Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Dicen las crónicas que la visita catalana a Córdoba fue cualquier cosa menos amable: el mayor saqueo que hasta entonces había sufrido la ciudad. No cuesta mucho imaginar los sentimientos que podían pasar por la cabeza de aquellos hombres.Veinticinco años atrás, el condado de Barcelona había sido literalmente arrasado por Almanzor. Seguramente entre los guerreros de Ramón y Armengol habría alguno que vivió aquel de sastre en primera persona; todos ellos, en cualquier caso, habían crecido en el recuerdo de la catástrofe y en el odio al enemigo que un día sembró sus tierras de muerte y cenizas. Por lo que las crónicas nos han legado, sabemos que en la España cristiana la memoria de Almanzor perduró largo tiempo como la huella del mismísimo demonio, y hay que conceder que a nuestros antepasados no les faltaba razón. La revancha sólo podía ser implacable.
Así volvió de nuevo Muhammad II al trono de Córdoba.Y así los catalanes pisaron por primera vez en son de victoria la capital del califato.A partir de ese momento, los condados de Barcelona y Urgel van a encontrar vía libre para extender la repoblación de sus territorios hacia el sur. En cuanto a Córdoba, tampoco la solución Muhammad iba a ser duradera: la guerra civil musulmana todavía iba a conocer nuevos y más sangrientos episodios.
Córdoba humillada
Parece mentira que un mapa pueda arder tantas veces seguidas sin terminar de quemarse. El de Córdoba, en efecto, no paraba de arder. Hemos dejado a Muhammad II instalado en el califato. Será por poco tiempo. Todos los personajes que hemos visto en los últimos capítulos de nuestra historia vuelven a aparecer ahora en una sucesión de vértigo: el general Wadhid, Suleimán, Sancho de Castilla, incluso el ex califa Hisham ILY suena ya con fuerza otro nombre llamado a jugar un papel crucial, el de Sancho de Navarra. Todo ello, en el corto espacio de un año.
Empecemos por Córdoba. Allí ocurrió fundamentalmente una cosa: Muhammad demostró ser un incapaz. No tardó en ganarse la animadversión de la aristocracia árabe. Por otro lado, el anterior califa, Hisham II, seguía vivo; y era un pelele, pero, después de todo, era el pelele legítimo. Así las cosas, la aristocracia árabe no tardó en empezar a conspirar.Y el principal conspirador no era otro que Wadhid, el general eslavo que había conducido a Muhammad de nuevo al trono.
Mientras tanto, en algún lugar de Levante se lamía las heridas el califa de los bereberes, el omeya Suleimán, que naturalmente también quería volver al trono. Los bereberes habían tenido que evacuar Córdoba ante la llegada de Wadhid con los catalanes, pero seguían siendo una fuerza importante, sobre todo en el sur de la Península. Suleimán quiere recuperar lo perdido. Necesita ayuda. ¿Dónde la buscará? El pretendiente sólo tenía un aliado: una vez más, Sancho, el conde de Castilla.
La situación es extremadamente inflamable y no tarda en estallar. El califa Muhammad pronto se ve rodeado de puñales. Había vuelto al trono el 10 de mayo de 1010. Muy pocas semanas después, el 23 de julio, una ancha conjura inunda el palacio de Medina Azahara. Muhammad es asesinado ese mismo día. El inductor del asesinato ha sido, a todas luces, el generalWadhid, el eslavo. Los eslavos del general sacan al anterior califa de su encierro —una cárcel más o menos dorada— y le reponen en el califato.Ya es de nuevo el califa Hisham II.
