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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (3 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
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Sensei! Sensei!
—chillaron los ancianos, con cara de estar pensando que yo tenía tanto aspecto de profesora como de trombón de varas.

—Señora, señor, buenos días…

Cualquiera de mis palabras, de mis gestos, los hacía reír hasta la demencia. Hacían muecas, daban palmadas en la espalda de su nieto, luego en la mía, bebían té de mi taza. La vieja tocó mi frente y gritó: «¡Qué blanca es!», y se derrumbó de risa, imitada por su marido.

Rinri los miraba sonriendo, sin abandonar su parsimonia. Pensé que quizás sufrían demencia senil y que resultaba admirable que aquellas personas mantuvieran en su casa a aquellos chiflados vejestorios. Tras un intermedio de unos diez minutos, mi alumno se inclinó ante sus antepasados y les rogó que regresaran a sus habitaciones para descansar, ya que tanto ejercicio debía de haberles agotado.

Los horribles ancianos acabaron por obedecer, no sin antes haberse burlado copiosamente de mí.

Yo no entendía todo lo que decían, pero lo esencial no me pasaba por alto. Cuando desaparecieron, miré al joven con interrogantes en mi mirada. Él, sin embargo, no dijo nada.

—Sus abuelos son… peculiares —observé.

—Son viejos —respondió el joven con sobriedad.

—¿Les ha ocurrido algo? —insistí.

—Han envejecido.

De allí no salíamos. Cambiar de tema constituyó toda una hazaña. Al detectar la presencia de una cadena Bang & Olufsen, le pregunté qué música escuchaba. Me habló de Ryuichi Sakamoto. De una cosa a otra, llegamos al final de una clase que me afectó más que cualquier otra. Cuando recibí el sobre, pensé que me lo había ganado. Me llevó a mi casa sin decir palabra.

Me informé y me enteré de que, en Japón, esos fenómenos son corrientes. En un país en el que la gente debe comportarse correctamente toda su vida, suele ocurrir que se les crucen los cables al llegar a la vejez y que se permitan actitudes de lo más insensatas, lo cual no impide que, conforme a la tradición, sus familias se hagan cargo de ellos.

Aquello me parecía heroico. Aunque, de noche, me asaltaron pesadillas en las que los abuelos de Rinri me tiraban del pelo y me pellizcaban las mejillas partiéndose de risa.

5

Cuando el inmaculado Mercedes volvió a ofrecerme su hospitalidad, dudé en subir.

—¿Vamos a su casa?

—Sí.

—¿No teme molestar a sus padres y, sobre todo, a sus abuelos?

—No. Están de viaje.

Condujo sin decir nada. Me gustaba que pudiéramos prescindir de la charla hasta ese punto sin que surgiese el menor atisbo de incomodidad. Eso me permitía observar mejor la ciudad y, de vez en cuando, el perfil increíblemente inmóvil de mi alumno.

En su casa, me preparó té verde, aunque él tomó una Coca-Cola, un detalle que me hizo gracia, ya que ni siquiera me preguntó qué deseaba. Se daba por sentado que una extranjera se regocijaría con ese refinamiento japonés mientras que él estaba hasta la coronilla de las japonesadas.

—¿Dónde está su familia?

—En Nagoya. Es la ciudad de mis abuelos.

—¿Usted va allí?

—No, es un lugar aburrido.

Apreciaba sus respuestas sin rodeos. Me enteré de que se trataba de los padres de la señora. Sus abuelos paternos ya no estaban entre nosotros, noticia que me alivió: en esa esfera, pues, sólo había dos monstruos.

Por curiosidad, me atreví a pedirle que me enseñara la casa. No le pareció mal y me guió por un laberinto de habitaciones y escaleras. La cocina y los baños valían su peso en informática. Las habitaciones eran bastante sencillas, sobre todo la suya: una cama rudimentaria rodeada por una biblioteca. Miré los títulos: las obras completas de Kaiko Takeshi, su escritor preferido, y también Stendhal y Sartre. Sabía que este último era adorado por los japoneses, a los que les parecía enloquecidamente exótico: sentir la náusea frente a un guijarro erosionado por el mar constituía una actitud tan opuesta al comportamiento nipón que ese autor provocaba en ellos la fascinación que todo lo extraño suscita.

La presencia de Stendhal me encantó y me sorprendió todavía más. Le confesé que era uno de mis dioses. Noté que le encantaba. Le vi sonreír como nunca.

—Es una delicia —dijo.

Tenía razón.

—Es usted un buen lector.

