Luego recordó las escaleras estrechas y ligeras que se empleaban en las expediciones. Le quedaban cinco, y cada una medía seis metros cuando estaba totalmente extendida. Sólo necesitaría subir por ellas una vez con los generadores; claro, suponiendo que pudiera fijar las escaleras a la nave hasta alcanzar la cima.
Recorrió la pendiente ligeramente empinada hasta la nave, vigilando por una parte el terreno para ver dónde acababan las huellas del oleaje, y preocupado, por otra, por el problema de las escaleras. No podía precisar en qué lugar la arena suave de la playa se convertía en arena normal de desierto, pero de todos modos ocurría a mucha distancia de la nave. No necesitaría cambiarla de posición.
Veinte metros de escaleras atadas entre sí serían, sin embargo, demasiado vacilantes y el viento las volaría. Al pie de la nave estudió los flancos altos y lisos. ¿Podría adherirlas allí? ¡Claro! Podía soldarlas. Ésa era la respuesta: soldarlas a los flancos, desde el suelo hasta la cima. Debiera de haber sido una parte integrante del diseño de la nave, de todos modos. ¿Cómo podría inspeccionar y repararse el casco cuando la nave estuviera posada en un planeta?
Se había quitado un peso de encima. Alegre, por haber logrado otra victoria frente a las adversidades, entró en la nave y buscó en los depósitos equipo de soldadura y escaleras. Tansis había realizado soldaduras en el espacio, como miembro del equipo de trabajo exterior, así que por esta vez no necesitaría seguir otro curso de estudios. Empezaba la tarde y tenía ganas de iniciar su trabajo en este nuevo proyecto. Las escaleras deberían mantener una separación de la nave al menos de quince centímetros para dejar sitio a los dedos del pie, al trepar por ellas.
La primera tarea, por lo tanto, era la de cortar barras de acero de unos quince centímetros y soldarlas a las escaleras en ángulo recto, y luego soldar estas barras de metal al casco. Esto le planteó la primera dificultad. No podía soldar dentro de una nave espacial, porque se quema oxígeno y se contamina el sistema de aire con humos de metal que el sistema de purificación no puede eliminar con eficiencia. El último trabajo de soldadura lo había efectuado en la plataforma exterior de la esclusa de aire, pero ahora no tenía ni torre ni cable y ni siquiera podía hacerlo al pie de la nave.
Después de mucho meditar, decidió no trabajar en el interior para evitar el riesgo de contaminar el aire; y colocó un banco en la esclusa de aire exterior. La primera parte del trabajo era fácil. Con un cortador de rayos láser fue cortando cuarenta barras de acero, cada una de quince centímetros de largo. Con eso agotó todo el acero de repuesto que quedaba en el almacén de reparaciones de emergencia.
La operación siguiente era más molesta, y le ocupó el resto de la tarde y la mayor parte del día siguiente. Tenía que soldar las barras de acero a las escaleras, dentro de los márgenes estrechos de la esclusa de aire exterior. Con la puerta abierta, la escalera sobresalía tanto fuera de la nave quE tuvo que atarla al suelo para evitar que cayera. Soldó las barras a un metro de distancia y en los dos lados de las cuatro escaleras. Las primeras, en el extremo de la escalera, resultaron fáciles; las otras dos, más arriba, pudo soldarlas estando de pie en la puerta con un pie sobre el ascensor. Las otras dos, más arriba, sólo pudo soldarlas después de atar unos paneles que salían de lado hacia fuera desde la plataforma del ascensor, para poder mantenerse a duras penas a unos tres metros más allá de la puerta interior de la esclusa de aire. Luego giró la escalera y siguió el mismo procedimiento empezando desde el otro extremo Repitió esta operación con las cuatro escaleras, y luego las dejó, ya preparadas, al pie de la nave. Soldarlas al casco, especialmente cuando sobrepasara la altura máxima del ascensor, iba a ser un trabajo duro y agotador, y pensó que sería mejor dejarlo para el día siguiente.
El resto de la tarde lo pasó estudiando la película que había tomado del rostro y del movimiento de los ojos de los seres extraños. La proyectó a cámara lenta muchas veces y comprobó que había cierto orden, pero no sabía qué querría decir. La pasó al computador para que la analizara; la máquina estuvo rumiándolo media hora y suministró al final un análisis matemático que no aumentó los conocimientos de Tansis. Conocía a fondo las matemáticas de la mecánica celeste y de la navegación espacial, pero no conocía en absoluto las matemáticas rarificadas de cifras y códigos.
El parpadeo de la pupila izquierda era una repetición rápida de la dilatación de la pupila derecha, idéntica en esquema, pero de distinta frecuencia. Era como si dos seres humanos emitieran exactamente el mismo sonido, el uno rápida y el otro lentamente, y la variación en las pausas intermedias diera el significado. Era imposible que un ser humano lo copiara, y era demasiado rápido para entenderlo.