Mientras tanto, Suleimán no se ha estado quieto: ha enviado a Sancho de Castilla una nueva embajada ofreciéndole renovar su pacto. La oferta, esta vez, va mucho más allá de las nunca entregadas fortalezas del Duero. Ahora Suleimán ofrece a Sancho nada menos que todas las conquistas de Almanzor al norte del Sistema Central. La propuesta es tentadora, pero Sancho no se engaña: sabe bien que todas esas plazas y fortalezas no están en manos de Suleimán, sino de Córdoba, es decir, de Hisham II, que ha vuelto al trono. En consecuencia, Sancho García reacciona con una jugada agresiva: escribe al califa Hisham, le cuenta la oferta de Suleimán y le dice que, si no le entrega las plazas y fortalezas en cuestión, volverá a apoyar al califa de los bereberes contra el poder de Córdoba; por el contrario, si obtiene las plazas en cuestión, Castilla se abstendrá de cualquier ataque contra las fronteras del califato.
Dicen que el estupor de Hisham fue inmenso al conocer la carta de Sancho. Tan inmenso que no fue capaz de reaccionar, ni afirmativa ni negativamente. Pasados algunos días, convocó a los notables de Córdoba y les expuso la situación. La aristocracia cordobesa tenía pavor a un eventual retorno de Suleimán: ahora lo tenían a raya, pero, si el califa de los bereberes aparecía con refuerzos castellanos, nadie podría pararle. Resultado: Hisham accedió a las pretensiones de Sancho. Así lo cuenta la crónica mora:
Así llegaron a Córdoba embajadores cristianos y los artículos del tratado fueron ratificados a cambio de la entrega de doscientas plazas fuertes, esto es, todos los lugares que los omeyas, luchadores de la fe, habían conquistado bajo Almanzor y al-Muzaffar. Fueron testigos los teólogos, jueces y los juristas autores de dictámenes (…). Fue leído frente al pueblo, en presencia de Hisham y Wadhid, y todos los circunstantes lo garantizaron con su testimonio. Luego abandonaron todos el alcázar, alegres por lo que había sucedido.
Alegres, sí: Córdoba se había salvado de los bereberes a cambio de unas fortalezas que, probablemente, nadie en la capital del califato tenía la menor intención de defender. El episodio, en todo caso, es elocuente sobre la potencia militar que había alcanzado Castilla. Sancho García estaba en condiciones de imponer su ley a Córdoba. Y el castellano, viéndose vencedor, dobló la apuesta: no sólo pidió fortalezas para sí, sino que además empujó a su yerno, el rey de Navarra, Sancho III, a hacer lo mismo. Aquí la crónica mora es menos obsequiosa. Lo cuenta así:
El maldito Sancho, cuando supo que habían sido for talezas al maldito Ibn Mama, escribió con amenazas exigiendo otras. Se le concedió lo que pedía y se le escribió que le serían dadas las fortalezas. Todo ello ocurrió por la obstinación de no querer llegar a un acuerdo con los bereberes.
El «maldito», en efecto, era Sancho III de Navarra, Sancho el Mayor, que en ese momento tenía poco más de veinte años y estaba aprendiendo con muy buenas calificaciones el oficio de ser rey, siempre con el apoyo de su suegro, el conde de Castilla. ¿Dónde estaban esas fortalezas que Sancho el de Navarra obtuvo del califa? ¿En Aragón, en La Rioja, en Sobrarbe? No lo sabemos. Pero el caso es que el joven Sancho también sacó tajada del caos cordobés.
«Todo ello ocurrió por la obstinación de no querer llegar a un acuerdo con los bereberes», dice la crónica mora. ¿Obstinación? Es verdad que Hisham no quería firmar acuerdo alguno con los bereberes, pero seguramente tenía buenas razones. Suleimán, por su parte, tampoco renunciaba a su título.Y como la dignidad de califa, por su carácter tan religioso como político, no admitía división alguna de territorios ni componendas de otro tipo, el acuerdo era imposible. Dos emires sí hu bieran podido coexistir en Al-Ándalus; dos califas, no. La guerra era inevitable.
