Read Nadie lo conoce Online

Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo conoce (3 page)

BOOK: Nadie lo conoce
3.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un día normal no se le habría ocurrido coger el coche para ir al trabajo, su casa estaba nada más pasar la Puerta Sur, a un kilómetro escaso de su despacho. Knutas llevaba veinticinco años trabajando en la comisaría de Visby y se podían contar fácilmente los días que no había ido caminando a trabajar. A veces se detenía junto a la piscina de Solbergabadet y entraba para nadar uno o dos kilómetros. El verano no era una excepción. Iba a cumplir los cincuenta en agosto y los últimos años, en cuanto dejaba de hacer ejercicio, lo notaba inmediatamente. Había estado toda su vida más o menos delgado y no quería cambiar. Sólo que ahora le costaba un esfuerzo algo mayor. La natación lo mantenía en forma y lo ayudaba a pensar. Cuanto más complicado era el caso que tenía entre manos, con mayor frecuencia visitaba la piscina. Ahora hacía tiempo que no iba y no sabía si eso era bueno o malo.

Ese último día de junio la familia había planeado viajar hasta la casa de veraneo en Lickershamn para cortar el césped y regar. Knutas había pensado salir pronto del trabajo e ir a buscar a su mujer al hospital cuando ella terminara su jornada laboral en el servicio de Obstetricia. Para su gran sorpresa, los gemelos Petra y Nils, que pronto cumplirían trece años, y que últimamente preferían estar con sus amigos, habían accedido a acompañarlos.

Nada más cruzar la puerta de entrada lo envolvió el aire frío. En los pasillos de la Brigada de Homicidios reinaba el silencio. Las vacaciones habían empezado, y eso se notaba.

La colaboradora más cercana de Knutas, la inspectora Karin Jacobsson, estaba en su despacho hablando por teléfono cuando el comisario pasó por delante. Knutas y Karin habían trabajado juntos durante quince años y se conocían bien desde un punto de vista profesional. En lo referido a su vida privada, Karin era bastante más reservada.

Tenía treinta y ocho años y estaba soltera, Knutas al menos nunca le había oído hablar de ningún novio. Vivía sola con una cacatúa blanca en un piso en Visby y su tiempo libre lo dedicaba sobre todo a jugar al fútbol. En ese momento gesticulaba con los brazos mientras hablaba con voz alta e insistente. Era morena y de baja estatura, sus ojos castaños eran cálidos y despiertos, y tenía los incisivos muy separados. Su humor podía cambiar radicalmente y no se esforzaba demasiado por controlar su irascible temperamento. Era una nota de color y un manojo de energía, sus gestos enérgicos contrastaban intensamente con el nada sugerente fondo de persianas bajadas y estanterías pintadas de gris.

Knutas se sentó en su silla y empezó a examinar el correo que se había acumulado en los últimos días. Entre las anodinas cartas de las autoridades, encontró una colorida postal de Grecia. La fotografía representaba un típico plato griego: brocheta de pollo con un cuenco de
tzatziki
y una botella de vino sobre una mesa redonda. Al fondo se vislumbraba una puesta de sol y la luz centelleaba en una de las dos copas de vino dispuestas sobre la mesa pintada de azul.

El texto decía:

Por lo menos no es una cabeza asada de cordero con puré de nabos, ¿no te parece, Knutas? Estoy pasando un par de semanas en Naxos haraganeando. Espero que estés bien y tal vez pronto tengamos ocasión de volver a vernos.

Martin.

Knutas no pudo evitar sonreír. Muy propio de Martin Kihlgård enviar una postal con comida. El investigador de la policía criminal, que estaba continuamente comiendo, era el mayor tragaldabas que Knutas había conocido en su vida. Habían trabajado juntos unas cuantas veces en la investigación de diferentes casos de asesinato en los que Knutas había solicitado refuerzos a la policía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una llamada en la puerta. Al instante entró en su despacho su colega, el inspector Thomas Wittberg, veinte años más joven que él. Wittberg se negaba a cortarse la rubia melena, pese a las constantes bromas que le gastaban sus compañeros. Una ceñida camiseta blanca realzaba su bronceado torso, entrenado con regularidad en el gimnasio de las dependencias policiales. Wittberg tenía un gran atractivo y sabía sacarle partido entre las veraneantes tan pronto como empezaba la temporada turística. El joven inspector solía bromear con que su objetivo era conocer mujeres de todas las regiones suecas, desde Laponia hasta Escania. Knutas no dudaba ni por un momento de que su colega lo conseguiría. Por lo que él sabía, Wittberg no había mantenido nunca una relación que durara más de unas semanas. Todos los veranos llamaban mujeres al trabajo preguntando por él, y algunas se presentaban sin avisar para verlo.

Incluso en el trabajo, aprovechó su éxito con las mujeres para ayudar a la policía a avanzar en numerosas investigaciones. Thomas Wittberg había ascendido rápidamente de agente del orden hasta la Brigada de Homicidios, pasando por la Brigada Antidisturbios, y desde hacía un par de años era miembro indispensable del equipo de investigación de Knutas. En este momento sus penetrantes ojos azules mostraban con toda claridad que había ocurrido algo especial.

