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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (5 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
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—A los cinco años supe que no era lo bastante inteligente.

—Es falso. A los cinco años supiste que no habías sido seleccionado.

—Sentí que mi padre pensaba: «No pasa nada. Es mi hijo, ya ocupará mi lugar». Mi vergüenza empezó entonces y todavía dura.

Lo abracé contra mí, murmurando palabras de consuelo, asegurándole que era inteligente. Lloró durante mucho rato y luego se quedó dormido.

Fui a contemplar la noche sobre una ciudad en la que, cada año, la mayoría de los niños de cinco años se enteraban de que habían fracasado en la vida. Me pareció escuchar conciertos de lágrimas contenidas.

Rinri salía adelante siendo el hijo de su padre: era un modo de compensar un sufrimiento por una vergüenza. Pero los demás, los que fracasaban en las pruebas, sabían desde su más tierna edad que, en el mejor de los casos, se convertirían en carne de empresa, como hubo carne de cañón. Y luego se sorprenden de que tantos adolescentes japoneses se suiciden.

9

Christine no regresaría hasta pasadas tres semanas. Le propuse a Rinri que aprovecháramos al máximo el apartamento. Cuando ella regresara, ya proseguiríamos con la partida de
monofily
. Al joven le encantó mi sugerencia.

En amor, como en todo, la infraestructura resulta esencial. Mirando el cuartel de Ichigaya por el ventanal, le pregunté a Rinri si le gustaba Mishima.

—Es fantástico —dijo.

—Me sorprendes. Algunos europeos me han asegurado que era un escritor que gustaba sobre todo a los extranjeros.

—A los japoneses no les gusta demasiado su personalidad. Pero su obra es sublime. Tus amigos europeos te han contado algo un poco extraño, ya que es sobre todo en japonés cuando es hermoso. Sus frases son pura música. ¿Cómo traducir algo así?

Aquella declaración me llenó de alegría. Como descifrar los ideogramas me habría tomado un poco de tiempo, le rogué que me leyera a Mishima en voz alta y en versión original. Aceptó de buena gana y me estremecí al escucharle decirme
Kinjiki
. Estaba muy lejos de comprenderlo todo, empezando por el título.

—¿Por qué los «colores prohibidos»?

—En japonés color puede ser sinónimo de amor.

Durante mucho tiempo, la homosexualidad estuvo prohibida por la ley nipona. Por muy deliciosa que fuera aquella equivalencia entre color y amor, Rinri estaba abordando un tema delicado. Yo no hablaba jamás de amor. Él sacaba el tema a menudo y yo me las apañaba para cambiar de tema. Por la ventana, observábamos con prismáticos la floración de los cerezos de Japón.

—La costumbre mandaría que te cantara canciones bebiendo sake bajo los cerezos en flor, de noche.

—¿A que no?

Bajo el cerezo más cercano, Rinri me cantó breves melodías. Me reí, él se picó:

—Pienso lo que canto.

Me tomé el sake de un trago para librarme de mi incomodidad. Aquellos brotes resultaban peligrosos, pues exaltaban el sentimentalismo del muchacho.

De regreso al apartamento tecnológico, creía encontrarme en lugar seguro. Error: me tocó escuchar palabras de amor del tamaño del edificio. Las escuché con valentía y me mantuve callada. Afortunadamente, el joven aceptó mi silencio.

Le quería mucho. Y eso no puedes decírselo a tu novio. Lástima. Por mi parte, quererlo mucho significaba mucho.

Me hacía feliz.

Siempre me alegraba de verlo. Sentía por él amistad y ternura. Cuando no estábamos juntos, lo echaba de menos. Así era la ecuación de mi sentimiento hacia él y aquella historia me parecía maravillosa.

Por eso mismo temía declaraciones que habrían exigido respuestas o, peor aún, reciprocidad. En semejante registro, mentir constituye un suplicio. Descubrí que mi miedo era infundado. Rinri sólo esperaba de mí que lo escuchara. ¡Cuánta razón tenía! Escuchar a alguien es lo más. Y yo le escuchaba con fervor.

Lo que sentía por aquel muchacho no se correspondía con ninguna palabra del francés moderno, pero en japonés el término adecuado era
koi
. En francés clásico,
koi
puede traducirse por gusto. Sentía gusto por él. Era mi
koibito
, aquel con el que compartía el
koi
: su compañía era de mi gusto.

En japonés moderno, todas las parejas casadas califican a su pareja de
koibito
. Un pudor visceral destierra la palabra amor. Salvo accidente o ataque de delirio pasional, nunca se emplea esa inmensa palabra, que se reserva para la literatura o cosas así. Había tenido que tocarme el único nipón que no despreciaba ni ese vocabulario ni los modales ad hoc. Pero me tranquilizaba pensando que el exotismo lingüístico debía de haber contribuido en gran medida a semejante rareza. También ayudaba el hecho de que las declaraciones de Rinri dirigidas a una francófona fueran enunciadas ora en francés, ora en japonés: sin duda, la lengua francesa representaba ese territorio a la vez prestigioso y licencioso en el que uno podía encanallarse con sentimientos inconfesables.

