—Yo no diría eso. Miss Cram es muy inteligente. Es un ejemplar muy saludable, que dará muy poco trabajo a mis colegas.
Le expliqué que estaba preocupado por Hawes y que me gustaría que se tomara una temporada de descanso fuera del pueblo.
Algo cambió en Haydock cuando pronuncié estas palabras. Su contestación no fue del todo sincera.
—Sí —repuso lentamente—. Supongo que eso sería lo mejor. Pobre hombre.
—Creí que no le era muy simpático.
—Y no me lo es, pero siento lástima por mucha gente que no me cae en gracia —tras una larga pausa añadió—. Incluso me siento apenado por Protheroe. Nadie le quiso jamás. Estaba demasiado poseído de su propia rectitud y excesivamente pagado de sí mismo. No es una mezcla muy agradable. Siempre fue así, incluso cuando era joven.
—Ignoraba que le hubiera usted conocido en su juventud.
—¡Oh, sí! Cuando él vivía en Westmorland yo tenía mi consultorio en una población vecina. Hace de eso casi veinte años.
Suspiré. Veinte años atrás, Griselda tenía sólo cinco. El tiempo es una cosa extraña…
—¿Es esto cuanto vino a decirme, Clement?
Le miré asombrado. Haydock me contemplaba fijamente.
—Hay algo más, ¿no es cierto? —dijo.
Asentí. A mi llegada estaba indeciso en cuanto a hablar francamente, pero en aquel momento decidí hacerlo. Siento verdadero aprecio por Haydock; es una magnífica persona, en todos los sentidos. Pensé que quizá le fuera de alguna utilidad lo que pudiera decirle.
Le conté mis entrevistas con miss Hartnell y miss Wetherby.
Permaneció en silencio durante un rato después que hubo hablado.
—Es cierto, Clement —dijo finalmente—. He tratado por todos los medios a mi alcance de proteger a mistress Lestrange de toda molestia. En realidad, es una vieja amiga mía, pero no es ésta mi única razón. El certificado médico presentado en la encuesta no es algo sin fundamento, como todo el mundo cree.
Hizo una pausa y luego prosiguió gravemente:
—Quede esto entre usted y yo, Clement. Mistress Lestrange no tiene salvación.
—¿Cómo dice usted?
—Se está muriendo. Le doy un mes de vida como máximo. ¿Comprende usted ahora por qué le evité las molestias e inconvenientes de un interrogatorio? —permaneció un instante en silencio—. Cuando aquella noche tomó por este sendero, venía aquí, a esta casa.
—No lo había usted mencionado con anterioridad.
—Quería evitar que se hablara de ello. No tengo el consultorio abierto de seis a siete, todo el mundo lo sabe. Pero puede usted aceptar mi palabra de que ella se encontraba aquí.
—Pero no estaba en la casa cuando mandé a Mary a buscarle; quiero decir, cuando se encontró el cadáver en la vicaría.
—No —pareció perplejo—. Había salido… para acudir a una cita.
—¿Dónde era el encuentro? ¿En su casa, quizá?
—No lo sé, Clement. Palabra de honor que lo ignoro.
Le creí, pero…
—¿Y si se ahorca a un hombre inocente? —pregunté.
Meneó la cabeza.
—Nadie será ahorcado por el asesinato del coronel Protheroe; puede usted creerlo.
Pero era exactamente lo que yo no podía creer. Sin embargo, la certidumbre reflejada en aquella voz era muy grande.
—Nadie será ahorcado —repitió.
—Ese hombre, Archer…
Hizo un gesto de impaciencia.
—Carece del sentido común necesario para borrar las huellas dactilares de la pistola.
—Acaso tenga razón —dije vacilante.
Entonces recordé algo. Saque del bolsillo el pequeño cristal pardusco que encontré en el bosque y le pregunté qué era.
—Parece ácido pícrico —dijo después de una corta vacilación—. ¿Dónde lo ha encontrado?
—Eso —repuse— es el secreto de Sherlock Holmes.
Sonrió.
—¿Qué es el ácido pícrico?
—Un explosivo.
—Sí, ya lo sé, ¿tiene algún otro uso?
Asintió.
—Se emplea en medicina, en forma de solución para quemaduras. Es algo maravilloso.
Alargué la mano y me lo devolvió con desgana.
—Probablemente no signifique nada importante, pero lo encontré en un lugar extraño —dije.
—¿No quiere usted decirme dónde?
Me negué con tenacidad casi infantil.
Haydock tenía sus secretos; también yo los tendría. Me sentí algo disgustado con él por no haber confiado en mí plenamente.
E
STABA de un extraño humor cuando subí al púlpito aquella noche.
La iglesia se hallaba desacostumbradamente llena. No puedo creer que tanta gente se hubiese sentido atraída por la posibilidad de oír un sermón predicado por Hawes; suelen ser aburridos y dogmáticos. Si se hubiese corrido la voz de que yo iba a hacerlo en su lugar, tampoco sería suficiente motivo para ello, porque mis sermones son aburridos y escolásticos. Y tampoco, temo, puedo atribuir tal hecho a la devoción.
