Comenzando muy temprano, ascendió hasta la línea de árboles y siguió hacia arriba. Conforme subía, aquellos extraños troncos de cintas tumbados se hicieron más frecuentes hasta los últimos trescientos metros, en que la pendiente se hizo mucho más abrupta, pues empezaba a escalar el mismo borde del cráter del antiguo volcán. Aquí, en laderas tan empinadas que le resultaba más fácil andar a gatas, los troncos casi cubrían todo el suelo, haciendo más fácil su trabajo porque servían de grandes peldaños por los cuales podía trepar. Los árboles y los troncos crecían muy densamente hasta el mismo borde.
Cuando lo alcanzó, se encontró en una cresta de borde afilado que rodeaba un cráter amplio y profundo medio lleno de agua, con pendientes densamente pobladas de árboles que caían abruptamente hasta el fondo. Este lago oculto era el último secreto de la isla, a ciento cincuenta metros por debajo de él, negro y totalmente silencioso, enmarcado por unos bosques espesos.
Mechones de nubes flotaban por encima del cráter, formándose y deshaciéndose rápidamente cuando soplaba un viento fuerte. Las nubes no parecían estar a más de treinta metros por encima de su cabeza y proyectaban sombras en el paisaje, algo poco frecuente en este mundo. Una masa de niebla gris vino volando hacia él desde el otro lado de la cresta. De modo irracional agachó la cabeza, pues parecía que iba a rozársela, y en verdad le rodeó de niebla unos minutos. La escena era bella e intranquila, tan callada y silenciosa allá abajo, tan llena de movimientos y de sombras arriba. El piloto que había en él se preguntaba dónde podría haber aterrizado si hubiera conseguido traer la nave aquí arriba.
Quedó allí un rato, indeciso, sin saber si descender o no al cráter; decidió hacerlo, pues quizá fuera ésta la última vez que lo veía. La densa vegetación de troncos le ayudó en su descenso, y lo hizo deslizándose y sentándose cuando quería frenar su carrera.
Junto al agua había una franja de cintas resbaladizas, igual que en todas partes. Cuando llegó al borde, el lago le pareció muy grande, totalmente silencioso y negro; las paredes del cráter se elevaban ante él haciéndole sentir pequeño e insignificante. No había viento, y el silencio era total.
Estuvo varias horas indagando por la orilla del lago buscando rocas. Quería encontrar azufre, que era uno de los elementos que más necesitaba para la conversión de alimentos. Apenas se veían rocas, porque la capa de cintas crecía con abundancia y lo cubría todo. Encontró unas rocas duras de color verdinegro y tomó una muestra; rellenó una botella con agua del lago para analizarla, pero no encontró en la vegetación nada que no conociera ya.
Pasó otra noche en la tienda a un nivel algo inferior al de la vegetación —nunca acamparía de nuevo sobre esa sustancia—, y a la mañana siguiente decidió dejar instalada la tienda para cualquier futura expedición. Llegó al campamento inferior al cabo de tres horas, encontrándose aún en plena forma. También dejó ese campamento tal como estaba, y después de volver a cargar sus tanques continuó la marcha llegando a la nave al caer la tarde.
Con una preparación cuidadosa, y conociendo los peligros que debía evitar, se sentía seguro de poder emprender alguna nueva expedición sin pasar más calamidades.
La muestra de roca resultó ser peridoto, una roca volcánica que no le sería de ninguna utilidad; sin embargo, el agua del lago contenía azufre. Obtener un tanque de agua de aquel lago para extraer azufre sería un procedimiento pesado y lento; sin embargo, tal vez tuviera que hacerlo en algún momento, y valía la pena saber cómo hacerlo.
Ya estaba en pleno otoño, tres años y medio terrestres desde que anclara en el planeta, y la vida era ahora una rutina segura y constante en que los años se extendían indefinidamente ante él.
Un día, sintiéndose al borde de la desesperación por la soledad y el aburrimiento que le corroían, harto de oír su propia voz y con miedo de volverse loco, decidió reanudar el contacto telepático con las criaturas marinas. Las había estado olvidando últimamente y tenía miedo de que se hubieran despreocupado de él. No había realizado sus paseos habituales durante muchas semanas y ya no veía que ninguna de ellas le esperara.
Recorrió toda la bahía y llegó a la roca larga y saliente y estuvo un rato entre los muros que había construido con grandes piedras planas. Encendió un cohete de señales y esperó. Después de diez minutos de ansiedad dos extraños aparecieron y se situaron a unos metros de distancia, vigilándole. «Siempre parecía que esperaban que él hiciera el primer gesto —pensó—; tal vez una especie telepática no necesitara gestos de salutación ni todas las demás formalidades que necesitan los seres humanos al iniciar un contacto». Utilizando los pocos gestos con los cuales había establecido por lo menos cierta comunicación, inclinó la cabeza y entonces ellos hicieron lo mismo y dieron una vuelta agitándose. Les indicó que se acercaran y así lo hicieron, hasta quedar exactamente por debajo de él en el agua con las cabezas sobresaliendo encima de las olas y los ojos fijos en los suyos. Luego uno de ellos se alejó mientras el otro se quedaba, retrocediendo varios metros y moviéndose lentamente hacia atrás y hacia delante. Tansis nunca averiguó por qué lo hacían, a no ser que quisieran decir algo así como: «No te preocupes, soy un amigo», gesto que podría haber sido instintivo.