El computador podía distinguir grupos de movimientos, y algunos de esos grupos se utilizaban más de una vez en la película; pero su significado Tansis no podía captarlo. Cuando preguntó al computador qué significaba, la respuesta fue tan complicada y erudita que lo abandonó. No podía adivinar cómo lograría hablar con ellos de un modo similar al que utilizaba para comunicarse con los seres humanos. Con tiempo y paciencia tal vez pudiera elaborar un pequeño vocabulario de signos de significado limitado, y eso sería todo lo que podría hacer.
Durante los dos días siguientes sudó la gota gorda soldando las escaleras al casco. Comenzó desde el suelo, utilizando un soldador de arco eléctrico que funcionaba con un generador portátil. Para empezar tuvo que conseguir que la primera escalera quedara vertical mientras soldaba las primeras barras al casco. Intentar soldar con una mano mientras sostenía una escalera de seis metros recta y alineada con la otra era algo que estaba más allá de sus posibilidades. Lo solucionó atando imanes a la escalera y dejando que se agarraran a los flancos de acero de la nave. Eran lo bastante fuertes para sostener la escalera en su sitio; sin embargo, no podían soportar su peso.
Consiguió soldar los dos primeros pares de barras estando de pie en el suelo. Para soldar los que estaban más arriba se puso en el ascensor de la nave y subió. La escalera terminaba unos tres metros por debajo de la esclusa de aire. Con los imanes aferró al casco otra escalera, por encima de la primera, soldó los extremos de las dos, y luego las barras una a una. Cuando superó la altura del ascensor de la nave, se sostuvo en otra escalera que descansaba en el ascensor y se apoyaba en el casco. Llevó arriba el generador portátil y lo colgó de la escalera. Había una toma de energía en el transmisor del maser, más arriba, pero no pudo alcanzarla hasta que la escalera estuvo acabada. Otra vez volvió a imantar la escalera al casco y la soldó a la parte superior de la segunda escalera. Soldó las barras de esta última mientras estaba de pie sobre ella. Estaba jugándose la vida, pero no tenía otra alternativa.
Así llegó más allá del codo de la nave, donde el casco comenzaba a afilarse hacia el cono del morro. La plataforma sobresalía cuatro metros por encima de él. La colocación de la última escalera era la parte más peligrosa y agotadora. Ató un gancho con curva bien cerrada en su extremo y luego elevó la escalera y la hizo oscilar por encima de su cabeza hasta que el gancho se agarró del borde de la plataforma. Había tomado la precaución de atarse en la escalera sobre la que se encontraba, y se alegraba de haberlo hecho, porque por dos veces se había resbalado en su abrazadera y se le había caído la escalera antes de alcanzar, al fin, la plataforma. Luego soldó las dos escaleras y ató con tuberías de plástico flexible los peldaños de ambas para que quedaran bien sujetas; por último ascendió cautelosamente a la plataforma y aseguró la escalera con clavos grandes y toscos hechos por él mismo, con acero que había recortado con rayos láser.
Nunca podría sentir hacia esa escalera el mismo orgullo y la misma satisfacción que tuvo con la torre. No estaba seguro de que durara mucho: tenía el aspecto de una medida provisional, algo desgarbada y chapucera; pero mientras sirviera para colocar de nuevo los generadores en la plataforma, sería útil.
Subió tres generadores y los sujetó allí antes de llegar la noche, y al día siguiente colocó el resto; los conectó al cable de energía del maser y los comprobó. El viento era fuerte y constante, y se obtenía energía suficiente para mantener la nave en funcionamiento.
Con el sistema de energía de nuevo en marcha se sintió más seguro y confió que en este lugar de descanso final podría adaptarse a la vida en el planeta. Estaba ahora a mediados del invierno con temperaturas de cinco grados sobre cero, y vientos fuertes del norte y del este. La gran inclinación del eje planetario ocasionaba en este mundo un clima más extremado que el de la Tierra. Esta isla era vagamente el equivalente a las Islas Canarias en cuanto a latitud y proximidad a un gran desierto, pero se encontraba bañada por una corriente muy fría. Por estas fechas el casquete de nieves del norte probablemente se extendería hacia el sur y alcanzaría el centro de la gran cuenca fluvial, pero nunca lo sabría. Daba gracias a Dios de no encontrarse ya más en el continente.
Conforme fueron pasando las semanas se amoldó a una nueva rutina. Cada mediodía caminaba por la playa y se encontraba con una o más criaturas marinas. A veces llegaba hasta el largo saliente rocoso y se sentaba en la punta intentando elaborar un sencillo lenguaje de signos. Al principio evitaba llegar a un contacto telepático y no los miraba a los ojos muy profundamente ni durante demasiado tiempo. Encontró que la relación telepática sólo tenía lugar cuando una docena de ellos, o más, intentaban entrar en contacto con él juntos.
