Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (30 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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¿Por qué Abd al-Malik golpeó sobre Zamora, un territorio vinculado directamente al rey de León? No hay que buscar demasiadas explicaciones de tipo político: las expediciones de saqueo y rapiña formaban parte de la tónica habitual de Córdoba; eran un método para mantener sometidos a los cristianos, hubieran firmado tregua o no, y además eran el modo más rentable de mantener al ejército. Pero a pesar de tratarse de una cruel rutina, el ataque sobre Zamora nos indica muchas cosas. La primera: las relaciones entre León y Córdoba ya estaban rotas. La segunda: esta vez Abd al-Malik no exigió la presencia de tropas castellanas, y eso significa que también las relaciones del dictador cordobés con el conde de Castilla estaban rotas o, al menos, en periodo de desconfianza.

Después de golpear Zamora, Abd al-Malik vuelve sus ojos hacia el Pirineo. Establece su base de operaciones en Zaragoza y lanza a sus tropas contra los condados de Sobrarbe —bajo dominio navarro— y Ribagorza. El control de Barbastro, una de las principales plazas fuertes de Córdoba en la Marca Superior, le permite una proyección anchísima hacia la sierra de Arbe, hacia Aínsa, hacia Sabiñánigo. El escenario será el mismo que en Zamora: pobres tierras de campesinos que se verán arrasadas, centenares de cautivos vendidos como esclavos. En Roda de Isábena los moros secuestran al obispo, que se llamaba Aimerico; carne de rescate.

Mientras eso ocurría en la frontera, en Córdoba afloraba una nueva conspiración: la del visir Ibn al-Qatta. Este caballero era un árabe al que Abd al-Malik había entregado la dirección de la administración del califato. Se trataba, pues, de un hombre fiel al nuevo dictador de Córdoba. Parece, sin embargo, que Ibn al-Qatta era demasiado sensible a las sugerencias de la aristocracia árabe. En Córdoba seguían gozando de mucha influencia las grandes familias de la clientela omeya, como los Banu Hudayr y los Banu Futays. Estos viejos linajes veían con malos ojos a Abd alMalik, a quien consideraban un advenedizo. Tampoco soportaban a los eslavos, tan influyentes en el ejército y en la corte y que, sin embargo, no dejaban de ser esclavos libertos de origen cristiano.Y por último, detestaban cada vez más al impotente califa Hisham, a quien consideraban —y con razón— como un pelele incapaz de hacer valer la autoridad califal. Objetivo de los conspiradores: eliminar a Abd al-Malik y a Hisham en un mismo movimiento, y elevar al trono del califa a un omeya, Hisham Abd al-Yabbar (otro Hisham), nieto de Abderramán III. El hijo de Almanzor descubrió el complot. Sin perder un minuto hizo ejecutar al visir Ibn alQatta y al pretendiente omeya.

A partir de este momento, Abd al-Malik sólo tiene una obsesión: Castilla. Contra ella se dirigirá enseguida, y poniendo toda la carne en el asador. No sabemos exactamente por qué el nuevo dictador de Córdoba se concentró tanto en la frontera castellana; las fuentes no nos lo dicen. Las crónicas moras hablan de que Sancho, el conde de Castilla, había organizado una coalición cristiana. ¿Cuándo? ¿Por qué? Tampoco lo sabemos. Lo único que nos consta es que en el verano de 1007 Abd al-Malik envió a sus ejércitos contra la posición de Clunia, en Burgos, que había vuelto a ser tomada por los cristianos. La expedición fue un éxito para los musulmanes. Pero la victoria no debió de ser tan rotunda como la pintan las crónicas árabes, porque muy poco después, en otoño, el dictador de Córdoba tiene que volver a salir de la capital para sofocar otro levantamiento en el Duero.

Ocurrió en un lugar llamado San Martín, que probablemente corresponde a San Martín de Rubiales, cerca de Roa. Ignoramos por qué era tan importante esta fortaleza, pero debía de serlo mucho cuando Abd al-Malik abandonó Córdoba en invierno, cosa insólita, para lanzar una ofensiva. Las huestes de Abd al-Malik sitiaron el castillo. La posición de los defensores era desesperada: eran muy pocos frente a un ejército excesivamente superior en número y potencia.