—Creo que me he pasado la vida en esta cama, leyendo.

Observé aquel futón con emoción, imaginando a mi alumno, que había permanecido allí durante años, con un libro en la mano.

—Ha progresado usted mucho en francés —observé.

Señaló hacia mí abriendo la mano, a modo de explicación.

—No, yo no soy tan buena profesora. Es gracias a usted.

Se encogió de hombros.

De regreso, divisó sobre un museo un cartel ilegible para mí.

—¿Le gustaría visitar esa exposición? —me preguntó.

¿Me apetecía ver una exposición de la que lo ignoraba todo? Sí.

—Pasaré a recogerla mañana por la tarde —dijo.

Me atraía la idea de no saber si iba a ver pintura, escultura o una retrospectiva de cachivaches varios. Uno siempre debería acudir a las exposiciones así, por azar, con absoluta ignorancia. Alguien desea mostrarnos algo: eso es lo único que importa.

La tarde del día siguiente, seguía sin comprender cuál era el tema de la exposición. Había cuadros probablemente modernos, pero no estaba segura; bajorrelieves de los que habría sido incapaz de comentar nada. Muy rápidamente, supe que el espectáculo estaba en la sala. Lo que más me fascinaba era ese público tokiota deteniéndose respetuosamente ante cada obra y observándola durante largo rato con la más absoluta seriedad.

Rinri hacía lo mismo que ellos. Acabé por preguntarle:

—¿Le gusta?

—No lo sé.

—¿Le interesa?

—No demasiado.

Me puse a reír. La gente me miró, molesta.

—¿Y qué ocurriría si le interesara?

No entendió mi pregunta. No insistí.

Al salir del museo, alguien repartía prospectos. Era incapaz de descifrarlos, pero me encantaba el celo con el que cada persona aceptaba el papel y lo leía. Rinri debía de haber olvidado que no dominaba casi nada los ideogramas, ya que, después de haber leído su prospecto, me preguntó, mostrándomelo, si deseaba ir
allí
. Nada resulta más irresistible que un allí, que nos remite a algo desconocido. Acepté con entusiasmo.

—Entonces pasaré a recogerla pasado mañana por la tarde —dijo.

Me sentía exultante ante la idea de no saber si iríamos a una manifestación contra las nucleares, a un vídeo-happening o a un espectáculo de Butoh. El código indumentario resultaba imposible de determinar, así que me vestí del modo más neutro posible. Aposté a que Rinri llevaría su atuendo habitual. De hecho, iba disfrazado de sí mismo cuando me llevó a lo que resultó ser el cóctel de inauguración de una exposición.

Era de un artista japonés cuyo nombre me he tomado la molestia de olvidar. Sus cuadros me parecieron de un aburrimiento que desafiaba cualquier competencia, aunque eso no impedía que los asistentes se comportaran ante cada obra con el admirable respeto y la sublime paciencia que tanto los caracterizan. Una velada así me habría reconciliado con la especie humana si el pintor no hubiera estado dolorosamente presente. Por lo odioso que resultó ser, me parecía difícil creer que aquel hombre de aproximadamente cincuenta y cinco años perteneciera al mismo pueblo. Numerosas personas se acercaban a felicitarle, incluso a comprarle uno o varios cuadros atrozmente caros. Entonces él trataba con suficiencia a aquellos seres a los que, a todas luces, consideraba un mal necesario. No pude evitar la tentación de acercarme a charlar con él.

—Perdóneme, no consigo entender su pintura. ¿Podría explicármela?

—No hay nada que entender, nada que explicar —respondió con desagrado—. Sólo hay que sentirla.

—Es que, precisamente, no siento nada.

—Peor para usted.

No hizo falta que me dijera nada más. Superado el primer impacto, me pareció que su discurso era coherente. De aquella inauguración, saqué una enseñanza que, como es lógico, nunca me ha servido: y es que si un día me convertía en artista, con o sin talento, expondría en Japón. El público nipón es el mejor del mundo y, además, compra. Incluso con independencia del dinero, ¡qué hermoso debe de resultar, para un creador, ver que su obra es observada con tanta atención!

6

En la siguiente clase, Rinri me rogó que abordáramos la cuestión del trato de usted. Me sorprendió que este punto se le resistiera a un usuario del idioma que mayor complejidad demuestra en materia de cortesía.

—Sí —dijo él—. Pero, por ejemplo, nosotros nos tratamos de usted. ¿Por qué?

—Porque soy su profesora.

