Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Por si algo le faltaba al pequeño Alfonso Raimúndez para asegurar bien la corona sobre sus sienes, a la altura del año 1119 muere el papa Pascual y llega al solio pontificio un borgoñón: Guido deVienne, hermano del difunto Raimundo de Borgoña, que adoptará el nombre de Calixto II. O sea que ahora el pequeño Alfonso tiene, además, a un tío suyo como papa. Ni que decir tiene que el nuevo pontífice mostrará la mejor de las inclinaciones hacia su sobrino en particular y, más extensamente, hacia el partido del obispo Gelmírez. De hecho, el propio Gelmírez obtendrá del nuevo papa que Santiago sea elevada a sede metropolitana —en sustitución de Mérida, que aún era musulmana— y, más aún, que se le nombre legado pontificio para toda la Península.
Así las cosas, lo único que sigue preocupando a Urraca es que el irresistible ascenso de su hijo, que ella no obstaculiza, no implique sin embargo su propia caída. En plata: seguir siendo reina a pesar de su hijo. Gelmírez cada vez presiona más para subrayar el papel del pequeño Alfonso. ¿Por qué? Porque sabe que es la única manera de conciliar todos los intereses del reino, y también porque la garantía de ese equilibrio es precisamente él, Gelmírez. Urraca reacciona con dos maniobras: por un lado, estimula las rencillas internas entre los gallegos, rencillas de una intensidad que ella misma ha experimentado en sus propias carnes; por otro, maniobra para acercarse de nuevo a su ex marido, Alfonso el Bata fiador, con el objetivo de acentuar su presencia en tierras de Segovia y Burgos.
No vale la pena extenderse mucho sobre los pormenores de todas estas querellas. Todo puede resumirse en dos movimientos: uno, el obispo Gelmírez intenta neutralizar a la reina; dos, la reina intenta neutralizar a Gelmírez. Este enredo se prolongará mientras sus protagonistas sigan vivos.
Y mientras tanto, los acontecimientos se suceden alrededor. ¿Qué acontecimientos? En este momento, año ya de 1120, dos sobre todo: por el este, los almorávides han lanzado un formidable ejército para acabar con Alfonso el Batallador; por el oeste, la inquieta condesa Teresa de Portugal ha decidido emplear los grandes medios e invade Galicia. No son dos batallitas más. Una y otra van a ser determinantes para el futuro de nuestros personajes.
Alfonso el Batallador hace leyenda en Cutanda
La conquista de Zaragoza, que hemos contado páginas atrás, fue un acontecimiento de primera importancia: significaba un impulso decisivo para la Reconquista, devolvía el rico valle del Ebro a la cristiandad, abría el horizonte de Aragón hasta los llanos del sur y, para remate, reducía a polvo el prestigio militar de los almorávides. Alfonso el Batallador, el rey cruzado, se cubría de gloria y culminaba la obra de su padre y su abuelo. Pero ¿qué pensaba mientras tanto el enemigo?
Los almorávides, visiblemente, habían minusvalorado la capacidad militar de Aragón. Cuando el Batallador cercó Zaragoza, la primera reacción de los moros fue enviar un ejército de socorro que, como vimos, no fue capaz de soportar el asedio. Ahora, derrotados, los almorávides nadaban en la perplejidad. El Batallador, enérgico y veloz, se había apresurado a repoblar plazas clave: Tudela, Tarazona, Belorado —la de la feria—, Almazán, Belchite, Berlanga y hasta Soria, donde coloca como tenente a don Íñigo López. Algunas de esas plazas, como Belorado, ya eran cristianas, y lo que Alfonso hizo fue aumentar su población; otras eran tierra de nadie, semidesiertas, como Soria, y aquí Alfonso creó literalmente una ciudad nueva.Y con asombrosa rapidez.
El poder almorávide tardó en encajar el golpe. El gran imperio africano estaba empezando a sufrir entonces dos crisis simultáneas: en Al-Ándalus, el descontento de la población; en Marruecos, las ardorosas soflamas de un oscuro predicador berebere, Ibn Tumart, que acababa de fundar el movimiento almohade. Al soberano almorávide, Alí ibn Yusuf, se le acumulaban los problemas. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, de lo que significaba la pérdida de Zaragoza, Alfonso ya estaba ocupando el valle del Tera por el oeste y el valle del Ebro por el este.Y el emir Alí ibn Yusuf entendió que era preciso aniquilar al rey cruzado aragonés.
