas. Viendo que la minoría de edad del califa Hisham había conducido a una situación completamente irregular, un grupo de militares, funcionarios y jueces volvió los ojos hacia otro nieto del califa Abderramán III, llamado igualmente Abderramán. En este nuevo Abderramán, mayor de edad y con buenos antecedentes, veían una alternativa legítima al poder excepcional de Almanzor. ¿Y quiénes movían los hilos de la conjura? Un antiguo general eslavo y el prefecto de Córdoba, entre otros. Ahora bien, Almanzor descubrió el complot.Y vio en él la ocasión para matar varios pájaros de un tiro.
El verbo «matar» no es exagerado. Almanzor mandó asesinar al nuevo Abderramán. Después, hizo crucificar en público al principal cabecilla de la conjura, un tal Abd al-Malik.Y la misma suerte corrieron todos los sospechosos, reales o supuestos, que andaban metidos en aquel fregado, a los que se acusó no sólo de traición al califa, sino también de «mutazilismo», que era una doctrina islámica desviacionista. Con esta acusación, Almanzor aparecía ante los alfaquíes como el verdadero garante de la ortodoxia.Y por si alguien todavía lo dudaba, Abu Amir hizo algo más: destruyó la biblioteca del difunto califa Alhakén.
Alhakén II, como hemos contado aquí, fue un soberano ilustrado que acogió a los sabios que huían de la intolerancia de Damasco. Con esas aportaciones construyó, entre otras cosas, una riquísima biblioteca. Ahora bien, en esa biblioteca, según los alfaquíes, abundaban los libros impíos, poco ortodoxos o directamente contrarios a la fe islámica. De manera que Almanzor vio aquí una nueva oportunidad para exhibir su ortodoxia.Así lo cuenta Said al-Andalusí:
La primera acción del dominio de Almanzor sobre Hisham II fue dirigirse a las bibliotecas de su padre Alhakén, que contenían colecciones de libros famosos, e hizo sacar todas las obras que allí había en presencia de los teólogos de su círculo íntimo, y les ordenó entresacar la totalidad de los libros de ciencias antiguas que trataban de lógica, astronomía y otras ciencias, a excepción de los libros de medicina y aritmética. Una vez que se hubieron separado los libros (…) permitidos por las escuelas jurídicas de Al-Andalus, Abu Amir ordenó quemarlos y destruirlos. Algunos fueron quemados, otros fueron arrojados a los pozos del alcázar, y se echó sobre ellos tierras y piedras, o fueron destruidos de cualquier manera.
La destrucción de la biblioteca de Alhakén reportó a Almanzor no sólo el aprecio de los alfaquíes, sino también el de las masas de Córdoba, que veían estos gestos como manifestaciones de piedad religiosa. Abu Amir se convertía así en el amo absoluto de Córdoba, dueño del gobierno del Estado, jefe de los ejércitos, salvador del califa —pues había reprimido con dura severidad la conjura de Abderramán—, aclamado por las multitudes, apoyado por los doctores de la ley islámica… ¿Qué más podía desear? La respuesta es sólo una: deseaba el poder absoluto.Y eso todavía no lo tenía.
Con todos los resortes del poder en su mano, Almanzor toma entonces una decisión que va a marcar el definitivo perfil de su régimen como una dictadura: aislar al joven califa Hisham. ¿Era posible aislar al califa, que figuraba nominalmente como soberano de Córdoba? Sí. El califa poseía por derecho la autoridad religiosa, pero el mando político era harina de otro costal. De modo que Almanzor recluyó al califa en su palacio de Medina Azahara, anunció públicamente que el pequeño Hisham había elegido entregarse a una vida de oración y ascetismo, y el ambicioso Abu Amir asumió personalmente todas las funciones de gobierno. Y para escenificar con claridad esa escisión de funciones, empezó a construirse su propia sede de gobierno: la «ciudad brillante», Medina al-Zahira, al este de Córdoba. Con el tiempo, Medina al-Zahira iba a convertirse en una auténtica ciudad palacio en la que residirían todos los órganos del poder. Mientras tanto, Almanzor ordenaba rodear al califa Hisham, encerrado en Medina Azahara, con un muro con doble foso. Para que el pueblo no perturbara las oraciones del joven, dijo.
Recapitulemos. En su conquista del poder, Almanzor se ha quitado de en medio, primero, al príncipe al-Mughira, por orden del viejo visir alMushafi. Después acabará con este al-Mushafi, beneficiando al general Galib, con cuya hija,Asmá, se casa.Y luego, tras aplastar una conjura legitimista, había desplazado al propio califa, encerrándolo literalmente en su palacio y asumiendo para sí todas las tareas de gobierno. ¿Quedaba alguien que estorbara en el camino de Almanzor? Sí, ahora tocaba librarse también del propio Galib, el general, su suegro.
Pero, un momento. ¿Para qué actuar contra Galib? El veterano general eslavo, sin duda el mayor talento militar del emirato, era un anciano de cerca de ochenta años. Su popularidad entre las masas era grande, pero también era evidente que no viviría mucho más. Sin embargo, Galib representaba todo aquello que Almanzor quería eliminar: el viejo orden califal. Por eso había que quitarle de en medio.
Galib, en efecto, era ante todo un hombre fiel al califa. Por eso no podía ver con buenos ojos la revolución política que estaba ejecutando su yerno Almanzor, que había neutralizado literalmente al pequeño Hisham II. Ahora bien, no era Galib el único que tenía tales sentimientos. Toda la vieja aristocracia militar de origen árabe estaba viendo el ascenso de Almanzor como una ruptura del orden tradicional (lo cual, en efecto, era). Alinanzor lo sabía y se propuso desactivar las resistencias militares: sustituyó a buena parte de los jefes árabes y eslavos por nuevos oficiales, en su mayoría bereberes que él mismo había traído del norte de África.Y además, para evitar que estos bereberes antepusieran sus fidelidades tribales a la obediencia que debían al propio Almanzor, se ocupó de que cada unidad militar tuviera una composición lo más heterogénea posible, de manera que no pudiera reconocerse en otro jefe que en el todopoderoso Abu Aun r.
Esta reforma militar debió de ser lo que colmó el vaso de la paciencia de Galib. El anciano general constataba que su yerno, aquel Almanzor de ambición inagotable, estaba destruyendo todo aquello por lo que él había luchado, aquel mundo en el que un esclavo de origen cristiano había podido ascender hasta encabezar los ejércitos del califa. En algún momento entre los años 980 y 981, las relaciones entre Galib y Almanzor se tensaron hasta romperse. Y entonces Galib tomó una drástica decisión.