Lo que cuenta la crónica mora es simplemente brutal. Después de nueve días de asedio, la guarnición de San Martín propone a Abd al-Malik un armisticio. Los cristianos ofrecen entregar la plaza si se respetan sus vidas: no sólo las de los soldados, sino también las de los cientos de mujeres y niños refugiados tras los muros. Abd al-Malik finge aceptar. Los cristianos abren las puertas. Entonces el caudillo moro penetra en la fortaleza y ordena separar a los hombres de las mujeres y los niños. Los hombres, desarmados, serán todos asesinados allí mismo. Las mujeres y los niños serán repartidos entre la soldadesca mora y vendidos como esclavos. Era diciembre de 1007. Es la crónica mora, insistimos, la que lo cuenta.

Esta nueva campaña de Abd al-Malik deja un balance ambiguo. Por un lado, los moros golpean duro en Castilla y toman la posición clave de Clunia (la actual Coruña del Conde), cerca ya de Burgos, con lo cual suben muy al norte la línea de presión sobre la repoblación cristiana. Pero lo cierto es que Sancho seguía rebelde y Abd al-Malik no había podido cazarle. Más aún: tan palpitante debía de ser la rebeldía castellana, que el caudillo moro tiene que volver al Duero en pleno invierno.

Ojo, porque el ejército de Córdoba está comenzando a dar muestras de debilidad. Sigue siendo numéricamente invencible, pero es como si estuviera empezando a dejar de funcionar, como si algo en su interior se atascara. ¿Qué estaba fallando? Sin duda su cohesión. El ejército del califa, recordemos, estaba formado por tres grandes grupos: los bereberes reclutados masivamente por Almanzor, que eran fieles a los amiríes y, por tanto a Abd al-Malik; los eslavos de la guardia, fieles ante todo al califa, y además los árabes, a lo cual había que añadir a los de origen muladí, es decir, hispano-musulmán, que se consideraban a sí mismos como los auténticos representantes de la tradición andalusí. Cada uno de los tres tenía sus propias aspiraciones.Almanzor, en su día, había tomado la providencia de mezclar a unos grupos con otros en sus huestes, para evitar que formaran bloques homogéneos. La propia dinámica de las cosas, sin embargo, fue llevando a que todos y cada uno de ellos se agruparan según sus afinidades tribales y políticas.Y esas diferencias tardarán muy poco en convertirse en causa de conflicto.

La agonía de la espada del Estado

Vamos ahora a un momento decisivo: primavera de 1008. Abd alMalik, obsesionado con aniquilar a Castilla, prepara una nueva ofensiva. Ésta tiene que ser la definitiva, la ofensiva final. Pero nada va a salir como el dictador de Córdoba espera. Será la última campaña del hijo de Almanzor. Las crónicas moras la llaman gazat al-illa, «campaña de la enfermedad». ¿Por qué? De esta campaña sólo sabemos lo que las fuentes moras nos cuentan. El relato que ofrecen es realmente enigmático. Lo que importa, sin embargo, es su final.Vamos a verlo.

Abd al-Malik abandonó Córdoba, al frente de sus huestes, en el mes de ramadán de 1008, probablemente a finales de mayo. Se dirige a la base de Medinaceli: desde allí se propone lanzar a sus ejércitos contra Sancho de Castilla. Las crónicas moras (Ibn Idhari y el Bayan al-mugrib, concretamente) emplean términos como «penetrar contra» y «rechazar»; es como si el conde Sancho hubiera ocupado de nuevo las tierras perdidas años atrás en el cauce del Duero. Una vez en Medinaceli, algo imprevisto ocurre: el caudillo moro enferma. Enferma tanto que se traslada a Zaragoza para recibir asistencia médica. Pero no sólo el jefe moro enferma, sino que buena parte de sus tropas —«la mayor parte de los voluntarios», dice la crónica— le abandona. Ese verano, sorprendentemente, no habrá campaña contra Castilla. Abd al-Malik vuelve a Córdoba varios meses más tarde, a finales de septiembre, con las manos vacías y «destruidas sus esperanzas de vencer al rey cristiano», dice el cronista musulmán.