Estaba terminando el año 1119. El emir almorávide organizó la campaña. No iba a ser poca cosa: todas las fuerzas almorávides en España prestarían sus huestes. Al frente del ejército se situó al propio hermano del emir, el gobernador de Sevilla, que se llamaba Ibrahim. A este Ibrahim le llamaban Ibn Tayast, que quiere decir «el hijo de la negra», porque su madre, efectivamente, era negra. Ibrahim había gobernado con anterioridad Murcia.Ahora estaba en Sevilla y, además, acababa de tomar Coria, lo cual había aumentado su prestigio militar. A su llamada acudieron todos: las tropas de Lérida al mando de Ibn Zarada; los contingentes de Granada dirigidos por Abu Muhammad; las huestes de Murcia encabezadas por un hijo del emir,AbúYaqubYintán; los jinetes del veterano señor de Molina, Azzun ibn Galbún, que fue aliado del Cid, más cuantas huestes privadas pudieron aportar los arraeces o capitanes sometidos a los almorávides.
El emir proclamó la guerra santa. Miles de voluntarios se añadieron a las tropas. El ejército resultante era temible: unos cinco mil jinetes y en torno a diez mil infantes, según los cálculos más modestos, sin contar con los voluntarios alistados para la guerra santa. Su misión: directamente, recuperar Zaragoza. Las tropas se fueron reuniendo en torno a Valencia y Teruel para, desde esta última ciudad, ascender hacia la capital del Ebro. Acababa de comenzar la primavera de 1120 cuando el gran ejército almorávide se puso en marcha.
El Batallador estaba en ese momento sitiando Calatayud, la vieja Bílbilis celtíbera y romana, que los moros convirtieron en ciudad amurallada. Calatayud es la puerta que abre el llano aragonés al alto Tajo. Era la segunda ciudad en importancia de la taifa de Zaragoza. Por eso Alfonso la quería conquistar. El Batallador no estaba solo: del mismo modo que en Zaragoza tuvo a su lado a Gastón de Bearn, aquí, en Calatayud, contaba con el refuerzo de otro cruzado francés, el conde Guillermo de Poitiers o de Aquitania. Un personaje curioso, este Guillermo: poderosísimo por sus territorios —más extensos que los del propio rey de Francia—, cruzado en Tierra Santa, envuelto en mil aventuras amorosas que le valieron dos excomuniones, el conde de Poitiers fue además el primer poeta en lengua romance del que tenemos noticia. Un fenómeno.Y éste era el Guillermo que ahora, primavera de 1120, con cincuenta años ya, comparecía con seiscientos caballeros gascones junto al rey de Aragón y Navarra.
Cuando a Alfonso le contaron que un ejército almorávide ascendía por Teruel rumbo a Zaragoza, no perdió el tiempo. Aseguró el asedio de Calatayud, tomó rehenes para evitar complicaciones en su retaguardia y se dirigió a cortar el camino al enemigo. Terminaba el mes de mayo. Comenzaba junio de 1120. No había un minuto que perder. Pero ¿con qué tropas podía contar el rey de Aragón? ¿Cuánta gente pudo movilizar el Batallador? Los soldados de Aragón, Navarra y La Rioja estaban combatiendo en Calatayud y también en el este, hacia la taifa de Lérida. ¿De dónde sacar las tropas necesarias?
Esto es una verdadera incógnita. Las fuentes musulmanas dan unas cifras de combatientes cristianos sencillamente imposibles: doce mil jinetes y muchos peones, hasta un total de veinte mil efectivos. Es inverosímil. Sabemos que el Batallador reunió huestes de sus territorios, tanto aragoneses como navarros y riojanos. Sabemos que la mayoría eran caballeros e infanzones, es decir, campesinos armados. Sabemos que además contó con refuerzos del reyezuelo moro del jalón, su aliado Abdelmalik, el mismo que le había ayudado a tomar Zaragoza. Pero, por muy en pie de guerra que viviera Alfonso, sus tropas forzosamente tenían que ser menos numerosas que las musulmanas.
