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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (10 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
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Cuando los intrusos se retiraron, respiré profundamente con el fin de mantener la calma.

—¿Por qué me has dejado sola con ellos durante tres horas?

—Para que os conocierais.

—Deberías haberme explicado las instrucciones de uso. Pese a mis esfuerzos, no han dicho palabra.

—Les has parecido muy divertida. Estoy contento: mis amigos te aprecian y la velada ha sido genial.

Desanimada, opté por callarme.

El chico debió de comprender, ya que acabó por decirme:

—Anuncian un tifón para este fin de semana. Estamos a viernes, mis padres regresan el lunes. Si quieres, bajo las persianas y ya no las subo hasta el lunes. Hago una barricada en la puerta. Nadie entra, nadie sale.

El plan me sedujo. Rinri levantó el puente levadizo y pulsó el interruptor que activaba las persianas. El mundo exterior dejó de existir.

17

Tres días más tarde, la realidad recuperó sus derechos. Abrí de nuevo las ventanas y los ojos se me quedaron de par en par.

—Rinri, ven a ver.

El jardín estaba devastado. El árbol de los vecinos se había derrumbado sobre el tejado de la casa, al que le faltaban tejas. Una pequeña falla agrietaba la tierra.

—Parece que Godzilla nos ha hecho una visita —comenté.

—Creo que el tifón ha sido más fuerte de lo previsto. Sin duda ha habido un terremoto.

Miraba al chico reprimiendo las ganas de reír. Él mostró una sonrisa sobria y rápida. Aprecié que fuera tan poco presuntuoso.

—Vayamos a borrar el rastro de nuestro paso por el dormitorio de mis padres —se limitó a decir.

—Te ayudo.

—Vístete, mejor. Llegarán dentro de un cuarto de hora.

Mientras él limpiaba las cuadras de Augias, yo me puse el más ligero de mis vestidos: hacía un calor asfixiante.

Con una eficacia admirable, y en un tiempo récord, Rinri devolvió al lugar su aspecto original y estuvo a mi lado para recibir a su familia.

Pronunciábamos las fórmulas al uso inclinándonos cuando, gritando de risa, los abuelos y la madre me señalaron con el dedo. Muerta de vergüenza, me inspeccioné de pies a cabeza, preguntándome qué tenía de especial, pero no vi nada.

Los ancianos se habían acercado y tocaban la piel de mis piernas mientras gritaban:


Shiiroi ashi! Shiiroi ashi!

—Sí, mis piernas son blancas —balbuceé.

La madre sonrió e, irónicamente, me dijo:

—Aquí, cuando una chica lleva un vestido corto, se pone medias, sobre todo si sus piernas son tan pálidas.

—¿Medias con este calor? —exclamé.

—Sí, con este calor —respondió ella con voz afectada.

Educado, el padre cambió de tema de conversación mirando el jardín.

—Me esperaba que los destrozos fueran mayores. El tifón ha matado a decenas de personas en la costa. En Nagoya no hemos notado nada. ¿Y vosotros?

—Nada —dijo Rinri.

—Tú estás acostumbrado. Pero usted, Amélie, ¿no se ha asustado?

—No.

—Es usted una chica valiente.

Mientras la familia volvía a tomar posesión de sus penates, Rinri me acompañó a mi casa. A medida que nos alejábamos del castillo de hormigón, yo tenía la sensación de que me reencontraba con el mundo real. Durante siete días había vivido al margen del ruido de la ciudad, sin más vistas que un minúsculo jardín zen y un cuadro crepuscular de Nakagami. Había sido tratada como pocas princesas lo han sido. En comparación, Tokio me parecía familiar.

El tifón y el seísmo no habían dejado rastros perceptibles. Allí son algo corriente.

Las vacaciones habían terminado. Regresaba a mis clases de japonés.

18

Septiembre me puso bajo la advocación de los mosquitos. Mi sangre debía de gustarles, todos venían a mí. Rinri se percató del fenómeno y afirmó que era la mejor protección contra esa plaga de Egipto: mi compañía actuaba como un pararrayos.

Por más que me untaba de citronela o de ungüentos repulsivos, la atracción que ejercía sobre ellos ganaba la partida. Recuerdo noches agitadas en las que, además del tufo, tenía que soportar aquellos innumerables picotazos. El alcohol alcanforado no me aliviaba lo suficiente. Muy rápidamente, descubrí la única estrategia posible: la aceptación. Admitir las comezones, y sobre todo no rascarse.

A base de tolerar lo intolerable, la sensación acabó siendo gratificante: los picores asumidos terminaban por exaltar el alma e inocularme una heroica felicidad.

