Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (25 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Almanzor regresó a Córdoba victorioso y cargado de botín y esclavos. En Barcelona dejó una guarnición que aún estuvo al menos seis meses manteniendo sus banderas en la ciudad. Después, los musulmanes se marcharon dejando tras de sí las ruinas.

Y mientras tanto, ¿qué hacía el conde? Borrell había apostado por pactar con Córdoba; ahora veía lo calamitoso de su apuesta. Borrell también había apostado por funcionar al margen de sus protectores carolingios; ahora se veía obligado a recurrir de nuevo a ellos. Pero entonces ocurrió algo que cambió las cosas: el rey Lotario de los francos murió. Su sucesor, Luis el Holgazán, el último carolingio, fallecía apenas un año después, y en Francia cambiaba la dinastía: llegaba al trono Hugo Capeto. Borrell exploró al nuevo rey. No lo vio claro.Y así Borrell tomó una decisión que iba a cambiar la historia.

Cuando se emancipó Cataluña

Recompongamos el paisaje. Flashback. A mediados del siglo viii, derrotados los árabes en Poitiers, los francos deciden crear una marca fronteriza —la Marca Hispánica— en torno al Pirineo. Desde Navarra hasta el Mediterráneo, una cadena de condados defenderá el territorio francés de futuras invasiones. Esos condados son puestos bajo el gobierno de nobles francos, pero no tardan en quedar encomendados a las grandes familias locales. Pamplona es la primera que se constituye en reino independiente. Después se emanciparán Aragón y Pallars. En el este de la marca, en lo que hoy es Cataluña, la presencia carolingia es más acentuada: los condes renuevan sus pactos con la corona franca, pero ya no son designados por ella, sino que transmiten la autoridad condal hereditariamente, dentro de su propia familia. Más tarde, los condados empiezan a aglutinarse. A partir de Wifredo el Velloso, a finales del siglo ix, ya puede hablarse de un bloque territorial catalán que, además, funciona cada vez más alejado de la política carolingia. Así empieza a constituirse una identidad singular.

Del mismo modo que en Asturias fue de una importancia decisiva la Iglesia —recordemos que a partir de Beato de Liébana la Iglesia asturiana se convierte en cerebro y corazón de la Reconquista—, también en los condados catalanes serán los eclesiásticos quienes empiecen a dar una personalidad singular a estas tierras. Parece claro que aquí tuvo bastante que ver la reforma que venía de Cluny, y que en el plano político se tradujo fundamentalmente en poner los monasterios bajo la autoridad del papa, en vez de depender de los poderes laicos, para garantizar la pureza de la vida religiosa liberándola de servidumbres políticas.

La línea de Cluny empieza a entrar en el sur de Francia en la primera mitad del siglo x. De ahí pasa a Cataluña. En diciembre de 950, el monasterio de San Miguel de Cuixa, en el Conflent, envía a un monje a Roma. Se trata del monje Sunyer, que retorna a casa con una bula expedida por el papa Agapito II. Esa bula ponía al monasterio bajo la potestad del papa y le eximía de someterse a ninguna otra autoridad. El monasterio de Cuixa, fundado en 879, era uno de los centros monásticos más importantes de Cataluña. A partir del viaje de Sunyer se convirtió también en centro de una vida diplomática muy intensa para la época. En diciembre de 951, un año después de la bula, una nutrida y vistosa comitiva catalana viaja a Roma: condes, abades, obispos… Vuelven con nuevas bulas para otros monasterios. Así los condados catalanes rompen su reclusión y se abren al mundo, y en particular a Roma. Años más tarde, un abad de Cuixa, Garí, que provenía precisamente de Cluny, iba a jugar un papel determinante en la política de los condados.

La influencia cluniacense en la Iglesia catalana tuvo el efecto de abrir una ventana al exterior.Y al contemplar el exterior, los que miraban desde dentro cobraron conciencia de su propia personalidad. No podemos hablar de una conciencia nacional ni de nada que se le parezca, pero sí de un cierto movimiento de identidad que va a llevar a los condados catalanes a alejarse cada vez más de la hegemonía carolingia.

