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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (26 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Almanzor nunca habría podido destruir León si no hubiera mediado la traición masiva de los condes del reino. Las tropas moras eran más poderosas que todas las huestes leonesas juntas, pero una expedición tan al norte ofrecía problemas logísticos y de avituallamiento que ningún ejército de la época estaba en condiciones de resolver. Ahora bien, ésos fueron precisamente los problemas que los condes traidores le resolvieron a Almanzor: puntos de acampada, caminos francos, zonas libres para el saqueo. Da vergüenza recorrer el paisaje: con el territorio abandonado por quienes debían protegerlo, los moros saquean impunemente toda la región desde Zamora hasta la propia capital leonesa, incendian los monasterios de Eslonza y de Sahagún, y devastan a conciencia los campos y las aldeas haciendo gran número de cautivos. A cambio, el traidor conde de Saldaña, Gómez Díaz, empieza a atribuirse el título de imperante in Legione, «el que manda en León». «Imperante», sí: pero su mando es producto de la mayor felonía imaginable.

Y mientras tanto, ¿qué hacía el rey Bermudo? El pobre Bermudo, débil e incapaz, abandonado por todos, había huido desde León a Zamora. Después, perseguido por las tropas moras, había corrido a refugiarse en Galicia, concretamente en Lugo. Allí quedó a salvo, pero sólo de momento.Y en cuanto a su reino, en realidad no había tal: la mayor parte del territorio estaba en manos o bien de las tropas moras, o bien de los condes. Aquellas ciudades que veinte años antes fueron los centros neurálgicos del reino, desde Coímbra hasta Sepúlveda pasando por Simancas, Zamora o la misma León, habían sido demolidas; la repoblación al sur del Duero, sistemáticamente desmantelada; los condes, jefes del territorio, ya no obedecían al rey, sino a Almanzor. El Reino de León había tocado fondo.

En un paisaje así, lo natural es pensar que Almanzor podía dar por culminada su tarea, pero no. Por un lado, los condes del Reino de León eran poco de fiar: su sumisión al moro era producto del miedo y de la corrupción, y Almanzor no tardaría en verificar lo inconveniente que es hacer negocios con gente así. Por otro lado, la resistencia seguía en Castilla, donde pronto asistiremos a acontecimientos extraordinarios.Y luego, además, al dictador de Córdoba le quedaba solucionar un complicado problema institucional en su propia casa.Almanzor tenía ya cincuenta años, se iba haciendo mayor y sus hijos ya estaban en edad de asumir cargos de gobierno, pero para ello tenía que introducir modificaciones legales importantes en su régimen.Y Almanzor, como siempre, saltará hacia arriba.

Almanzor quiere ser rey

El dictador era uno de esos tipos que siempre quiere más. Ahora su objetivo será transmitir a sus hijos el poder. De esta manera el nombre de Abu Amir no será sólo el de alguien que llegó y cuya memoria pasó, sino que se perpetuará en una dinastía propia, la dinastía amirí. Ahora bien, eso no formaba parte de los usos del califato. Había que cambiar las leyes, y tal será el siguiente paso de Almanzor.

Vamos a dibujar un poco el mapa político del califato. En principio, el califato de Córdoba, como todo conjunto político musulmán, no conocía la división de poderes: el califa es jefe político, religioso, jurídico y militar, todo al mismo tiempo. En particular, la jefatura política y la religiosa eran indisolubles, al contrario de lo que ocurría en el mundo cristiano. La política de Almanzor, sin embargo, había llevado a una situación singular. Con el califa Hisham recluido en su palacio, todo el poder polí tico había quedado en manos del hayib Abu Amir, o sea, de Almanzor. De manera que, en la práctica, sí existía una división de poderes.Y lo que ahora se proponía nuestro hombre era oficializar eso. ¿Cómo? Fundando una monarquía islámica propia. El califa seguiría siendo califa, pero Almanzor sería rey y sus hijos heredarían el trono.