Y una vez compuesta la tropa, ¿dónde actuar? El Batallador tenía varias opciones. Una, esperar en Zaragoza. Otra, salir directamente al encuentro de los invasores. La tercera, aguardar al ejército almorávide en algún punto especialmente propicio para sorprenderle, de manera que la iniciativa fuera para las banderas de Aragón. Esto último es lo que hizo Alfonso. El rey de Aragón conocía bien los usos bélicos de su enemigo, su velocidad en el campo, también su impericia en el asedio. No libraría un combate a campo abierto, sin cobertura. Necesitaba un punto de base para su estrategia.Y así pasó a la historia un nombre: Cutanda.
Cutanda, no lejos de Calamocha, a mitad de camino entre Teruel y Zaragoza, es un pequeño valle entre dos lomas, una cañada sobre el río Jiloca. Al lugar se lo conoce como «Celada» y también como «Campos de la Matanza».Ambas cosas pueden indicarnos cómo sucedieron los hechos. Primero, Alfonso llegó a Cutanda, donde había una pequeña fortaleza mora, y la tomó sin gran esfuerzo. Ésa sería su base de operaciones. La tropa almorávide subiría por el viejo camino romano. En vanguardia, sin duda, irían las tropas de voluntarios que por millares habían acudido a la llamada de la guerra santa. Cuando los moros llegaron al paraje, se encontraron con que Alfonso ya estaba allí.Y con el terreno a su favor.
La crónica es confusa en los hechos y exagerada en los números, pero, por los datos que nos dan las fuentes, tanto moras como cristianas, podemos reconstruir la escena. Con las espaldas bien cubiertas por la plaza fuerte de Cutanda, los jinetes de Alfonso el Batallador se derramarían sin duda por las lomas que dominan el camino. Con toda seguridad los cristianos debieron de golpear primero en la parte más débil del contingente enemigo: los miles de voluntarios alistados para la guerra santa y que probablemente iban en vanguardia de la hueste mora. Combatientes inexpertos, los voluntarios musulmanes cayeron por millares en los primeros compases.
La crónica mora insiste mucho en subrayar que todas las víctimas de su bando fueron voluntarios. Eso nos permite imaginar que el resto del contingente, al ver lo que estaba pasando, retrocedió: no esperaban encontrar al enemigo tan pronto ni en posición tan ventajosa.Además, la escabechina de la vanguardia debió de suscitar las habituales rencillas entre las distintas banderas de la hueste musulmana. Sin capacidad de reacción más que para la retirada, el desconcierto se apoderó del ejército almorávide.
Las tropas cristianas explotaron inmediatamente su éxito inicial: con el enemigo seriamente golpeado y con el grueso de la fuerza mora en plena zozobra, los caballeros e infantes de Aragón, Navarra y La Rioja se abalanzaron sobre los almorávides. El enemigo no aguantó. Era el 17 de junio del año 1120. Así lo cuenta el célebre cronista moro al-Makkari:
Fueron derrotados los musulmanes y fueron muertos cerca de veinte mil de los voluntarios, y no fue muerto nadie del ejército. Mandaba a los mu sulmanes el emir Ibrahim ibn Yusuf ibn Tashfin (…). Dice más de uno que el ejército derrotado huyó a Valencia y que el cadí Abu Bakr ibn alArabí fue de los que asistieron a ella.Y al salvarse de ella se le preguntó por su situación, y dijo: «Mi situación es la de quien ha dejado la tienda y el zurrón». Éste es un proverbio conocido entre los occidentales y se dice del que ha perdido sus ropas y sus tiendas en el sentido de que ha perdido todo lo que tenía.
Ojo, porque no es habitual que la crónica mora reconozca sus derrotas de una manera tan franca. Si lo hace con Cutanda, es porque la victoria militar del Batallador debió de ser apabullante, una auténtica apisonadora sobre el ejército almorávide. Tanto que en el habla popular quedó durante siglos una frase hecha: «Peor fue la de Cutanda».Y tanto que lo fue.