Y a todo esto, ¿por qué Cataluña se llama así? Sabemos el origen de la mayoría de los nombres de nuestras tierras.Asturias es tierra de astures, comoVasconia es tierra de vascones (y Vascongadas son las tierras a las que los vascones llegaron después). Castilla se llama así por sus castillos. Aragón, por el río que le sirvió originalmente de eje y frontera. Pamplona se llama tal por el romano Pompeyo, y Navarra, por el vocablo prerromano «nava» o «naba», que se aplica a la tierra llana rodeada de montañas. Galicia es Galicia porque los romanos llamaban galos a todos los celtas que encontraban, y así hay Galicias y Galacias en España, Ucrania y Turquía (de aquí eran los gálatas de San Pablo), y también por eso Francia era la Galia. Bien, ¿pero por qué Cataluña se llama así?

La verdad es que nadie lo sabe con certeza. Las primeras menciones a Cataluña o a los catalanes datan de los siglos xii y xiii, aplicadas al conde Ramón Berenguer III y al rey Jaime el Conquistador. La etimología del término es muy oscura. Sobre el sufijo «uña» no hay grandes misterios: es una adaptación romance del sufijo latín «onia» que encontramos en muchos lugares a ambos lados del Pirineo, desde Gascuña hasta Orduña pasando por Espuña. Pero el «catalá», ¿de dónde viene? Hay quien sos tiene que es una deformación de Gotholandia, nombre con el que supuestamente los francos denominaban a la Marca Hispánica: como allí había población visigoda, los francos llamaron a aquello Gothia y Gotholandia. Esta tesis, no obstante, tiene dos serios inconvenientes. Primero, que la transformación fonética de Gotho en Cata es muy dificil, y sobre todo, que no hay menciones documentales que avalen esa transformación.

Otras tesis acuden a supuestos personajes fantásticos que habrían dado nombre a estas tierras, como cuenta la fantasmal historia de Otger Cathaló (pero esto es un invento de Pere Tomic ya en el siglo xv). Otras aun, a una complejísima operación fonética mediante la cual las gentes del común, en época remota, habrían empezado a expresar mal el nombre del pueblo prerromano que allí habitaba, los lacetanos, y de la Lacetania; trastocando la «1», la «c» y la «t», habría salido la Catelania y, después, la Cataluña. Esta tesis gusta mucho a los lingüistas, y también a los nacionalistas actuales, pero se hace francamente dificil creer que los lacetanos empezaran a pronunciar mal deliberadamente su nombre para dar gusto a los rectores de la Cataluña contemporánea.

Hay otra tesis que a nosotros nos parece la más probable, y que de hecho durante mucho tiempo se dio como tal, pero que se ha convertido en «políticamente incorrecta». Es la tesis según la cual el término Catalonia o Cataluña proviene de la palabra «castillo». Recordemos que el territorio catalán abarcaba una ancha zona de la Marca Hispánica, la defensa fronteriza creada por Carlomagno en el Pirineo. ¿Y qué había en la defensa fronteriza? Castillos, evidentemente. ¿Y quiénes habitaban en los castillos? Los castellanos, que en bajo latín medieval se decía «castlanus». Hoy, en francés, «castellano» se dice «chátelan», y ése sería también el significado de «catalán». De manera que Cataluña compartiría con Castilla la razón de su nombre: si Castilla es la tierra de los castillos, Cataluña es la tierra de los castellanos (o sea, de los que viven en los castillos). Pero eso, como es natural, gusta poquísimo en los círculos de la cultura nacionalista catalana de nuestros días.

A todo esto, quede clara una cosa: en el momento de nuestro relato, finales del siglo x, Cataluña no existe. Los condados que nosotros llamamos hoy catalanes tenían cada cual su nombre —Barcelona, Gerona, Conflent, Urgel, etc.—, en general bajo el liderazgo de la sede barcelonesa. Lo que sí se había construido era una unidad política singularizada, en principio dependiente de la corona carolingia, pero que empezaba ahora a mirar más hacia sí misma y, sobre todo, que había tomado la determinación de no dejar su seguridad en manos de unos monarcas, los franceses, que parecían haberse despreocupado por completo de cuanto sucediera en el sur.

