Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
El día que Urraca acabó desnuda en un lodazal
Mientras Alfonso I el Batallador tocaba la gloria en Zaragoza, su ex mujer, la reina Urraca, vivía momentos trágicos. Desde su forzada separación en 1114, la situación del Reino de León y Castilla no había hecho más que empeorar. O para ser más precisos: lo que había empeorado era la situación de Urraca como reina. ¿Qué estaba pasando? Que nadie le hacía caso.
Nadie, en efecto, hacía caso a Urraca en ningún lado. No se le hacía caso en Galicia, donde el obispo Gelmírez y el conde de Traba gobernaban de hecho completamente a su aire. No se le hacía caso en Portugal, donde su hermanastra Teresa, ya viuda de Enrique, funcionaba en la práctica como única soberana. Tampoco se le hacía caso en buena parte de Castilla, donde quien gobernaba de verdad era Alfonso I, su ex marido.Y ni siquiera en su propia corte se hacía demasiado caso a Urraca, porque una parte importante de los nobles había apostado decididamente por coronar a su hijo, el pequeño Alfonso Raimúndez, que ya era rey de Galicia, aunque en ese momento rondaba sólo los diez años de edad.
Todo esto no eran componendas políticas, sino que se vivía en el día a día de la existencia del reino. Numerosas ciudades y villas se encontraban en estado de abierta rebeldía, haciendo de su capa un sayo. En la frontera de Toledo, donde la guerra contra los almorávides seguía viva, se sucedían las operaciones militares sin que Urraca tuviera arte ni parte: los señores movían sus huestes y no lo hacían en nombre de Urraca, sino más bien en nombre del pequeño Alfonso.
En semejante tesitura, la obsesión de Urraca a partir de este momento va a ser sólo una: mantener sus propios derechos sin lesionar los de su hijo. ¿Y cómo hacer eso? En realidad, era la cuadratura del círculo: desde el instante en que una parte del reino había levantado la bandera por el pequeño Alfonso, que sería VII, Urraca ya debía saber que su autoridad quedaba en entredicho.Y no le iba a ser nada fácil recuperarla.
Lo primero que hizo Urraca fue marcharse a Santiago de Compostela: le resultaba vital tener de su lado al anciano obispo Diego Gelmírez. Fue a principios de 1115. A modo de tarjeta de visita, anunció nuevas y amplias donaciones a la catedral de Santiago. Pero algo pasó allí que convirtió aquel encuentro en una fuente de nuevos conflictos. Por razones que desconocemos, los hermandiños de la pequeña nobleza, aquellos que encabezaba Arias Pérez, trataron de secuestrar al obispo Gelmírez. El anciano prelado, que vivía en estado de permanente alerta, escapó por los pelos, pero todos los ojos miraron a la reina Urraca como fautora de aquel intento de secuestro. La Historia Compostelana atribuye directamente a la reina toda la responsabilidad, pero es una imputación indemostrable. El hecho es que Urraca se apresuró a jurar solemnemente que nada tenía que ver con aquello, y en defensa de su palabra hizo jurar a veinte nobles de su confianza. Al final, la aventura gallega terminó como el rosario de la aurora. Gelmírez siguió en Santiago y Urraca se fue con las manos vacías.
Viendo cómo estaba el percal, la reina optó por replantear la partida. Lo hizo dando una serie de pasos que demuestran que esta mujer, a pesar de todo, tenía un talento político indudable.Así, y para alejar a su hijo Alfonso de la influencia de Gelmírez, resolvió dejar al pequeño en Segovia, ciudad que le era fiel. La entrada de Urraca en Segovia fue triunfal: un baño de multitudes que devolvió la esperanza a una mujer que estaba a punto de perderla. Fortalecida, reunió a sus tropas y se propuso hacer una exhibición de poder. Marchó a Sahagún, agitada por convulsiones sociales; pacificó la ciudad y obtuvo del papa que nombrara a un abad de su confianza, Domingo.Y por si faltaba algo, sus tropas lograron arrinconar a los aragoneses de su ex marido en Carrión. Todo salía a pedir de boca. Con todas esas bazas en la mano, Urraca creyó estar en condiciones de volver a Galicia para recuperar la autoridad perdida. Pero no fue así.
Lo que estaba pasando entonces en Galicia es dificil explicarlo. Aquí ya hemos contado que aquella tierra vivía varios conflictos simultáneos y superpuestos: entre la pequeña nobleza y los magnates, entre los burgue ses y los aristócratas, entre los partidarios de Alfonso y los de Urraca, y todo ello mezclado con tiranteces entre señores locales. La suma de unas cosas y otras iba a dar lugar a una auténtica revolución municipal. En ese avispero metió la mano Urraca.Y salió malparada. Muy malparada.