El amor es un impulso tan francés que algunos lo consideran un invento nacional. Sin llegar a ese extremo, admito que hay en esta lengua un genio amoroso. Quizás podría considerarse que Rinri y yo, cada uno a su manera, nos habíamos contagiado de la inclinación típica del idioma del otro: él jugaba al amor, embriagado por la novedad, y yo me deleitaba de
koi
. Lo que demostraba hasta qué punto estábamos admirablemente abiertos a la cultura del otro.

Koi
sólo tenía un defecto: su nombre, que lo convertía en homónimo de carpa, el único animal que, desde siempre, me había inspirado repulsión. Afortunadamente, esa coincidencia no iba acompañada de ningún otro parecido: por más que en Japón las carpas simbolizan a los chicos, el sentimiento que experimentaba por Rinri no me hacía pensar en absoluto en ese fangoso y enorme pez de boca inmunda.
Koi
, por el contrario, me encantaba por su levedad, su fluidez, su frescura y su ausencia de seriedad.
Koi
era elegante, lúdico, divertido, civilizado. Uno de los encantos de
koi
consistía en parodiar el amor: recuperabas algunas de sus actitudes, no tanto para denunciar como por el puro placer de la diversión.

Sin embargo, me esforzaba en disimular mi hilaridad con el fin de no herir los sentimientos de Rinri; la falta de humor del amor es notoria. Sospechaba que él sabía que mis sentimientos hacia él se correspondían más con
koi
que con
ai
—una palabra tan hermosa que a veces lamentaba no tener que utilizarla—. Si eso no le entristeció, sin duda fue por conciencia inaugural: debía de comprender que él era mi primer
koi
, en la misma medida en la que yo era su primer amor. Pues aunque había experimentando el ardor en numerosas ocasiones, hasta entonces nunca había sentido gusto por nadie.

Entre esas dos palabras,
koi
y
ai
, no existe variación de intensidad pero sí una incompatibilidad esencial. ¿Acaso puede uno enamorarse de alguien por quien siente gusto? Impensable. Uno se enamora de aquellos a los que no soporta, de aquellos que representan un peligro insostenible. Schopenhauer ve en el amor una artimaña del instinto de procreación: no tengo palabras para expresar el horror que me inspira semejante teoría. En el amor, veo una artimaña de mi instinto para no asesinar al otro: cuando siento la necesidad de matar a una persona en concreto, ocurre que un misterioso mecanismo — ¿reflejo inmunitario?, ¿fantasía de inocencia?, ¿miedo a ir a la cárcel?— me hace cristalizar alrededor de dicha persona. Y así es como, que yo sepa, todavía no cuento con ningún asesinato en mi columna de activos.

¿Matar a Rinri? ¡Qué idea más atroz y, sobre todo, absurda! ¡Matar a un ser tan agradable y que sólo despertaba lo mejor de mí misma! De hecho, no lo maté, lo cual demuestra que no era necesario.

No resulta irrelevante que escriba una historia en la que nadie necesita machacar a nadie. En eso deben consistir las historias de
koi
.

10

Era Rinri quien preparaba las comidas. Cocinaba mal, pero mejor que yo, al igual que el resto de la humanidad. Habría sido una lástima que el suntuoso electrodoméstico de Christine no sirviera para nada. Sirvió para preparar sospechosos platos de pasta que él denominaba
carbonara
: su interpretación de esa receta clásica consistía en incorporar, en grandes cantidades, todas las variedades de materias grasas catalogadas en el planeta en 1989. Como todo el mundo sabe, los japoneses practican una cocina ligera. Aquí, pues, y una vez más, tampoco excluyo la hipótesis de haber servido de excusa para un desahogo cultural.

En lugar de señalarle que aquello resultaba intragable, le hablé de mi pasión por los
sashimis
y los
sushis
. Hizo una mueca.

—¿No te gustan? —le pregunté.

—Sí, sí —me respondió con educación.

—Deben de ser difíciles de preparar.

—Sí.

—Podría comprar en una tienda de comidas preparadas.

—¿De verdad te apetece?

—¿Por qué dices que te gusta si en realidad no te gusta?

—Me gusta. Pero cuando como eso, tengo la sensación de estar en una cena familiar, con mis abuelos.

No era un argumento despreciable.

—Además, cuando como esos platos con ellos, se pasan el rato declarando que es bueno para la salud. Resulta molesto —añadió.

—Comprendo. Y eso te despierta las ganas de comer cosas nocivas para la salud, como los espaguetis carbonara —dije.

—¿Son malos para la salud?

—Tu versión lo es, sin duda.

—Por eso mismo resulta deliciosa.