A veces bordeaba toda la bahía hasta llegar al punto opuesto, pero nunca se molestó en ir tierra adentro, ni se acercó a los árboles ni a la capa de cintas. Los seres extraños aprendieron rápidamente sus costumbres, y por lo menos uno le esperaba en el mismo lugar frente a la nave, a mediodía. Comprobó su sentido del tiempo y descubrió que comprendían bien lo que era mediodía. Para hacer un experimento, durante algunas semanas cambió la hora y fue a pasear exactamente a las doce y media; después de varios días aparecían a esa hora exacta. Su sentido del tiempo era evidentemente muy bueno; tal vez era algo natural en una especie cuyo lenguaje implicaba respuestas a señales visuales.
Todos los alimentos terrestres se habían acabado, y vivía a base de algas procesadas en los tanques de purificación, suplementando la dieta con plantas marinas adecuadamente procesadas, y a veces con aquellas medusas planas que reptaban. Todo lo que pudo averiguar fue que las criaturas extrañas comían plantas marinas, o al menos eso era todo lo que les había visto comer. Comían las hierbas de las rocas, y parecían vacas pastando.
No vio ninguna prueba de artefactos materiales; tampoco utilizaban ningún tipo de herramientas, y no vio nada que parecieran nidos o agujeros en las rocas, ni divisó lugar alguno en la bahía donde pudieran vivir. En el aspecto material vivían, por ello, a un nivel animal, y sin embargo Tansis no tenía ninguna duda de que eran seres no sólo inteligentes sino también civilizados. Todos se ponían de acuerdo en cuanto a sus gestos o movimientos: «Voy a la derecha», «voy a la izquierda», o «tengo hambre». Respecto a este último gesto, Tansis poco a poco se había acostumbrado a quitarse el casco durante una parte del paseo, aunque solía comprobar primero la dirección del viento y sólo respiraba el aire cuando venía del mar. Luego llevaba alimentos consigo y comía estilo picnic mientras conversaba con sus amigos. Entonces ellos también comían. Una vez recogió plantas marinas e, inclinándose desde la roca, las ofreció a los extraños. Nadie se atrevió a tocar su mano, pero examinaron cuidadosamente lo que les ofrecía y luego cada uno de ellos comió una hoja. Cuando terminaban, movían la cola lentamente de un lado a otro.
El contacto y la conversación diaria le apaciguaron. Ya no sufría ese terrible malhumor ni esa tensión que le hacían ver a los miembros de la tripulación muertos por toda la nave, aunque continuaba hablando a solas, y en ocasiones le acompañaban los fantasmas de su madre y de su hermana.
Utilizó el computador para aprender mucho, porque eso también le servía de compañía. Leyó mucho y continuó estudiando medicina. Tendría que ser su propio médico, y en cualquier momento podría tener nuevos problemas de salud.
En aquella península había vientos abundantes, y el suministro de energía estaba ahora asegurado para la mayor parte de su vida, siempre que los generadores no se rompieran ni se estropeara ninguna pieza más de la nave.
Llegó el equinoccio de primavera, y con él una señal de alarma: la primera avería grave en esa nave tan perfecta que había funcionado sin ningún fallo durante más de dos años terrestres.
La bomba que hacía circular el aire por la nave se rompió. Al tener acceso a todos los planos y al tener a su disposición todo el conocimiento del computador, logró ponerla en marcha de nuevo, pero entendió bien el peligro que corría a partir de ahora. Algo tan complicado como una nave espacial, construida por manos humanas imperfectas, no podía funcionar sin problemas año tras año. Necesitaría ser ingeniero de su propia nave, además de ser su propio médico. Éstas serían ahora sus tareas principales, y nunca podría estar satisfecho de dominarlas a fondo.
A partir de ahora organizó su jornada estudiando medicina por las mañanas, y planos y mecanismos de la nave por la tarde. Por las noches hacía lo que se le antojaba. Durmiendo una siesta al atardecer se había acostumbrado ahora a un día de trabajo de veintidós horas, y a diez horas de sueño. Hasta llegó a considerar el largo día de Capella como una bendición, porque podía rellenarlo con muchísimas cosas, y, a pesar de todo, dormir bien.
El clima de la isla comenzó de nuevo a caldearse y la capa oscura de vegetación de la montaña cambió de color muy lentamente. Intrigado, e incluso algo ansioso por saber lo que estaba dispuesto a hacer su enemigo, hizo una expedición a la franja de la capa de cintas a trece kilómetros de distancia. De camino miró de cerca los «relojes de arena». Esperaba ver algún signo de crecimiento en el follaje, pero no había señal alguna de crecimiento ni de renovación. Ni vegetación muerta, o mustia, ni retoños jóvenes, ni árboles a medio crecer. Todos los árboles estaban maduros, todos tenían el mismo tamaño, todos eran idénticos. Parecía como si la capa de cintas, en sus múltiples formas, hubiera cubierto el mundo hacía ya mucho tiempo y luego sencillamente se hubiera mantenido así, sin morir nunca, incapaz de extenderse más, inmersa en un statu quo que pudiera haber existido durante millones de años. Y, sin embargo, existían mecanismos de renovación, porque la inmensa producción de polen de cada otoño era algo semejante a la reproducción, que contrarrestaba cualquier tendencia inevitable a la desviación y al desorden genéticos.