¿Qué le pasaba a Abd al-Malik? ¿Cuál era esa enfermedad? Lo ignoramos.Al parecer, era la segunda vez que le aquejaba una dolencia de ese género. De vuelta en Córdoba, ya recuperado, el caudillo cordobés sólo piensa en acabar la tarea. Ha entrado ya el mes de octubre, cuando normalmente la guerra cesaba por el frío, pero Abd al-Malik parece obsesionado con golpear sobre Castilla. Ordena a sus tropas equiparse para una campaña de invierno y el 19 de octubre de 1008 vuelve a salir de la capital.

Aquí la crónica se hace más explícita: recién puesto en marcha, Abd al-Malik empieza a acusar los efectos de una angina que le provoca ahogos. El dolor es tan intenso que el caudillo debe descabalgar. Sus servidores personales preparan a toda prisa el campamento. Abd al-Malik es acostado en el interior de su tienda. El ejército recibe la orden de detenerse y acampar. Orden que, según la crónica mora, los soldados reciben con malestar y malevolencia; no parece que les preocupara mucho la salud de su jefe. En ese momento llega al lugar un relevante personaje del califato, el cadí Ibn Dakwan. Hombre de autoridad debía de ser, porque es él quien ordena llevar al enfermo a Córdoba. El ejército se descompone; cada cual regresa a Córdoba por su cuenta. En cuanto al victorioso Abd al-Malik, agoniza sin remedio. Sus sirvientes le transportan en litera al palacio de Medina al-Zahira. Abd al-Malik entra ya cadáver. Era el 21 de octubre de 1008. El feroz Abd al-Malik moría con sólo treinta y seis años. Su ejército se había desperdigado.Y el califato quedaba en suspenso.

Debate para especialistas: ¿realmente estaba enfermo Abd al-Malik? ¿Qué le pasaba? ¿Qué extraña enfermedad era esa que le llevaba a aparecer y desaparecer del campo de batalla y, lo que todavía es más extraño, que empujaba a sus tropas a desmandarse y fallar en sus objetivos cada vez que el caudillo se ausentaba? Otras veces hemos visto a los ejércitos de Córdoba, formados mayoritariamente por guerreros profesionales, cuya vida consistía precisamente en eso, atacar aquí y allá sin necesidad de que el dictador de Córdoba estuviera al frente. ¿Acaso los generales del nuevo jefe amirí no eran capaces de conducir por sí solos una ofensiva? ¿Tan imprescindible era la presencia de Abd al-Malik como para que sólo él pudiera obtener la victoria? Verdaderamente, no es lógico.

Puesto que no es lógico que la presencia de Abd al-Malik en el campo de batalla fuera imprescindible, muchos especialistas han querido ver aquí un truco, una trampa de la crónica. Así, cada vez que la crónica árabe habla de la «enfermedad» de Abd al-Malik, en realidad hay que interpretar un revés militar. Revés que puede deberse a dos causas: una, las divisiones de tipo étnico que empezaban a hacer mella en el aparato militar del califato; otra, simplemente, que las fuerzas de Sancho de Castilla ya eran superiores o, por lo menos, iguales en eficacia a las moras, capaces de presentar una resistencia considerable en el campo de batalla. La crónica mora, siempre elogiosa y reverencial hacia Abd al-Malik, habría camuflado los contratiempos militares detrás de esa alusión a la «enfermedad» del caudillo; enfermedad que no es falsa, que sí existió, pero que no sería la causa real de los reveses del moro.