Pedirle que cocinara algo distinto iba a resultar aún más difícil.

—¿Y si volviera a hacernos la fondue? —propuso.

—No.

—¿No te gustó?

—Sí, pero se trata de un recuerdo demasiado especial. Volver a hacerlo sólo podría decepcionarnos.

Uf. Había encontrado una excusa educada.

—¿Y el
okonomiyaki
que compartimos en casa de tus amigos?

—Sí, es fácil.

Salvada. Se convirtió en nuestro plato fetiche. La nevera se llenó permanentemente de gambas, huevos, col y jengibre. Un tetrabrik de salsa de ciruelas se hizo dueño y señor de la mesa.

—¿Dónde compras esta salsa tan buena? —le pregunté.

—En mi casa siempre tenemos. Mis padres la trajeron de Hiroshima.

—Lo cual significa que, cuando se acabe, será necesario volver a por más.

—Nunca he ido.

—Mejor así. No has visto nada en Hiroshima, nada.

—¿Por qué lo dices?

Le conté que estaba parodiando un clásico del cine literario francés.

—No he visto esa película —se indignó.

—Puedes leer el libro.

—¿Cuál es el argumento?

—Prefiero no contártelo y dejar que lo descubras.

11

Cuando estábamos juntos, no salíamos nunca. El regreso de Christine se acercaba a pasos agigantados, y la idea de abandonar el apartamento, que tan importante había sido en nuestra relación, nos producía auténtico terror.

—Podríamos poner una barricada en la puerta —sugerí.

—¿Lo harías? —dijo él con asustada admiración.

Me gustaba que me creyera capaz de cometer malas acciones.

Nos pasábamos horas en el cuarto de baño. La bañera tenía las dimensiones de una ballena hueca con el respiradero dirigido hacia el interior.

Respetuoso con la tradición, Rinri se limpiaba de arriba abajo en el lavabo antes de entrar en el baño: uno no debe mancillar el agua de una honorable bañera. No podía rendirme a una costumbre que me parecía tan absurda. Era como poner platos limpios en un lavavajillas.

Le expuse mi punto de vista.

—Quizás tengas razón —me dijo—, pero soy incapaz de comportarme de otro modo. Profanar el agua del baño es superior a mis fuerzas.

—Mientras que proferir blasfemias sobre la alimentación japonesa no te plantea ningún problema.

—Es lo que hay.

Tenía razón. Cada uno tiene sus baluartes reaccionarios, eso no tiene explicación.

A veces me parecía que el baño-ballena se movía y arrastraba a sus ocupantes hacia el fondo del mar.

—¿Conoces la historia de Jonás? —pregunté.

—No hables de ballenas. Si lo haces, vamos a discutir.

—¿No me digas que eres uno de esos nipones que se las comen?

—Sé que está mal. Pero no es culpa mía que estén tan buenas.

—Las he probado ¡y son infectas!

—¿Lo ves? Si te hubiera gustado, nuestras costumbres no te parecerían tan chocantes.

—¡Pero las ballenas están en vías de extinción!

—Lo sé. Hacemos mal. ¿Qué quieres que te diga? Cuando pienso en el sabor de esa carne, salivo. No puedo evitarlo.

No era el japonés típico. Por ejemplo, había viajado muchísimo, pero siempre solo y sin cámara de fotos.

—Son cosas que no cuento a los demás. Si mis padres hubieran sabido que me marchaba solo, se habrían preocupado.

—¿Habrían pensado que estabas en peligro?

—No. Se habrían preocupado por mi salud mental. Aquí, que te guste viajar sin compañía es pasar por loco. En nuestra lengua, la palabra «solo» contiene una idea de desesperación.

—Sin embargo, en tu país hay eremitas famosos.

—Exacto. Se considera que, para amar la soledad, hay que ser bonzo.

—¿Por qué tus compatriotas nunca se agrupan tanto como en el extranjero?

—Les gusta ver a personas diferentes y, al mismo tiempo, sentirse seguros junto a sus semejantes.

—¿Y esa necesidad de fotografiarlo todo?

—No lo sé. Me pone nervioso, y más aún sabiendo que todos hacen las mismas fotografías. Quizás sea para demostrarse a sí mismos que no lo han soñado.

—Nunca te he visto con una cámara.

—No tengo.

—Tú que tienes todos los aparatos existentes, incluso un infiernillo para comer fondue suiza en una nave espacial, ¿no tienes cámara?

—No. No me interesa.

—Menudo Rinri.

Me preguntó por el sentido de esa expresión. Se lo expliqué. Le pareció tan extraño que, fascinado, empezó a repetir veinte veces al día: «Menuda Amélie».

Una tarde, se puso a llover bruscamente, y luego a granizar. Contemplaba el espectáculo por la ventana del edificio comentando:

—Mira, en Japón también hay aguaceros.

Detrás de mí escuché el eco de su voz que repetía:

—Aguacero.

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