Aquellas personas, supuse, se habían reunido para ver quiénes acudirían y asimismo, posiblemente, para hacer después algunos comentarios a la puerta de la iglesia.
Haydock se encontraba allí, cosa desacostumbrada, al igual que Lawrence Redding. Con gran sorpresa, junto a Lawrence vi el rostro demacrado de Hawes. Anne Protheroe había también venido, pero ella acostumbraba a acudir a los servicios vespertinos dominicales, aunque no esperaba verla aquel día. Me sorprendió mucho más comprobar la presencia de Lettice. El coronel Protheroe exigía que los miembros de su familia acudiesen sin falta a los servicios religiosos del domingo por la mañana, pero jamás había visto a Lettice en la iglesia a aquellas horas.
También Gladys Cram hizo acto de presencia, resaltando escandalosamente su juventud contra el telón de fondo compuesto por murmurantes solteronas. Me pareció que una figura borrosa, que llegó con algún retraso, era mistress Lestrange.
No necesito decir que mistress Price Ridley, miss Hartnell, miss Wetherby y miss Marple estaban presentes. Casi todo el pueblo se había dado cita en la iglesia. No recuerdo haber visto jamás tanta gente en un servicio religioso.
Las muchedumbres producen curiosos fenómenos. Había una atmósfera magnética aquella noche, y la primera persona en sentirla fui yo mismo.
Acostumbro a preparar mis sermones con anticipación. Lo hago poniendo en ello gran cuidado y los repaso detalladamente, pero nadie observa sus deficiencias mejor que yo.
Aquella noche me vi obligado a predicar
ex tempore
. Cuando posé la mirada en aquel mar de cabezas, una súbita locura se apoderó de mi mente. Había dejado de ser un ministro del Señor y me convertí en actor. Tenía un auditorio ante mí y quería conmoverlo. Además, sentía el poder de hacerlo.
No me siento orgulloso de lo que hice aquella noche. Me porté como un exaltado y delirante evangelista.
Pronuncié lentamente el tema de mi sermón.
No he venido a hablar de los justos, sino a llamar a los pecadores al arrepentimiento.
Lo repetí dos veces y oí mi propia voz, resonante y llamativa y en nada parecida a la de Leonard Clement.
Vi la mirada de sorpresa de Griselda y el asombro retratado en la cara de Dennis, sentado a su lado.
Contuve la respiración durante un instante y luego empecé a hablar.
Mis oyentes se encontraban en un estado de gran emoción, que les predisponía a la influencia de mis palabras. Exhorté a los pecadores al arrepentimiento y una y otra vez movía mi mano acusadora, reiterando la frase:
—Te hablo a
ti
.
Y cada vez que lo hacía, de distintas partes de la iglesia se elevaban suspiros de sorpresa.
Puse término a mi sermón con aquellas hermosas y espeluznantes frases de la Biblia:
—«
Esta noche tu alma puede ser llamada…
»
Cuando regresé a la vicaría volvía a ser el de siempre. Griselda estaba bastante pálida.
—Estuviste terrible esta noche, Len —dijo, cogiéndome del brazo—. No me gustó. Jamás habías predicado de tal forma.
—No creo que vuelvas a oírme parecidas palabras —exclamé, dejándome caer pesadamente en el sofá.
Estaba cansado.
—¿Qué te impulsó a hacerlo?
—Una súbita locura se apoderó de mí.
—¡Oh! ¿No era algo especial?
—¿Qué quieres decir con «algo especial»?
—Me pregunté… Tienes reacciones muy extrañas, Len. Algunas veces creo no conocerte.
Cenamos frío aquella noche, pues Mary estaba ausente.
—Hay una nota para ti en el recibidor —dijo Griselda—. ¿Quieres ir a buscarla, Dennis?
Éste, que había permanecido en silencio, obedeció.
La tomé de sus manos y gruñí. En la parte superior izquierda aprecian las siguientes palabras: «A mano. Urgente».
—Debe de ser de miss Marple —observé.
Mi suposición era exacta.
«Querido míster Clement:
Me gustaría mucho hablar un rato con usted acerca de un par de cosas que me han sucedido. Creo que todos debemos cooperar a la solución de este desgraciado misterio. Si me lo permite iré a su casa alrededor de las nueve y media y llamaré a la puerta ventana de su gabinete. Acaso la querida Griselda quiera tener la amabilidad de venir a mi casa y hacer compañía a mi sobrino. Dennis será asimismo bien recibido si quiere acompañarla. Si no recibo noticias suyas en sentido contrario, esperaré la llegada de su esposa y sobrino y le visitaré a la hora dicha.
Atentamente suya,
Jane Marple»
Entregué la nota a Griselda.
—Claro que iremos —dijo alegremente—. Una copita o dos de licor casero es lo que uno necesita los domingos por la noche.