La guerra y algo más; algo que no conocemos con certeza. Al parecer, la perspectiva de la guerra civil despertó en Córdoba partidos enfrentados a muerte. El generalWadhid se había convertido en el nuevo hombre fuerte del califato, pero por ello mismo había concitado sobre sí odios sin cuento; en particular, los odios de quienes querían llegar a algún género de pacto con los bereberes de Suleimán. En el otoño de 1011, una nueva conjura llena Córdoba de sangre. Wadhid intenta escapar, pero es demasiado tarde: el jefe de la policía, un tal Ibn Wada'a, ha ordenado su muerte. El viejo general eslavo muere asesinado el 16 de octubre de 1011.
La muerte de Wadhid privó de su más firme puntal al partido de Hisham, pero no por ello se evitó la guerra ni la caída de Córdoba. Después de dos años largos de lucha en todo el califato, Suleimán llegó a las puertas de Córdoba. Las circunstancias de su retorno fueron especialmente crueles. Las gentes de Hisham enviaron parlamentarios a Suleimán. Éste rechazó cualquier negociación. El 9 de mayo de 1013, una cohorte de oficiales cordobeses acudía a ver a Suleimán para rendir la ciudad. Suleimán prometió a los oficiales respetar sus vidas, pero los bereberes faltaron a la palabra de su jefe y no respetaron nada. Córdoba sufría un nuevo saqueo que incluyó el asesinato masivo de los oficiales de Hisham. En cuanto a éste, Hisham, su rastro se borra aquí de la historia: unos dicen que fue asesinado por orden de Suleimán; otros, que marchó a un oscuro destierro donde hallaría la muerte.
Suleimán había triunfado, pues, pero la suya sería una victoria efimera. Las grietas del califato eran tan hondas que no tenían remedio. Se avecinaban tres años de guerra civil durante los que no cesarían las convulsiones. El propio Suleimán morirá ejecutado.Y, mientras tanto, la España cristiana iba a conocer cambios fundamentales.
7
UN VISTAZO A LA ESPAÑA
DEL AÑO 1000
Los terrores del año 1000
Un momento: hemos doblado el año 1000 y aquí no ha pasado nada. ¿Cómo es eso posible? La historia moderna, en efecto, nos dice que el año 1000 fue un momento de gran miedo.Aquella gente medieval, ignorante y supersticiosa, vivió el cambio de milenio entre presagios de Apocalipsis. Histeria, convulsiones, catastrofismos… Eso señala el tópico. Pero aquí, en nuestro relato, acabamos de pasar la raya del milenio y no hemos visto en España, ni en la cristiana ni en la musulmana, conmoción de ningún tipo, ni terrores masivos ni profecías apocalípticas, ni extraños fenómenos de sugestión colectiva. ¿Qué pasa, que España iba a su aire? Sí. Pero no sólo eso.Vamos a hablar de los famosos «terrores del año 1000».
La hipótesis de los terrores del año 1000 podemos formularla así: al llegar el primer milenio después de la muerte de Cristo, numerosas voces anunciaron el inminente final del mundo y la llegada del Reino definitivo de Cristo.A eso se le llama «milenarismo». Hoy tenemos la idea de que nuestros antepasados medievales, al doblar el año 1000, se entregaron a una especie de histeria colectiva. Después de todo, la idea había sido muy repetida desde muchos siglos atrás: ¿acaso el propio Jesús no había anunciado su retorno? Después de él, numerosos profetas habían vaticinado la llegada del fin del mundo y el reinado eterno del Mesías.Y de hecho, sabemos que en el siglo x, en distintos lugares de Europa, hubo falsos profetas que encabezaron manifestaciones de fe con frecuencia delirantes.Así se construyó el mito. Su exponente más notable es el libro de Norman Cohn En pos del milenio; un estupendo libro, por cierto.