En este momento la posición de Almanzor en el califato ya era de poder absoluto. El califa Hisham estaba anulado, supuestamente dedicado a la oración en su palacio de Medina Azahara. La viuda Subh, la madre del califa, que amparó el ascenso de Almanzor e incluso fue su amante, se veía ahora desplazada del poder, alejada de cualquier influencia, aunque con pretensiones sobre el Tesoro. Los viejos jefes militares habían desaparecido: después de matar a Galib, el dictador había suprimido también a su propio primo Askaladja, y luego al almirante de la flota califal, Ibn al-Rumahis, el que bloqueó el puerto de Barcelona. La aristocracia árabe, por su parte, había sido apartada de los centros neurálgicos del ejército.

Para prevenir sublevaciones, Almanzor había emplazado fuertes contingentes de guerreros bereberes en los puntos estratégicos del califato. A la tribu Sanhadja la instala en Granada, a los Maghrawa los sitúa en las montañas de Córdoba, a los Banu Birzal y a los Banu Ifran los coloca en Jaén. Estos pueblos bereberes actúan en sus nuevos dominios como un ejército de ocupación; despóticos, no tardan en ganarse el odio de la población local. Pero eso entraba en la estrategia de Almanzor: por un lado, privaba a estas tribus guerreras de apoyo popular; al mismo tiempo, inclinaba a las gentes a pensar que sólo en Almanzor podían encontrar justicia. Es propiamente un régimen de terror.

Pero no es sólo terror lo que Almanzor impone en el califato. A la vez prodiga gestos que hoy llamaríamos populistas y que le proporcionan el afecto de los súbditos. Por ejemplo, en 990, cuando una tremenda hambruna azotó Al-Ándalus, el dictador ordenó «fabricar todos los días, desde el principio hasta que terminó, 22.000 panes que eran repartidos diariamente entre los pobres, con lo que los necesitados vieron remediada su situación». Un poco más tarde, cuando el sur de España sufrió una plaga de langosta, Almanzor «ordenó recoger las langostas cuando se posaran en tierra e impuso esto como un deber para todos, de acuerdo con la capacidad de cada uno, estableciendo un zoco especial para comprarlas». Es la típica mentalidad del dictador que quiere llegar con su voluntad hasta los últimos rincones de la vida política, lo mismo para el terror que para la filantropía.

Con el nuevo paso, esa oficialización de su poder como rey, Almanzor legaliza su autoridad. En 991, cuando su hijo Abd al-Malik alcanza la mayoría de edad, le traspasa el título de hayib, es decir, primer ministro del califato. Almanzor, por su parte, se investirá de los títulos de «señor» (sayyid) y «rey generoso» (malik karim).Y al mismo tiempo ordena que en todos los documentos de la cancillería aparezca su sello, y no el del califa. ¿Y nadie se oponía a Almanzor? Sí, alguien se oponía.Y además, en su propia casa: otro hijo suyo, de nombre Abdalá.

La historia parece una novela de intriga política. Sus protagonistas son tres: Abdalá ben Aun r, hijo de Almanzor, que vivía en Zaragoza; Abdalá ben Abdelaziz, de la familia omeya, más conocido como Piedra Seca y que era gobernador de Toledo; el tercero es Abderramán ben Mutarrif, gobernador de Zaragoza. A la altura de 989, estos tres hombres comienzan a conspirar. Probablemente Abdalá, el hijo zaragozano de Almanzor, se sentía desplazado, celoso de que su padre hubiera elegido a otro hijo, Abd al-Malik, como heredero de sus títulos. El caso es que el omeya, Piedra Seca, representante de la vieja legitimidad, urde una maniobra para acabar con el dictador. Sin duda tuvo algo que ver la viuda Subh,Aurora, la madre del califa, que había visto cómo su poder en la corte de Córdoba quedaba progresivamente disminuido.