En Japón, para alejar a los mosquitos se suele quemar
katorisenko
: nunca supe de qué estaban hechas esas pequeñas y verdes espirales, cuya lenta combustión aleja los parásitos. También las encendí, aunque sólo fuera para disfrutar de la hermosa apariencia de aquel curioso incienso, pero mi poder de seducción era tan fuerte que los mosquitos no se dejaban disuadir por semejante minucia. Recibía la enorme carga de amor de aquella masa zumbadora con una resignación que, una vez superado el suplicio, se transformaba en indulgencia. La sangre me cosquilleaba de placer: en el fondo, hay un lado voluptuoso en lo que nos martiriza.

Gracias a aquella experiencia, entendí el sentido de los templos dedicados a los mosquitos que, diez años antes, había visto en la India: tabiques con trampillas en las que los fieles ofrecían su espalda a miles de picadas simultáneas. Siempre me había preguntado cómo los mosquitos podían ponerse las botas entre aquella promiscuidad, que superaba con creces la de la orgía, y también cómo se podía profesar semejante amor por aquellas divinidades con alas, hasta el extremo de ofrecerse y entregarse como lo hacían. Lo más fascinante seguía siendo imaginar la espalda hinchada a consecuencia de aquella bacanal de insectos.

Bien es cierto que yo nunca habría llegado a provocar ese martirio. Sin embargo, descubría que uno podía llegar a resignarse con entusiasmo. Finalmente, la palabra «desazón» se justificaba por sí sola: yo no ofrecía sazonar sino desazonar, mi sangre daba para que las bestias voladoras pudieran desazonar durante un banquete entero; a falta de otras alternativas, el festín era consentido.

Mi estoicismo se vio reforzado: no rascarse es una gran escuela para el alma. Y no por ello dejaba de resultar menos peligroso. Una noche, el veneno de los mosquitos me intoxicó el cerebro hasta tal extremo que, sin saber cómo, me encontré desnuda delante de mi casa a las dos de la madrugada. Milagrosamente, la callejuela estaba desierta y nadie me vio. Una vez recobrada la conciencia, regresé de inmediato a mi casa. Ser la amante de miles de insectos nipones tenía sus servidumbres.

En octubre el calor remitió. El otoño empezó en su esplendor más abusivo. Cuando me preguntan cuál es la mejor estación para visitar Japón, siempre respondo: octubre. En esa época del año, la perfección de la estética y del clima están aseguradas.

El arce nipón supera en hermosura al canadiense. Para halagar mis manos, Rinri recurría a la expresión tradicional:

—Tus manos tienen la perfección de la hoja de arce.

—¿En qué estación? —le interrogué preguntándome si era mejor tenerlas verdes, amarillas o rojas.

Me invitó a ir a su universidad, que no tenía nada especialmente prestigioso pero cuyos jardines bien merecían una visita. Me puse un vestido largo de terciopelo negro, hasta ese punto deseaba estar a la altura de las encantadoras estudiantes japonesas con las que, sin duda, me cruzaría.

—Parece que vayas a un baile —observó Rinri.

Aparte de once universidades famosas, en el país florecían miles de establecimientos tan indulgentes que les llamaban «las universidades de estación», ya que había tantas como estaciones, lo que es mucho decir en una tierra tan ferroviaria. Así pues, tuve la oportunidad de explorar una de ellas, en la que Rinri pasaba algunos años de vacaciones.

Era una lujosa colonia donde jóvenes ociosos mataban el tiempo. Las chicas lucían unos modelitos tan excéntricos que me convertí en invisible. Se desprendía de aquellos lugares una dulce atmósfera de balneario.

Entre los tres y los dieciocho años, los japoneses estudian como posesos. Entre los veinticinco años y la jubilación, trabajan como locos. Entre los dieciocho y los veinticinco años son perfectamente conscientes de estar viviendo un paréntesis único: se les concede la posibilidad de disfrutar plenamente. Incluso aquellos que han conseguido aprobar el terrible examen de ingreso en una de las once universidades serias pueden tomarse un respiro: sólo la selección inicial importaba realmente. Con razón de más, los que frecuentan una universidad de estación.

Rinri me instaló sobre un murete y se sentó a mi lado.

—Mira qué hermosa vista del metro aéreo. Es aquí donde vengo a soñar mientras lo observo.

Admiré educadamente la vista y dije:

—¿Y alguna vez vais a clase?

—Sí. Vamos.

—¿Clases de qué?

—Mmmm. Resulta difícil decirlo.

Me acompañó hasta un aula luminosa, con unos pocos estudiantes somnolientos.

—Clase de civilización —acabó por responder.

—¿Qué civilización?

Profunda reflexión.

—Americana.

—Creía que estudiabas francés.

—Sí. Es interesante, la civilización americana.

Entendí que la discusión se situaba fuera de los límites de la lógica.

Entró un profesor de mediana edad y se situó sobre el estrado. Si intento recordar su exposición, sólo me viene a la mente lo siguiente: habló de esto, de lo otro y de lo de más allá. Los estudiantes lo escuchaban sin decir ni mu. Mi presencia pareció indisponer al enseñante, que, al final de la clase, se acercó para decirme:

—No hablo inglés.

—Soy belga —respondí.