La hipótesis es muy sugestiva, pero su versión popular se basa en un equívoco, a saber: la presunción de que la cronología tenía para la gente medieval el mismo significado que para nosotros, cuando en realidad no es así. Primero, porque en el siglo x muy poca gente sabía exactamente en qué año «objetivo» estaba viviendo. La mayoría de las personas en la Edad Media contaba su vida —cuando lo hacía— por referencias como el reinado de turno; la cronología general era una ciencia que rara vez franqueaba los muros de la corte y de los monasterios.Y luego, además, ocurre que no todo el mundo contaba el tiempo cronológico de la misma manera. De hecho, en la España cristiana se contaba de manera diferente a la Europa carolingia y, por supuesto, con reglas distintas que en la España musulmana.Vamos a explicarlo.
La forma de contar el tiempo que hoy conocemos, la cronología actual, aparece a principios del siglo vi. Fue entonces, en el año 525 de nuestra era, cuando el papa Juan 1 decidió crear un marco cronológico propiamente cristiano, distinto al de la era romana. Hasta entonces, en efecto, el tiempo se contaba a la romana, es decir, con años solares que arrancaban a partir del año supuesto de la fundación de Roma, y por eso a los años se los llamaba ab urbe condita, que quiere decir «desde la fundación de la ciudad». Pero el papa Juan decidió que la referencia temporal de la cristiandad no podía ser la fundación de Roma, sino el nacimiento de Cristo, y encargó a un sabio monje llamado Dionisio el Exiguo que trazara una tabla cronológica con esa finalidad. Dionisio hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que jesús de Nazaret había nacido en el año 753 ab urbe condita, es decir, setecientos cincuenta y tres años después de la fundación de la ciudad de Roma. Así el año 754 a.u.c. pasó a ser el año 1 de Nuestro Señor.Y así empezó a contarse el tiempo como nosotros lo hacemos hoy.
Una curiosidad: hoy sabemos que la equivalencia cronológica de Dionisio estaba equivocada. Dionisio el Exiguo, por las razones que fuera, se equivocó al fechar el reinado de Herodes 1 el Grande, bajo cuyo cetro nació jesús. Así Dionisio dató la Encarnación el 753 a.u.c., pero en realidad debió de ser hacia el 748 a.u.c. Esto, en todo caso, es ahora secundario. Lo importante es que fue en ese momento, mediados del siglo vi, cuando empezó a usarse la actual tabla cronológica, donde los años son anno domini: año de Nuestro Señor. Ahora bien, el propósito del papa Juan y de Dionisio no era histórico, sino litúrgico: se trataba de identificar las fechas correctas de la celebración de la Pascua. De manera que nadie debe pensar que, a partir de aquel momento, el mundo empezó a medirse a sí mismo según aquel patrón temporal. De hecho, el sistema de Dionisio no comenzó a extenderse hasta doscientos años después, cuando lo utilizó Beda el Venerable, un portentoso benedictino inglés que dedicó al problema cronológico su obra De Temporum Ratione. Pero hay más, y aquí viene lo más importante.
El sistema de Dionisio y Beda se convirtió en común en la Europa cristiana, pero no en España. Porque España, en efecto, contaba el tiempo de otra manera. Aquí, entre nosotros, lo usual era señalar el año 1 en el 37 antes de Cristo. ¿Por qué? Al parecer, por referencia a la pacificación oficial de toda la Hispania romana, algo que sucedió en enero del año 38 a.C. Fue entonces cuando el emperador Octavio Augusto decretó la Era Hispánica. La pregunta es por qué los españoles empezaron a utilizar esa medición del tiempo, en vez de la oficial romana (la ya mencionada ab urbe condita) y cuándo lo hicieron. Pero es una pregunta sin respuesta segura. La hipótesis más probable es que los cristianos españoles comenzaran a emplear su propia cronología entre los siglos üi y iv y como signo de afirmación de la propia identidad frente a las invasiones extranjeras. Las dataciones más tempranas en Era Hispánica corresponden al siglo iii. Después, los documentos de época visigoda y también los iniciales de la Reconquista aparecen ya fechados en Era Hispánica. Por cierto que también en el sur de Francia se empleó la cronología hispánica durante mucho tiempo.