Volvemos al hilo central de nuestro relato. En 985 Almanzor ha asolado Barcelona. En 986 muere el rey Lotario de Francia. Su hijo y sucesor, Luis V el Holgazán, muere al año siguiente con apenas veinte años. Una asamblea de magnates elige entonces a alguien de otra dinastía, Hugo Capeto, que era duque de Francia y ahora será rey. En Barcelona, Borrell II explora al nuevo monarca: ¿le prestará ayuda? Hugo contesta, pero lo hace en términos tales que más parecen un reproche y una amenaza. Así contestó el Capeto:

Si queréis conservar la fidelidad tantas veces ofrecida por legados a nos o a nuestros antecesores —a fin de que llegando a vuestro país no nos encontremos burlados con la vana esperanza de vuestra ayuda—, tan pronto sepáis que nuestro ejército acampa por Aquitania venid a nosotros con poca gente para confirmar la fidelidad prometida y guiar al ejército por el camino conveniente. Si preferís hacerlo así y obedecernos más bien a nosotros que a los ismaelitas, enviadnos legados antes de la Pascua que nos aseguren vuestra fidelidad.

Asombroso. Hugo desconfiaba de Borrell, temía que trabajara para los musulmanes, sospechaba una celada y exigía que el conde acudiera «con poca gente» a su campamento. Borrell no envió a los legados antes de Pascua; tampoco después. Ni el rey tuvo ocasión de acudir a Aquitania, porque en ese momento le estalló una guerra en Lorena. La relación de vasallaje entre los condados catalanes y la corte francesa quedó rota. Convencionalmente se acepta que entonces comienza la independencia del condado de Barcelona.

Lo que ha nacido aquí no es todavía un reino; de hecho, nunca habrá un reino de Barcelona ni de Cataluña. Borrell II asocia al poder a sus hijos, Ramón y Ermengol. Cuando muere Borrell, los condados se dividen de nuevo: Ramón queda al frente de Barcelona, Gerona y Osona, y Ermengol gobernará en Urgel. El condado de Barcelona terminará entrando en unión dinástica con el Reino de Aragón en el siglo xii. El de Urgel seguirá gobernado por una dinastía propia hasta el siglo xiii, cuando pase definitivamente a la corona de Aragón. Pero a todo esto ya llegaremos en su momento.

El golpe definitivo sobre León

Almanzor ha devastado Barcelona.Ya no queda reino en la Península donde el dictador de Córdoba no haya dejado su huella. La situación del Reino de León también es simplemente lamentable, incluso peor que la del recién asolado territorio catalán. Ocupado por tropas extranjeras, sometido al enemigo cordobés, desgarrado por las luchas internas, León se desangra. ¿Cabía más calamidad? Sí: un ataque implacable de Almanzor.Y eso es lo que va a ocurrir andando el año 987. Entre olas de muerte y traición, León tocará fondo. Pero vamos a empezar por el principio.

Retrocedamos un poco. Situémonos en la guerra civil que acaba de vivir el Reino de León en los años anteriores: Bermudo contra Ramiro. Bermudo II quiere acabar definitivamente con el rey anterior, Ramiro III. Para doblegar su resistencia, no se le ocurre mejor cosa que pedir ayuda a Almanzor. El dictador de Córdoba, naturalmente, acepta la petición de Bermudo, pero sacando el máximo partido posible de la circunstancia. Así, Bermudo termina sometido a Almanzor y éste puede colocar sin el menor esfuerzo un buen contingente de tropas, supuestamente «para ayudar», en el corazón mismo del reino cristiano del norte. Ésta era la situación en el año 987.