Tratemos de explicar los sucesos de forma esquemática. Primero, Urraca, pensando que tenía las mejores cartas después de sus medidas políticas, marcha de nuevo a Santiago. Lo hace al frente de su propio ejército para dejar claro quién es la más fuerte. Al mismo tiempo, el obispo Gelmírez y el conde de Traba han de hacer frente a una seria convulsión interna: los hermandiños, los burgueses y la pequeña nobleza mueven el descontento. Presionados por la presencia de Urraca y por los tumultos populares, Gelmírez y el conde deciden pactar con la reina. Ese pacto, según la Historia Compostelana —que, insistimos, no es una fuente neutral—, implicaba la reconciliación de Urraca con su hijo, o para ser más exactos, con el partido nobiliario que apoyaba a su hijo. De ahí salió el pacto de Sahagún, que venía a calmar el paisaje político. Ahora bien, el pacto no aplaca los ánimos del populacho, que siguen hirviendo.Y Santiago, con la reina dentro, conoce nuevas algaradas.
Al parecer, una facción de rebeldes se encerró en la iglesia de Santiago. ¿Qué rebeldes? Sobre todo, burgueses y clérigos. La reina les ordenó que depusieran las armas antes de emprender cualquier negociación. Ellos se negaron y atacaron a los legados que había enviado la reina.A partir de ahí, se extendió por la ciudad la especie de que las tropas del obispo y las de la reina estaban atacando a los compostelanos. En pocas horas estalla una auténtica guerra urbana. Una multitud entra en la iglesia de Santiago y se declara un incendio. La reina y el obispo, con su séquito, huyen primero al Palacio Episcopal y después a la Torre de las Campanas. Todo alrededor es violencia y saqueo. La turbamulta resuelve entonces incendiar la torre para asar vivos a la reina, al obispo y a los caballeros que defienden a ambos. Urraca y Gelmírez van a morir. La muchedumbre grita que salga la reina y le dan seguridades de que nada le ocurrirá, pues sus iras van contra el obispo y no contra la reina. Urraca sale.Y entonces…
Cuando la turba la vio salir, se abalanzaron sobre ella, la cogieron y la echaron en tierra en un lodazal, la raptaron como lobos y desgarraron sus vestidos. Con el cuerpo desnudo desde el pecho hasta abajo y delante de todos quedó en tierra durante mucho tiempo vergonzosamente. También muchos quisieron lapidarla y entre ellos una vieja compostelana la hirió gravemente con una piedra en la mejilla.
Tremendo. Urraca perdió varias muelas por aquella pedrada. Gelmírez, a todo esto, supo escabullirse cuando peor estaban las cosas. Cuando la reina salió del apuro, recibió la visita de una curiosa embajada: los propios compostelanos, que se ofrecieron a defenderla. Todo aquello era para volverse loco. Urraca fingió aceptar las paces de los rebeldes y salió de Santiago. Fuera de la ciudad esperaba su ejército. Las tropas de la reina sitiaron Santiago de Compostela. Era la hora de la venganza.
Pero la venganza no fue tan tremenda como podía suponerse. Los compostelanos, viendo la que se les venía encima, mandaron emisarios a la reina implorando su perdón. Al final, todo quedó en un multazo de 1.100 marcos de plata, la entrega de cincuenta jóvenes de las familias más acomodadas a modo de rehenes y cien vecinos desterrados como pena por haber promovido los alborotos. Por supuesto, la «hermandad» de los rebeldes compostelanos, en la que había un número importante de clérigos, quedó disuelta.Y también por supuesto, tanto Gelmírez como la propia reina recuperaron todas sus posesiones.
La posición de Urraca en este momento era, aparentemente, de triunfo, pero seguramente la reina no se engañaba: quien de verdad había ganado la partida era su hijo, el joven Alfonso, y el partido que le respaldaba. Eso se advierte en las medidas que tomó Urraca inmediatamente después de la algarada. Para empezar, paró los pies al arzobispo de Braga, Mauricio, en beneficio del compostelano, Gelmírez, cuyo apoyo necesitaba. El objetivo era doble: neutralizar la expansión de la condesa de Portugal, Teresa, y favorecer al obispo de Santiago. Acto seguido, convocó curia regia en Astorga y convirtió a su hijo Alfonso en rey asociado, con lo cual neutralizaba a quienes pretendían levantar bandera por el hijo contra la madre, pero, al mismo tiempo, reconocía ya a Alfonso a un paso del trono. Pocos meses después pactaba formalmente con los partidarios de su hijo y reconocía la legitimidad del infante para sucederla en la corona.
El problema gallego, con todo, estaba lejos de haber terminado. Porque no era un problema gallego en realidad: era un problema que afecta ba al conjunto del reino.Y así vendrán más desdichas en los últimos años de reinado de la muy desdichada Urraca.
Urraca, al borde de un ataque de nervios
Lo que hay que reconocerle a la reina Urraca de León y Castilla es que, pese a todo, era una mujer dotada de una extraordinaria fuerza de voluntad. Pocos soberanos en la historia de España han tenido que hacer frente a tantas y tan severas contrariedades, pero ella aguantó a pie firme y, más aún, supo mantener siempre el suficiente margen de maniobra para reaccionar cuando todo lo tenía perdido.