Almanzor descubrió la trama. El dictador tenía ojos en todas partes. Abdalá, el hijo, sintiéndose atrapado, huyó. ¿Adónde? A Castilla, donde el conde García Fernández, el último resistente, le recibió con los brazos abiertos: el destino había puesto en sus manos una baza inesperada.También huyó Piedra Seca, el omeya, que igualmente buscó refugio en tierras cristianas, en este caso en la corte leonesa de Bermudo II. Peor suerte corrió el gobernador de Zaragoza, Abderramán ben Mutarrif, que fue apresado por su propio hijo Samaya y decapitado.

Quedaba un hilo de la trama; el de Aurora, la madre del califa. ¿Estaba implicada en la conjura del omeya Piedra Seca? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que Aurora, Subh, tejió una complicada maniobra para quedarse con el Tesoro del Estado. Al parecer, Subh pretendía secar desde su origen el poder de Almanzor. El dictador de Córdoba, recordemos, había alimentado su vertiginoso ascenso con el oro de las caravanas africanas que llegaban desde Sudán; ese oro le había permitido contar con fondos casi ilimitados. Lo que Aurora se propuso fue cegar el ubérrimo pozo del oro de Almanzor. ¿Acaso el dinero del califato no se recaudaba en nombre del califa? Pues al califa —pensó Aurora— debía pertenecer.

El dictador vio con claridad la maniobra: la viuda Subh, Aurora, que había pasado del amor al odio, quería quitarle el aire. Así que Almanzor convocó con carácter de urgencia a los visires y les hizo firmar una orden extraordinaria. A partir de ahora, el tesoro real no estaría en el Alcázar, sino en la propia residencia de Almanzor en la ciudad-palacio de Madinat al-Zahira. Dicen que entonces el califa Hisham II, desde su encierro, escribió estos melancólicos versos:

¿No es asombroso que alguien como yo/ vea lo más insignificante inaccesible para él,/ y que todo el mundo sea gobernado en su nombre/ aunque nada esté en su mano? Para él se reúne todo el dinero/ pero le está vetado lo que para él se recauda.

Triste condición, en efecto, la del poético califa.

Muchas cosas están pasando mientras tanto. En África, una nueva rebelión magrebí pone en peligro el poder de Córdoba; Abd al-Malik, el hijo preferido de Almanzor, será el encargado de sofocarla. El propio Almanzor, por su parte, corre a Castilla para recuperar a su hijo traidor, Abdalá, y se verá las caras con García Fernández.Y después acudirá a tierras de León para capturar a Piedra Seca, el omeya conspirador, que andaba por allí huyendo del dictador de Córdoba. La reacción de Almanzor será brutal. Por el camino descubriremos cosas asombrosas: intrigas y traiciones, y también el germen de un famoso cantar de gesta: el de Los siete infantes de Lara. Ahora lo veremos.

Ruedan cabezas: el pobre Abdalá y los infantes de Lara

Este capítulo podríamos titularlo así: cuando la realidad es más dura que la leyenda. Habíamos dejado a Almanzor hecho una furia por la traición de su hijo Abdalá, refugiado en la Castilla de García Fernández. ¿Por qué el hijo de Almanzor acudió a Castilla, y no a León? Quizá por pro ximidad geográfica: si uno huye de Zaragoza, como es el caso de nuestro hombre, Castilla está más cerca. Quizá, también, por seguridad política. León era una jaula de grillos, con todos sus condes sumisos a Almanzor, como por otra parte ocurría en Pamplona, mientras que sólo Castilla permanecía refractaria a las estrategias del dictador cordobés. Y quizá, también, por eficacia militar: pese a todo y contra todos, el conde García Fernández se había encastillado —nunca mejor dicho— en su territorio y estaba consiguiendo detener las acometidas musulmanas.