Aquello no pareció tranquilizarlo. Para él, Bélgica debía de ser uno de esos oscuros estados americanos de los que nadie hablaba jamás, como Maryland. Seguramente creyó que yo estaba allí para controlar sus informaciones, de ahí su desconfianza.

—Ha sido interesante —me dijo Rinri después de aquella clase indeterminable.

—Sí, ¿tienes otra clase, ahora?

—No —respondió, como si le pasmara la idea de que pudiera trabajar más.

Observé que no había entablado ninguna relación con otros jóvenes de la universidad.

—Para lo que les veo…

Siguió guiándome por el campus, me enseñó todos los lugares que gozaban de magníficas vistas del metro aéreo.

Esta mirada a sus estudios hizo que su tiempo libre me pareciera más nebuloso que antes. De raro, pasó a ser sospechoso.

Por la noche, cuando le preguntaba qué había hecho durante el día, me respondía que había estado ocupado. Imposible saber en qué. El colmo es que incluso él parecía ignorarlo.

Cuando la paranoia dejo de invadirme, comprendí que los años universitarios también eran los únicos durante los cuales los japoneses pueden permitirse el exquisito lujo de disipar sus jornadas. Sus vidas de escolares se han ceñido a programas tan estrictos, ocio incluido, y su vida laboral se verá sometida a tales obligaciones horarias, que el oasis de los estudios se dedica cuidadosamente a la vaguedad, a lo incierto, incluso a una suntuosa nada.

19

Rinri y yo teníamos una película fetiche:
Tampopo
, del cineasta Juzo Itami, que cuenta las aventuras de una joven viuda que recorre los bajos fondos japoneses buscando la mejor receta de sopa de fideos. Es una de las películas más divertidas, más paródicas y más deliciosas que existen.

La habíamos visto juntos muchas veces y, a menudo, intentábamos reproducir alguna de sus escenas.

Ir al cine en Tokio es una experiencia desconcertante. A priori, no difería demasiado de la europea o americana. La gente se instalaba en amplias y confortables salas, la sesión empezaba,
trailers
, anuncios, algunos iban al servicio, aunque para conservar su sitio dejaban ostensiblemente su cartera sobre el asiento. Supongo que, a su regreso, no faltaba ni un yen.

Ninguna mojigatería en la selección de películas, las cosas más crudas desfilaban por las pantallas sin precauciones ni avisos de no recomendadas: los japoneses no son gazmoños. Sin embargo, cuando una mujer aparecía desnuda, su pubis se ocultaba con una nube: mientras que el sexo no causaba ningún inconveniente, las pilosidades indisponían.

Las reacciones del público eran una fuente de sorpresas. Una sala proyectaba
Ben Hur
: a mi pasión por los péplums se añadió la curiosidad de volver a ver uno en Tokio. Iría con Rinri. Los diálogos entre Ben Hur y Mesala, subtitulados en japonés, me encantaban —pensándolo bien, no eran más absurdos en nipón que en americano—. Una de las escenas muestra el nacimiento de Cristo con, en el cielo, luces divinas que atraen a los Reyes Magos. Detrás de mí, oí a una familia maravillada que gritaba: «¡OVNI! ¡OVNI!». Aparentemente, la intervención de ovnis en ese mundo judeo-romano no les perturbaba lo más mínimo.

Rinri me llevó a ver una vieja película de guerra,
Tora! Tora! Tora!
Era una pequeña sala excéntrica, el público no era convencional. Eso no impidió que, en la famosa escena del bombardeo de Pearl Harbour por el ejército nipón, la mayoría de los espectadores aplaudiera. Le pregunté a Rinri por qué había querido que viera aquello.

—Es una de las películas de ficción más poéticas que conozco —me respondió con la mayor seriedad del mundo.

No insistí. Este chico nunca se cansaba de desorientarme.

En noviembre llegó a las carteleras de Tokio la película
Las amistades peligrosas
, del inglés Stephen Frears. La adaptación de una de mis novelas preferidas por uno de mis cineastas preferidos era motivo más que suficiente para atraerme. Rinri no había leído el libro e ignoraba de qué trataba. La noche del estreno, la sala estaba llena. El público de Tokio, al que tan a menudo había oído morirse de risa en las películas violentas, se quedó pasmado de horror ante la marquesa de Merteuil. Por mi parte, yo sentí tal exultación de principio a fin que me resultó muy difícil reprimir un grito de éxtasis. Era demasiado buena.

Al abandonar la sala, colmada de entusiasmo, me di cuenta de que Rinri estaba llorando. Le interrogué con la mirada.

—Pobre mujer… Pobre mujer… —repetía entre gemidos.

—¿Cuál?

—La buena.

Y entonces comprendí el fenómeno: Rinri se había pasado toda la película identificándose con Madame de Tourvel. No me atreví a preguntarle por qué: me asustaba demasiado su respuesta. Intenté sacarle de su delirante encarnación.

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