El Batallador, como de costumbre, no perdió el tiempo después de la victoria.Volvió a Calatayud, consumó el asedio, entró triunfal en la ciudad y acto seguido ocupó todas las fortalezas de la zona: Daroca, Calamocha, Monreal del Campo, y después Bubierca,Alhama,Ariza… Sus huestes llegarán hasta Sigüenza, donde Alfonso restauró la sede episcopal. La frontera aragonesa tocaba ya tierras de Guadalajara.Y bajo las banderas del Batallador seguiría aún algunos años el veterano Guillermo de Aquitania, el primer poeta europeo en lengua romance. Tiempos de cruzada.
El paisaje se recompone
Tenemos a Alfonso I, rey de Aragón y Navarra, victorioso en Cutanda, dueño ya de unos territorios que excedían en más del doble a los que recibió en herencia. El Reino de Aragón ya tiene su sitio. ¿Y qué pasa en el resto del país? Que cada cual busca también su sitio. En toda la cristiandad peninsular va tomando cuerpo la figura de la España de los cinco reinos. El viejo sueño unificador de Alfonso VI se ha disipado por entero. Aragón y Navarra, juntos, viven su propia vida. León, Castilla y Galicia también forman otra unidad, pero Portugal va siendo cada vez más independiente. Mientras tanto, en torno a Barcelona crece un condado que ya es un auténtico reino del Pirineo. Tratemos de ver todos estos procesos a la vez.
En León, la tónica general sigue siendo la que era: mientras el pequeño Alfonso va llegando a la edad de reinar, la reina Urraca intenta neutralizar al obispo Gelmírez y el obispo Gelmírez intenta neutralizar a la reina Urraca. ¿Quién gana? Vamos a intentar explicarlo. Gelmírez, como se recordará, contaba con el apoyo de los grandes nobles gallegos, encabezados por el conde de Traba. Para romper esa alianza, Urraca privilegió al obispo con la tenencia o gobierno de toda Galicia, de manera que el conde de Traba quedaba en posición subordinada. Sin embargo, el ardid no coló: Gelmírez era más astuto y se las arregló para mantener el respaldo de los magnates mientras, a la vez, tenía a la reina en la mano.
Hay que subrayar que el obispo de Santiago, en ese momento, se había convertido en uno de los hombres más poderosos de España. No sólo su posición era decisiva en la corte, no sólo las posesiones territoriales de la sede episcopal habían crecido exponencialmente (sobre todo, a base de las donaciones hechas por Urraca para tener al obispo bajo control), y no sólo Gelmírez era el auténtico representante de los intereses del heredero Alfonso Raimúndez, sino que, además, el obispo contaba con su propia fuerza militar. En esos años, los almorávides intentan saquear las costas gallegas con una flotilla de cuatro barcos; en aguas gallegas los moros se ven atacados y vencidos por dos poderosas birremes salidas de ninguna parte. ¿De quién eran esas birremes? De Gelmírez. ¡El obispo se había construido su propia marina de guerra!
Pero en el oeste había más fuerzas en presencia, y una de ellas no tardaría en romper el equilibrio: Teresa, la condesa viuda de Portugal, que no perdía oportunidad para meter la nariz y ampliar sus territorios.Y a Teresa, en esta tesitura, no se le ocurre otra cosa que pactar secretamente con los grandes nobles gallegos e invadir Galicia, nada menos: huestes portuguesas penetran por Orense y porTuy con el propósito de enlazar con las tropas de los magnates lideradas por el conde de Traba. Ojo a esta alianza entre Teresa y el de Traba, porque va a ser decisiva para los años siguientes. Ahora, sin embargo, no lo será: Urraca envía a sus tropas, cruza el Miño y sitia a Teresa en el castillo de Lanhoso. Sólo Dios sabe qué hablaron Urraca y Teresa, las hermanastras, en Lanhoso. El hecho es que de aquel conflicto nació un acuerdo. Teresa reconoció a su hermanastra Urraca como soberana. Urraca reconoció a su hermanastra Teresa el condado de Portugal. Problema cerrado… de momento.