—Escucha esto —soltó dejándose caer en la silla que tenía Knutas para las visitas con un papel en la mano. Knutas alcanzó a ver que estaba cubierto de anotaciones con la ilegible letra de Wittberg.

—Han encontrado un caballo degollado en un prado de Petesviken. Lo descubrieron esta mañana dos niñas.

—¡Qué barbaridad!

—A eso de las nueve, cuando se dirigían a la playa con sus bicicletas para darse un baño, las chicas descubrieron que faltaba uno de los caballos y lo hallaron tendido en el prado decapitado.

—¿Estás seguro de que no se han inventado toda esa historia?

—Su abuelo y el dueño fueron con ellas a comprobarlo. Han llamado hace un momento.

—¿De qué tipo de caballo se trata y quién es el dueño?

—Un poni normal. El dueño es un granjero, Jörgen Larsson. La familia tiene cuatro caballos de monta, los otros tres seguían en el prado.

—¿Y no han sufrido ningún daño?

—Parece que no.

Knutas meneó la cabeza.

—Qué raro.

—Hay algo más —apuntó Wittberg.

—¿Qué?

—No sólo le han cortado la cabeza, sino que, además, ésta no aparece. El granjero la ha buscado por todas partes pero no ha logrado encontrarla. En cualquier caso, no se halla cerca del cuerpo.

—¿Quieres decir que el autor se ha llevado la cabeza?

—Eso es lo que parece.

—¿Has hablado tú mismo con el campesino?

—No, la información me la ha proporcionado el oficial de guardia.

—Espero que no ande ahora dando vueltas por el prado y destruya un montón de pruebas —refunfuñó Knutas al tiempo que alargaba la mano para coger la chaqueta—. Vamos enseguida.

U
nos minutos después, Knutas, Wittberg y el técnico de la policía, Erik Sohlman, se dirigían hacia el sur en un coche de la policía. Sohlman era uno de los colaboradores a quien mayor aprecio tenía Knutas, aparte de Karin. Sus dos colegas preferidos tenían en común el temperamento y el interés por el fútbol, pero Sohlman, a diferencia de Karin, estaba casado y tenía dos niños pequeños.

—Menuda historia —exclamó el técnico retirándose los rizos pelirrojos de la frente—. Me pregunto si el culpable es un maltratador de animales psicópata o si habrá alguna otra cosa detrás.

Knutas murmuró algo inaudible como respuesta.

—¿Os acordáis de aquel caballo que se desbocó durante una carrera en el hipódromo de Skrubbs y se salió de la pista? —preguntó Wittberg incorporándose desde el asiento trasero—. El piloto se cayó del
sulky
y el caballo se largó. Creo recordar que nos pasamos una semana buscándolo.

—Ah, sí, aquel que luego apareció muerto en el bosque en Follingbo —replicó Knutas—. El
sulky
se quedó encajado entre dos árboles y el caballo murió de deshidratación.

—¡Joder! —se estremeció Sohlman—. Menuda escena.

Siguieron en silencio por la carretera que conducía hasta la costa dejando atrás Klintehamn, Fröjel y la pequeña aldea de Sproge con su bella iglesia blanca. Luego abandonaron la calzada y entraron en un camino cubierto de grava, una recta larga que llegaba hasta el mar flanqueada a ambos lados por un bosquecillo de pinos y abetos. Enseguida llegaron a Petesviken. Había varias granjas alineadas, con vistas al mar. En los prados pastaba el ganado, todo parecía de lo más apacible e idílico.

En la granja de Jörgen Larsson había un viejo camión aparcado en el patio delante de la casa junto a un Opel más moderno. Había unas cuantas jaulas para conejos colocadas en el césped y un perro salió a su encuentro moviendo alegremente el rabo. Un hombre vestido con un mono azul y gorra salía del zaguán cuando el coche entró en el patio. El hombre se quitó la gorra a la vieja usanza al saludar a los tres policías.

—Jörgen Larsson. Vamos directamente, ¿no? Bueno, esto es una locura, parece mentira una cosa así, mi hija está terriblemente disgustada. Era su poni, y ya sabéis la relación que tienen las chicas de su edad con sus caballos.
Pontus
lo era todo para la pobre chica y no para de llorar. No entiendo cómo alguien puede hacer una cosa así, es absolutamente incomprensible.

El granjero hablaba por los codos y ninguno de los policías tuvo tiempo de contestar antes de que el hombre estuviera cruzando ya el patio en dirección al prado.

—Sí, tanto mi mujer como los chicos están realmente disgustados, es un auténtico caos. Es como si estuvieran en estado de
shock
.

—Claro —asintió Knutas—, lo comprendo.