Durante la próxima media hora llegaron otros más, de uno a uno y por parejas, hasta reunirse diecisiete, moviéndose lentamente atrás y adelante en semicírculo. Luego llegó otro más a la reunión y todos, al unísono, agacharon la cabeza y se deslizaron por el agua. Tansis se preguntaba qué les habría ocurrido a los otros cuatro. ¿Estaban demasiado ocupados, habrían muerto o se habrían alejado de la bahía? Nunca lo sabría. Había muchas cosas que nunca sabría. Por ejemplo, ¿por qué no veía nunca criaturas marinas jóvenes? Seguramente habría niños y adolescentes. ¿Había también machos y hembras? Le gustaría saberlo, porque todos los extraños que había visto parecían iguales, con diferencias muy pequeñas.
Los miró, y ellos le devolvieron la mirada. Después de un minuto, más o menos, agrandaron sus pupilas y entonces miró profundamente los ojos de uno de ellos. Pasaron unos pocos minutos y sintió la extraña sensación de caerse en ellos, de la irrealidad de lo que le rodeaba. Se apoyó contra las toscas piedras del muro y se agarró a ellas mientras continuaba cayendo en los extraños ojos delante de él. Se vio a sí mismo como si se mirara desde el exterior, allá arriba, donde el mundo acababa con luz, brillo y misterio. Sintió su curiosidad y su amistad: y algo más, tierno y… Pero al intentar captarlo, se lo quitaron. Miró alrededor intentando verlos como ellos se veían a sí mismos, y encontró una unión, uno con el otro y con todas las cosas. Era un sentimiento místico de unidad y una sensación de la divinidad. Él extendía sus brazos para disfrutar de su presencia y de su amistad; ellos confiaban en él aunque lo encontraran extraño y anómalo, como una irrupción de lo desconocido en su mundo familiar y conocido. Su conciencia y sus sentimientos hacia él estaban teñidos de algo que le preocupaba, y de nuevo intentó captarlo. Se… apiadaban de él. Sí, era piedad. ¿Por qué?
Se dieron cuenta de su sorpresa y se echaron atrás, rompiendo el contacto, y así se encontró de nuevo sobre la roca con el mar y el viento suspirando y precipitándose a su alrededor.
¿Qué habían visto en él que ocasionara esa piedad? ¿Habían entendido sus intentonas anteriores de mostrarles mentalmente su historia, o acaso tenían el presentimiento de algún desastre? Los extraños inclinaron la cabeza y dieron media vuelta para alejarse. Tal vez se encontraran molestos porque él hubiera descubierto su modo de sentir. De todos modos, se estaba haciendo tarde y tendría que regresar. Horas y horas habían pasado totalmente sin dejar rastro.
Se sentía relajado y más feliz, como siempre le ocurría después de estar en contacto con ellos. Se apiadaban de él… y, muy en su interior, no le sorprendía nada.
Caminaba hasta la roca cada día después de aquél, y reanudó su contacto con ellos; pero no venían ya en número tan grande. Normalmente venía uno o dos, a veces media docena, y el contacto telepático era más débil y más intermitente; pero necesitaba verlos: en verdad se dio cuenta de que no podía vivir sin ellos, y que eran inevitablemente amistosos, pacientes y corteses. Se dio cuenta de que no podía esperar que ellos vinieran a verle todos los días. Tenían sus propios asuntos en que ocuparse, pero llegó a comprender que no estaban ni aburridos ni indiferentes y que siempre los encontraría allí; eso era ya un gran consuelo.
Había llegado el invierno, y ya no se quitaba el casco cuando estaba junto al mar. Nunca helaba en esta isla oceánica, pero el viento marino era húmedo y frío, y él estaba tan acostumbrado al calor constante de la nave que para soportarlo tenía que pagar el precio en constantes resfriados.
Alcanzó un nuevo nivel de estabilidad en su rutina y en su estado psicológico; la depresión se desvaneció un poco, y los enemigos imaginarios de la nave aparecían con menor frecuencia. Volvió a reanudar sus estudios, a limpiar la nave, y tomó la decisión de comer con propiedad, lavarse regularmente, y tener a raya la imaginación y el malhumor.
Estaba a mitad del invierno… cuatro años terrestres, un año y medio largo de este mundo. Había encontrado un rincón en el que podía existir, había solucionado los problemas principales, excepto su propio problema, pero, ¿acaso podría solucionarlo de otro modo sino creciendo y llegando a una madurez más profunda? A pesar de todo, en su corazón había una resignación ceñuda y nunca se le ocurría pensar en los años que le quedaban. Era como si estuviera esperando algo.