Urraca seguía inmersa en líos si fin. Líos, desde luego, de poder, porque su pulso con el obispo Gelrnírez y su hermanastra Teresa, la de Portugal, va a ser permanente. Líos también personales, porque la reina, desde su separación formal de Alfonso el Batallador, convivía con el conde Pedro González de Lara, del que tendría dos hijos: Elvira y Fernando. Pero el mayor lío posible era la tempestuosa relación de Urraca con su propio hijo, el pequeño Alfonso, que era ya la pieza clave de todo el rompecabezas. ¿Tratamos de recomponer el puzle?
Veamos a este mozo, Alfonso Raimúndez, el hijo de la reina. En 1116, cuando los vergonzosos sucesos de Santiago, el pequeño Alfonso tenía unos once años. Sólo era un niño. Pero era un niño que desde su más tierna infancia se había visto envuelto en las más complejas intrigas de poder. Hijo de un muerto, Raimundo de Borgoña; hijastro de un rey que no tardaría en verle como enemigo, Alfonso el Batallador; convertido en bandera de los intereses particularistas de los nobles gallegos y, al mismo tiempo, en prenda del equilibrio del reino según el programa del arzobispo Gelmírez de Santiago; visto por los grandes nobles guerreros de la Extremadura como su jefe natural, pero contemplado también por el pueblo llano como depósito de sus aspiraciones…
Alfonso Raimúndez, niño, se había pasado la vida yendo de un castillo a otro, semi secuestrado unas veces, ocultado en otras ocasiones; según unos, para librarle de sus enemigos, y según otros, para ser utilizado como pieza de negociación. Para su propia madre, Urraca, el pequeño Alfonso era a la vez una amenaza y una garantía: una amenaza, porque los enemi gos de la reina enarbolaban el nombre de su hijo, y una garantía porque, estando el niño por medio, Urraca seguiría disponiendo de una baza a su favor. Todo eso sin contar con los naturales sentimientos de una madre, que Urraca no había perdido.Y ese niño, coronado rey de Galicia antes de saber hablar correctamente, se había convertido en la clave de bóveda no sólo del convulso presente del reino, sino, sobre todo, de su futuro. Con el tiempo demostrará ser un excelente rey. Pero para eso aún quedaban algunos años, y el reino, mientras tanto, seguía a un paso del abismo.
Si el Reino de León no se precipitó entonces en el abismo fue, probablemente, porque el país estaba ya tan estructurado y tenía una base tan sólida que su vida podía continuar con independencia de lo que ocurriera en la cúspide. Lo que hemos visto páginas atrás, como aquella algarada terrible de Santiago, que fue una verdadera revolución municipal, demuestra que el país poseía estructuras sociales ya bien asentadas, capaces incluso de proclamar su autonomía. Lo mismo pasa cuando la reina es aclamada en Segovia o en otras villas. Todo eso es posible porque, al margen de lo que pase en la corte, el reino ya existe; hay Estado, por decirlo así. Los grandes señores en unos lugares, los concejos en otros, aseguran la continuidad del orden.Y por la misma razón, los caballeros de la frontera en el Tajo pueden enfrentarse a las expediciones almorávides por su propia cuenta, sin intervención del poder real. Sencillamente, el reino ya va solo.
Este dibujo de paisaje nos ayuda a entender mejor los sucesos que van a producirse durante estos años. Podemos contarlos uno detrás de otro, porque en realidad todos conducen al mismo sitio. En 1117 ha muerto el viejo conde Pedro Ansúrez, el último caballero de Alfonso VI. Su desaparición va a tener una consecuencia importante en Castilla, y es que el nuevo hombre fuerte del reino será ahora Pedro González de Lara, el amante de la reina Urraca.Y eso, ¿en qué afecta a todo lo demás? Afecta en la medida en que, a partir de ese momento, la facción castellana pesará más en la corte que la facción gallega, que por otro lado no deja de dar quebraderos de cabeza.
Al oeste, entre Galicia y Portugal, los movimientos no cesan. Teresa de Portugal, la hermanastra de Urraca, sigue intentando ampliar sus dominios. Pero he aquí que a la altura de 1117 se desata una campaña almorávide contra Coímbra.Todas las fuerzas del pequeño condado portu gués han de concentrarse en ese punto. Teresa se da perfecta cuenta de que sus ambiciones exceden mucho a sus fuerzas.Y Urraca aprovecha la oportunidad para reafirmar su dominio sobre la zona. ¿Cómo? Entre otros gestos, no pierde la ocasión de entrar en Zamora como reina y señora de la ciudad. Lo cual, de paso, es un aviso para los nobles gallegos.
Mientras tanto, el proceso de progresiva consolidación del pequeño Alfonso sigue su camino. En 1118 encontramos a la familia en Toledo, donde Alfonso es coronado. Es la confirmación formal de que la corona imperial leonesa ceñirá su frente. Alfonso, que será VII, confirma los fueros de Toledo.Y en ese mismo momento las huestes castellanas y gallegas recorren las provincias de Segovia y Toledo asentando la repoblación y despejando el territorio. Coria cae en manos almorávides, pero el arzobispo de Toledo reconquista Alcalá de Henares en nombre del pequeño rey. Son las fechas en las que el otro Alfonso, el Batallador, el de Aragón y Navarra, está tomando Zaragoza.