¿Es verosímil esta interpretación? En todo caso, lo que nos consta es el fracaso de Abd al-Malik en sus asaltos al territorio castellano. ElVicto rioso, la Espada del Estado, que había sometido a los reinos cristianos a un régimen de terror, que había llevado su poder hasta el punto de arbitrar en la corte leonesa, que había plantado sus banderas tan al norte como en Clunia, que había azotado con crueldad el orgullo cristiano asesinando y esclavizando en masa, ese mismo Abd al-Malik fallaba ahora ante las tropas de Castilla. ¿Qué tropas? Sabemos que bajo las banderas de Sancho se alineaban contingentes navarros. Sabemos que los colonos del sur, expulsados de sus tierras por los moros, corrían a refugiarse ahora al norte del Duero. Sabemos que Sancho, sobrenombrado «el de los buenos fueros», otorgó generosamente derechos a los castellanos que le sirvieran en el combate. Podemos imaginar que muchos de los innumerables colonos fugitivos del sur de Castilla serían ahora guerreros en las filas de Sancho. Podemos suponer, en fin, que así el conde de Castilla había conseguido organizar un ejército suficiente para frenar al caudillo de Córdoba.

Una vez más, todo esto no son más que hipótesis. Nos sirven para explicar lo inexplicable, a saber, esa extraña incapacidad de los ejércitos de Córdoba para actuar sin que Abd al-Malik estuviera presente, pero a partir de aquí no podemos dar ni un paso más. Lo único que podemos asegurar es la temprana desaparición del hijo y heredero de Almanzor, Abd al-Malik al Muzaffar, el Victorioso, la Espada del Estado, muerto con treinta y seis años y después de sólo seis de mandato.

La crónica mora cuenta que, cuando el cadáver de Abd al-Malik llegó a Córdoba, allí estaba esperándole su hermano Abderramán, Sanchuelo, el segundón de la familia. Él iba a heredar ahora todo el poder de la dinastía amirí. Inmediatamente se dispararon las habladurías. No era normal que un caudillo tan aguerrido como Abd al-Malik muriera tan joven. Si había muerto tan joven, era porque alguien había provocado su fallecimiento. ¿Cómo? Un veneno, sin duda. ¿Y quién podía ser? ¿Quién podía haber envenenado al Victorioso? Alguien se hizo la pregunta inevitable: Cui prodest?, ¿a quién beneficia? Naturalmente, a Sanchuelo, el otro hijo de Almanzor, sospechoso además por ser hijo de una cristiana; tan hijo de cristiana que no podía negar su origen por su extraordinario parecido con su abuelo, el navarro Sancho III Garcés, y de ahí precisamente que le llamaran Sanchuelo (del diminutivo mozárabe «Sanchol»). Pronto el rumor popular se hizo invencible: Sanchuelo había envenenado a Abd al-Malik.

En realidad, nada permite sostener que Sanchuelo hubiera envenenado a Abd al-Malik. Es verdad, eso sí, que se dio prisa en recoger la herencia. El nuevo hombre fuerte del califato recibió el cadáver de su hermano en la ciudad palacio de al-Zahira. Después, convocó a los principales dignatarios del califato. Con ellos estuvo reunido toda la noche. Al día siguiente, y sin que mediara oposición significativa, Abderramán Sanchuelo quedaba investido de todos los poderes y toda la autoridad del difunto Abd al-Malik.

Fue un día de fiesta en Córdoba. Sanchuelo, con todos los poderes en su mano, salió a las calles para recibir las aclamaciones y felicitaciones del pueblo. Bajo esas aclamaciones y felicitaciones, flotaba el rumor maledicente: Sanchuelo había envenenado a su hermano. En todo caso, el verdadero veneno se escondía mucho más hondo en Medina al-Zahira.Y pronto iba a extenderse por todo el califato, hasta llevarlo al colapso final.

El triste sino de Sanchuelo

¿Cómo era Sanchuelo? Cuando llegó al poder debía de tener unos veinticinco años. Era intrépido hasta la temeridad y extraordinariamente ambicioso, dice la crónica mora. También muy dado al vicio: la crónica le pinta entregado al vino, acompañado con frecuencia de «danzantes, bufones y homosexuales».Y sobre todo, había trabado gran intimidad con el califa, Hisham II, con el que compartía largas veladas de juerga en el palacio de Medina Azahara. Es curioso, porque tanto Sanchuelo como Hisham eran hijos de navarra: el primero, de la princesa Urraca (Abda), y el segundo, de la vascona Subh, Aurora, la que fuera favorita del califa anterior.Y Hisham y Sanchuelo protagonizarán ahora la descomposición del califato.

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