Dennis no pareció tan contento ante aquella perspectiva.
—Está bien para vosotros dos —dijo, dirigiéndose a su tía—. Podéis hablar de arte y libros. Yo siempre me siento un tonto, sentado, escuchándoos.
—Así te colocas en el lugar que te corresponde —repuso Griselda serenamente—. De todas maneras, no creo que míster Raymond West sea tan inteligente como pretende.
—Muy pocos de nosotros lo somos —dije convencido.
Me pregunté sobre qué querría miss Marple hablarme. La consideraba la más inteligente de todas las señoras de mi congregación. No sólo ve y oye prácticamente cuanto sucede, sino que saca de ello asombrosas y exactas deducciones.
Si alguna vez quisiera emprender la carrera del crimen, me sentiría más temeroso de miss Marple que de la ley.
Griselda y Dennis salieron poco después de las nueve. Mientras esperaba la llegada de miss Marple, entretuve mis ocios preparando una lista de los hechos relacionados con el asesinato, arreglándolos, en cuanto me fue posible, por orden cronológico. No soy una persona muy puntual, pero sí muy metódica en mis cosas.
A las nueve y media en punto oí una llamada en la puerta ventana y me levanté para permitir la entrada de miss Marple.
Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos por un bonito chal, y parecía más bien vieja y frágil. Llegó llena de pequeñas observaciones.
—Es usted muy amable al permitirme venir… y la querida Griselda… Raymond la admira mucho… ¿Quiere que me siente aquí? ¿No lo estoy haciendo en su silla? ¡Oh, gracias! No, no necesito taburete para los pies.
Coloqué su chal en una silla y volví a sentarme.
—Supongo que debe usted preguntarse por qué me muestro tan interesada en estas cosas. Acaso crea que es algo muy poco femenino. No, por favor. Me gustaría explicarlo.
Hizo una ligera pausa. El rubor asomó a sus mejillas.
—Cuando una persona vive sola, como yo, en este rincón del mundo —empezó a decir—, debe procurarse alguna distracción. Se puede hacer calceta, ayudar a las muchachas de la sección femenina de los exploradores o dibujar, pero mi predilección es, y ha sido siempre, la naturaleza humana. ¡Es tan variada y fascinante! Desde luego, en un pequeño pueblo, sin nada para distraerse, uno tiene amplia oportunidad de adquirir grandes conocimientos de aquello que estudia. Empieza por clasificar a la gente, como si se tratara de pájaros o flores. Algunas veces se cometen errores, que son menores a medida que transcurre el tiempo. Y entonces uno se prueba a sí mismo. Se toma un pequeño problema como, por ejemplo, aquel caso del cesto de camarones que constituyó un misterio sin importancia, pero absolutamente incomprensible a menos que uno encuentre la solución adecuada. O el caso de las pastillas para la tos y del paraguas de la esposa del carnicero, este último de una rara significación a menos que se suponga que el verdulero no se comportaba con la debida decencia con la esposa del carnicero, como así era en realidad. Es grandemente fascinante aplicar las teorías propias y averiguar que uno ha acertado.
—Y usted acostumbra siempre a estar en lo cierto —dije sonriendo.
—Lo cual temo que me haya hecho algo vanidosa —confesó miss Marple—. Pero siempre me he preguntado si sería capaz de descifrar un misterio verdaderamente importante. Lógicamente, no debiera ser más difícil que cuando se trata de algo insignificante. Después de todo, un modelo reducido de torpedo no deja de ser un torpedo.
—Quiere usted decir que todo es cuestión de relatividad, ¿no es cierto? —dije lentamente—. Por lógica, habría de serlo, pero ignoro si en realidad lo es.
—Supongo que debe ser igual —observó miss Marple—. Los factores, como los llamábamos en la escuela, son idénticos. Existe el dinero, y la mutua atracción entre personas de…, ¡ah!…, distinto sexo, y la locura. Mucha gente está algo loca. En realidad, todos lo estamos si se nos estudia cuidadosamente. La gente normal hace a veces cosas asombrosas, mientras que los anormales, por contra, actúan en algunas ocasiones de una manera completamente lógica. En realidad, todo se reduce a comparar a la gente con otras personas que uno ha conocido. Se asombraría al comprobar los pocos tipos distintos de gente que existen.
—Me asusta usted —dije—. Me parece encontrarme bajo la lente de un microscopio.
—Naturalmente, no osaría hablar así con el coronel Melchett. Es muy autocrático, ¿verdad? O con el inspector Slack, que es exactamente como la dependienta de la zapatería que quiere venderle a uno zapatos de piel de becerro porque los tiene a nuestra medida, y no toma en consideración que lo que uno quiere, en realidad, son zapatos de ante.
Era una magnífica descripción de Slack. Continuó:
—Pero estoy segura de que usted, míster Clement, sabe tanto acerca del asesinato como el propio inspector. Pensé que si pudiéramos trabajar juntos…