—Y
Pontus
, ¿sabe?, tenía algo especial —continuó Jörgen Larsson—. Los chiquillos podían montarlo siempre que querían, y podían hacer con él lo que se les antojara, ya lo creo. Sería difícil encontrar un caballo más manso, era casi demasiado bueno, ¿comprende? Cuando eran más pequeños se colgaban de él, le arrancaban las crines y le tiraban de la cola y eso, y él se dejaba. Sí, y no era joven precisamente, tenía quince años, así que antes o después debería haber ido al matadero, pero podría haber aguantado unos años más, me parece a mí, en vez de terminar de esta manera. Nunca habría podido imaginarme una cosa así.

—No —logró decir Knutas—. ¿Sabe…?

—Ah, sí, compré ese caballo cuando nació nuestro primer hijo, pensé que le gustaría montar a caballo, ya sabe. Aquí en el campo no tenemos muchas más distracciones que los animales y, claro, tenemos también una perra, a propósito, ha tenido varios cachorros, y casi siempre tenemos gatitos; esta gata irá ya por la cuarta o quinta camada, así que tendremos que llevarla a que le hagan un apaño, bueno, ya sabe lo que quiero decir. Tenemos también conejos, que han tenido crías. Sí, bueno, los chicos no tienen mucho más con lo que entretenerse y, además, les gustan los animales y ayudan de buena gana con las vacas y los terneros y, claro, uno tiene que estar agradecido de que sea así, de que les guste.

—Pero… —intentó Knutas.

El granjero no se dio por enterado y continuó hablando.

—El mayor tiene dieciséis años y ya trabaja como un hombre cuando vuelve de la escuela. Todos los días, ya lo creo, seguro como un amén en la iglesia. Tenemos cuarenta vacas lecheras y veinticinco terneros. Mi hermano y su mujer trabajan también en la granja, la administramos juntos. Ellos viven al otro lado, donde habéis cogido el desvío. Tienen tres hijos, así que están al completo, y lo llevamos todo a medias. Ahora están de vacaciones, en Mallorca, pero vuelven mañana y no los he llamado para contarles esta desgracia. Sólo van a preocuparse sin necesidad, mejor esperar. Pero esto es muy desagradable, nunca he visto nada igual.

Knutas miraba fijamente a Jörgen Larsson, el cual, sin apenas recuperar el aliento, continuó hablando sin parar. Habían llegado hasta la alambrada y el granjero señaló con su dedazo hacia el bosquecillo.

—El caballo está ahí fuera sin cabeza. Sí, nunca había visto nada tan horrible. A ese cabrón le tiene que haber costado Dios y ayuda arrancársela, no sé si la habrá serrado o cortado con un hacha o cómo lo habrá hecho.

—¿Dónde están los otros caballos? —dijo Knutas alzando la voz para detener la incontrolable verborrea del campesino.

—Sí, los hemos metido dentro. Puede que intentara hacerles daño a ellos también, ¿quién sabe? Aunque por lo que hemos podido apreciar no tienen ninguna lesión. Las ovejas las hemos dejado fuera —añadió Jörgen Larsson justificándose—, parece que no les hizo nada.

Knutas había desistido de intentar preguntar al granjero y permanecía callado. Tendría que esperar.

Jörgen Larsson quitó la aldabilla y apartó con decisión a las ovejas que se agolpaban a su alrededor.

Los policías trataron de seguir las zancadas del campesino a través del prado.

En el lugar donde yacía el caballo, una bandada de cuervos graznaba sobre el cadáver.

En medio de la bucólica estampa estival del prado, la pendiente tapizada de verde y el mar que centelleaba en la ensenada, yacía un poni musculoso, con el vientre orondo y la cola tupida, pero el cuello acababa en una enorme herida sanguinolenta.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —estalló Knutas.

Por primera vez el granjero se quedó sin palabras.

P
ara Johan Berg, reportero de televisión, la actualidad informativa de aquel miércoles por la mañana parecía cualquier cosa menos buena. No pasaba nada en absoluto. Se hallaba sentado frente a la polvorienta mesa de trabajo en la pequeña redacción local que la Televisión Sueca tenía en el centro de Visby. Había hojeado los periódicos de la mañana y había escuchado las noticias locales, y se quedó asombrado al comprobar cómo las redacciones conseguían llenar páginas y emisiones, pese a que no contenían ni pizca de novedades informativas. Había hablado con Pia Lilja, la fotógrafa de Gotland con la que trabajaba durante el verano, y le había dicho que podía llegar más tarde. Era absurdo que ambos estuvieran allí sentados como dos pasmarotes.

Se puso a repasar desanimado los papeles y las actas municipales de los últimos días con la vaga esperanza de encontrar algo. El encargo que el redactor jefe, Max Grenfors, le había hecho aquella mañana desde la redacción central en Estocolmo se le antojaba totalmente imposible, encontrar una noticia y preparar un reportaje para la emisión de la tarde. «Preferiblemente, algo con lo que podamos abrir la emisión. Andamos mal de contenidos y necesitamos una crónica tuya.» ¿No había oído antes el mismo rollo?

BOOK: Nadie lo conoce
3.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Best Friends Forever by Kimberla Lawson Roby
Harvest of Hearts by Laura Hilton
Redemption by Miles, Amy
One Reckless Night by Sara Craven
Thoreau's Legacy by Richard Hayes