Ahora bien, los bereberes prestados por Almanzor al rey Bermudo de León no se comportaron como una tropa aliada, sino más bien como un ejército de ocupación, saqueando lo que les venía en gana. Pronto la situación se hizo insostenible: a las calamidades que sufría la población, explotada por las querellas entre las grandes familias nobles, se añadían las continuas violencias de los bereberes. Bermudo, presionado, decidió forzar el retorno de los bereberes a Córdoba. Primero, solicitó de Almanzor su evacuación; después, y como quiera que Almanzor no contestaba, Ber mudo echó a los bereberes por la fuerza. «¿Cómo se atreve?», debió de pensar Almanzor.Y el caudillo de Córdoba encontró aquí el pretexto que necesitaba para aplicar su medicamento preferido sobre León: una campaña de devastación sin paliativos.

Almanzor empieza por el occidente del reino, por Portugal. Las tropas de Córdoba se dirigen contra la ciudad de Coimbra, a orillas del Mondego, reconquistada por los cristianos un siglo antes y que era el puesto avanzado de León hacia el valle del Tajo. Los ejércitos de Almanzor aniquilan a la guarnición del conde Gonzalo Muñoz. En Coimbra no se limita Almanzor a la habitual expedición de saqueo, sino que ocupa la ciudad y literalmente la destroza.Tal fue la devastación, que Coimbra permaneció siete años deshabitada; cuando vuelva a la vida, será como puesto avanzado del califato. Era una decisión estratégica transparente.Almanzor seguía desmantelando una tras otra todas las posiciones centrales de la frontera sur cristiana, las cabezas de puente de la repoblación.

Coímbra sólo fue un aperitivo. Después de arrasar la frontera portuguesa, Almanzor dirige a sus huestes contra la propia ciudad de León. Ojo: hacía mucho tiempo que no llegaban tan al norte las expediciones moras. León, concretamente, nunca había sido atacado desde su refundación por Ordoño 1, casi siglo y medio atrás. Los gruesos muros romanos seguían protegiendo la villa. Era el objetivo más ambicioso que podía fijarse Almanzor. Pero los ejércitos moros ya habían demostrado su capacidad de destrucción.Y esta vez, además, contaban con una ayuda insospechada: los propios condes leoneses.

En efecto, lo más penoso de esta campaña no fue la crudeza con que Almanzor atacó las tierras cristianas, sino el hecho de que esta vez contaba con el auxilio de las principales familias condales leonesas; hasta ese punto había llegado la degradación del reino. Almanzor ya había desplegado esa misma estrategia en su lejana campaña berebere: corromper por el oro a los jefes locales para cobrarse todo el territorio. Lo mismo hizo aquí.Y los condes, que ya se habían corrompido varias veces con anterioridad, volvieron a hacerlo. En Galicia, Gonzalo Menéndez rompió su compromiso con el rey de León y se sometió a Almanzor. En Saldaña, los Banu Gómez se pasaron al ejército invasor y ofrecieron sus servicios como oficiales y guías en la campaña contra el reino. García Bermúdez, conde de Luna, e incluso los Ansúrez, todos abandonaron al rey que ellos mismos habían promovido pocos años atrás y se sometían ahora al caudillo de Córdoba. Lamentable, en fin.

El único que en el Reino de León parece mantener la cabeza clara es García Fernández, el conde de Castilla. García sigue obsesionado con la idea de construir una gran coalición cristiana. Lo ha intentado reiteradas veces. A ello ha orientado incluso su política familiar. Se ha casado con una condesa de Ribagorza; sus hermanas han desposado, una, al rey de Pamplona, y otra, al conde de Saldaña; de las hijas de García, una se casará con un conde de Pallars y otra con el mismísimo rey Bermudo II de León. Está claro lo que García Fernández pretende: que los reinos cristianos formen un frente común. Ahora, ante la ofensiva mora contra la ciudad de León, García es el único que acude con sus tropas a orillas del Cea para defender la capital. El rey Bermudo ya no está allí, ha huido hacia Galicia. Los castellanos quieren presentar batalla, pero todo está perdido: después de tres días de resistencia, León cae. Almanzor ordena demolerla por entero.

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