Cuando había pasado ya la mitad del invierno y los días se hicieron un poco más largos, cuando durante el día se notaba un ligero brillo de nieve en la misma cima de la mole oscura de la montaña, entonces ocurrió.
Aquella mañana se había dado cuenta de un olor peculiar y desagradable en la nave. Buscó en cada nivel la posible causa, siguiendo su olfato, e intentó relacionarlo con el tanque de algas. Sin ninguna duda el mal olor procedía de allí, y al quitar la cubierta permeable transparente tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener la respiración.
La espuma verde y brillante que crecía en su tanque de sustancias nutrientes, fragmento vivo del mundo originario, estaba ahora llena de manchas marrones. Regresó al computador y le ordenó que realizara una comprobación total del sistema de mantenimiento vital en busca de posibles averías. El suministro de nutrientes, o el dióxido de carbono, o tal vez el control de temperaturas debía de estar averiado. Pero el computador no indicó ninguna anormalidad, y luego, de modo innecesario, le informó que había un nivel excepcionalmente alto de contaminación en el sistema de aire.
Tansis regresó al tanque e intentó quitar las manchas de algas plagadas vertiendo el barro marrón y maloliente en un cubo. Cuando éste estuvo lleno lo sacó al exterior y enterró esa sustancia en la arena, después de haberla rociado con ácido. Habría sido un crimen contra la naturaleza tirarlo al mar sin más, pues, ¿quién podría saber los tremendos resultados a largo plazo que con ello podría haber causado?
El olor de la nave empeoraba, y cada vez que inspeccionaba las algas encontraba nuevas manchas de contaminación. En esa misma tarde extrajo dos cubos llenos de barro sucio y antes de acostarse quitó otro más.
Mientras tanto pidió al computador información sobre las enfermedades que afectaban a las algas, y realizó un análisis de la solución nutriente. Tomó preparaciones microscópicas de Las algas verdes y de las enfermas y las fotografió con el microscopio electrónico. Roció también con antibiótico la solución, con la vaga esperanza de que sirviera de algo. Como medida de precaución desconectó el sistema de agua y de aire de las algas y lo pasó a los purificadores químicos.
Se fue a la cama sin saber aún qué había ido mal. Mucho antes del alba le despertó un hedor sofocante y se puso en pie rápidamente, alarmado. El tanque de algas estaba completamente contaminado y muerto, y sólo quedaba un barro marrón oscuro.
El computador mostraba en pantalla un alto nivel de polución, pero como un computador no sabe qué olores son malos y alarmantes, no había hecho sonar la alarma. Si lo hubiera hecho, de poco hubiera servido, porque todo había ocurrido de modo tan repentino y con tal finalidad que dudaba si hubiera podido evitarlo. Buscó en el tanque y en todo el equipo auxiliar, pero no quedaba ni rastro de algas vivas. Así que ya no podría purificar el aire ni el agua biológicamente; no le quedaba ninguna fuente de comida terrestre y el sistema de eliminación de desechos orgánicos había desaparecido.
Lo primero que tenía que hacer era evacuar el aire enrarecido y sacarlo de la nave. Los filtros de las bombas podían remover polvo y pelusa, pero no podían quitar ese olor, que ya no sabía si sería peligroso para él.
Tansis, vestido ahora con traje espacial y casco, mantuvo una reunión decisiva con el computador. Era necesario extraer el aire del interior de la nave a la presión más baja que pudieran soportar las bombas, y luego introducir aire del exterior a través de filtros y purificadores químicos, como hacía él a pequeñas dosis, cuando cargaba su traje y sus tanques de aire en el exterior. Estaba liquidando una burbuja de aire terrestre, la pequeña pieza de la Tierra que había sido llevada a cuarenta y cinco años espaciales de distancia, a Capella, pero no había otra alternativa. El olor era insoportable, y tal vez le estuviera envenenando, y tenía que echarlo.
Antes de que la presión del aire pudiera ser reducida a casi el vacío, tenían que tomarse muchas precauciones y medidas de seguridad en toda la nave. El computador le dio una lista de las válvulas que debían cerrarse, los precintos que debían aplicarse, las cubiertas que debían ser ajustadas y los sistemas que debían desconectarse. Parte de esas medidas las realizaría el computador; el resto lo haría él mismo manualmente.
Era ya mediodía al terminar todos los preparativos; entonces Tansis ordenó que comenzara la evacuación del aire. Ésta era una tarea para la cual las bombas no habían sido diseñadas, porque aunque era posible cierta ventilación en el diseño de la nave, la renovación total del aire era algo inimaginable. Pasaron cuatro horas antes de que el computador le indicara que se había alcanzado el límite de bombeo. Durante todo ese tiempo Tansis permaneció en su asiento de mando vigilando la pantalla conforme el computador iba controlando los sistemas de la nave.