La leyenda habla de García Fernández como «el conde de las manos bellas», por contraposición a su padre, Fernán González, «el conde de las manos fuertes». Serían tan bellas como dice la leyenda, pero el hecho es que el talento militar de García resulta admirable: con medios muy limitados, estaba consiguiendo frenar al poderosísimo ejército de Córdoba. En 989 ha habido un ataque en toda regla de Almanzor a las posiciones castellanas. El escenario de la ofensiva son las tierras sorianas. En el mes de junio las huestes sarracenas ponen sitio a Gormaz, la posición clave sobre el Duero, pero son rechazadas por los defensores castellanos. Debió de ser una batalla terrible. Sabemos que hubo cuantiosas bajas por ambos lados. Entre los cristianos murió, por ejemplo, el obispo deValpuesta, don Nuño Vela, quizá de la familia condal alavesa. El fracaso ante Gormaz no desalienta a los moros, que marchan hacia Osma. En el mes de agosto de aquel 989 Almanzor ocupa la ciudad; después, en octubre, hace lo propio con la posición de Alcoba de la Torre. Toda la comarca es saqueada, pero Almanzor tiene que levantar el campo. El invierno se acerca y ningún ejército de la época puede afrontar los fríos sorianos a campo abierto.

Es en ese momento cuando Abdalá, el hijo desertor de Almanzor, se pasa al lado cristiano. El dictador de Córdoba reacciona con furia y lanza una nueva ofensiva sobre las líneas castellanas. Pero otra vez las defensas de Castilla sostienen la integridad de la frontera o, para ser más precisos, de las fortalezas que marcaban el límite sur del territorio castellano. Transcurridas varias semanas de asedios, Almanzor decide negociar. Lo hace a su manera, es decir, con un ultimátum: o Castilla le devuelve a Abdalá, el hijo traidor, o lanzará un ataque masivo contra todas las poblaciones y campos de Castilla. García Fernández pone sus condiciones: sólo entregará a Abdalá si Almanzor se compromete a respetar la vida del rehén. Almanzor accede. Era el 8 de septiembre.Abdalá abandona las líneas cristia nas y pasa a las posiciones sarracenas. Su padre ordenará cortarle inmediatamente la cabeza.Y así acabó el pobre Abdalá.

No sabemos muy bien qué pasó después. Las noticias del Reino de León son muy confusas. Al parecer, durante esos años Almanzor se entregó a un doble juego. Por una parte, respetó la paz con Castilla, aquella paz cuyo precio fue la cabeza de Abdalá; de hecho, sabemos que gracias a esa paz el rey Bermudo pudo abandonar Galicia, volver a León e incluso casarse con una hija de García Fernández. Pero al mismo tiempo, y a pesar de la tregua, todo indica que Almanzor intrigó sin fin para minar la autoridad de García Fernández en el condado. Lo mismo había hecho antes entre los bereberes y entre los condes leoneses: corromper para ganar. ¿Por qué no iba a hacerlo también en Castilla? Tal vez fue eso lo que alimentó el nacimiento de leyendas como la del Cantar de los siete infantes de Lara, que es uno de los grandes cantares de gesta castellanos.

¿Qué cuenta el romance de los infantes de Lara? Básicamente, una intriga político-familiar con Almanzor metiendo la cuchara en la olla. Dos grandes familias burgalesas, los de Lara y los de Bureba, viven enfrentadas. Para solucionar la rivalidad, una dama de Bureba, doña Zambra, casa con un caballero de Lara, don Rodrigo. Pero la hostilidad no mengua y doña Lambra pide venganza. Entonces su marido teje una oscura maniobra: envía a su cuñado Gonzalo Bustos, padre de los infantes de Lara, para que lleve una carta a Almanzor. La carta está escrita en árabe, lengua que Gonzalo no entiende. Pero su contenido es letal: «Mata al portador de esta carta», dice la misiva.Y al mismo tiempo, el malvado Rodrigo ha preparado las cosas para que los infantes sean destrozados por un ejército moro. Almanzor no mata a Gonzalo, sino que le mantiene preso. Los infantes son vencidos por los moros y decapitados. Así Gonzalo, el preso, llorará sobre las cabezas de sus siete hijos. Años más tarde, un bastardo de Gonzalo, Mudarra, hijo del preso y de una hermana de Almanzor, vengará la afrenta. Los sarcófagos de los infantes de Lara están en San Millán de Suso; sus cabezas, en la iglesia de Santa María de Salas de los Infantes; el sepulcro de Mudarra puede verse en la catedral de Burgos.

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