Aceptó mi explicación sin rechistar. Reflexioné y añadí:

—Si eso le plantea un problema, podemos decidir tutearnos.

—No, no —dijo, muy respetuoso con lo que él pareció tomar por una costumbre.

Orienté la clase hacia consideraciones más ordinarias. Al final, al entregarme el sobre, me preguntó si podía venir a buscarme el sábado por la tarde.

—¿Para ir adónde? —le pregunté.

—A jugar.

La respuesta me encantó y acepté.

Por mi parte, yo también seguía con mis clases y progresaba en japonés tanto como podía. No tardé en conseguir que me miraran mal. Cada vez que un detalle me intrigaba, levantaba la mano. Los distintos profesores casi sufrían un ataque cardiaco cada vez que me veían levantar las falanges hacia el cielo. Yo creía que se callaban para dejarme hablar y, con atrevimiento, planteaba mi pregunta, a la que respondían de un modo extrañamente insatisfactorio.

La cosa duró hasta el día en el que, al observar mi gesto habitual, uno de los profesores empezó a gritarme con una excepcional violencia:

—¡Basta ya!

Me quedé paralizada, mientras los demás alumnos me miraban fijamente.

Después de la clase, fui a excusarme ante el profesor, sobre todo para saber qué crimen había cometido.

—No se le hacen preguntas al
Sensei
—me riñó el profesor.

—¿Y si uno no entiende algo?

—¡Lo entiende y punto!

Entonces supe por qué cojeaba la enseñanza de idiomas en Japón.

También viví el episodio en el que cada uno tuvo que representar a su país. Cuando llegó mi turno, tuve la clara impresión de que me había tocado en suerte una difícil papeleta. Todos habían hablado de países conocidos. Fui la única que tuvo que precisar en qué continente se situaba su nación. Acabé lamentando la presencia de los estudiantes alemanes, sin los cuales hubiera podido alegar cualquier cosa, enseñar en el mapa una isla perdida en Oceanía, evocar nuestras costumbres más bárbaras, como la de hacer preguntas a los profesores. Sin embargo, tuve que ceñirme a la exposición clásica, durante la cual vi cómo los estudiantes singapurenses se mondaban los dientes de oro con un entusiasmo que me desoló.

El sábado por la tarde, el Mercedes me pareció aún más blanco que de costumbre.

Me enteré de que íbamos a Hakone. Como lo ignoraba todo de aquel lugar, reclamé un plus de información. Después de enredarse un poco, Rinri dijo que ya lo vería. El camino me pareció interminable, jalonado por numerosos peajes.

Finalmente, acabamos por llegar a un inmenso lago rodeado de colinas y pintorescos
tori
. Allí se hacían pequeñas excursiones en barco y en patín de pedales. Este último detalle me dio risa. Hakone era el paseo de los domingos de los tokiotas lamartinianos.

Circulamos sobre las olas en una especie de ferry. Me deleitaba con el espectáculo de las familias japonesas admirando el lugar mientras le secaban los mocos al niño recién nacido, de las parejas de novios disfrazados de novios, cogiditos de la mano.

—¿Ya ha traído aquí a su novia? —pregunté.

—No tengo novia.

—¿En el pasado, ha tenido?

—Sí. Pero no la traje aquí.

Así pues, yo era la primera en gozar de semejante honor. Debía de ser porque era extranjera.

En el barco, un altavoz difundía canciones empalagosas. Hicimos una escala cerca de un
tori
: bajamos y realizamos un recorrido señalizado y poético. Las parejas se detenían en los lugares previstos a tal efecto y, con emoción, contemplaban la vista sobre el lago a través de los
tori
. Los niños chillaban, como si quisieran prevenir a los enamorados del porvenir de tanto romanticismo. Yo me divertía de lo lindo.

Después de aquella expedición naval, Rinri me ofreció un
kori
: me encantaban esos dulces de hielo triturado regado con un sirope de té de ceremonia. No había vuelto a tomarlos desde mi infancia. Al morderlo, sentías su crujido entre los dientes.

Durante el trayecto de regreso, me pregunté por qué razón aquel chico me había llevado a Hakone. Sí, estaba encantada con aquella excursión típica, pero él, ¿por qué había querido enseñarme aquello? Sin duda me hacía demasiadas preguntas. Más aún que los demás pueblos de la tierra, los japoneses hacían las cosas simplemente porque sí. Y estaba bien así.

7

Notaba que Rinri esperaba que le invitara a mi casa. Habría sido la mínima de las cortesías: yo había estado en la suya muchas veces.

Sin embargo, me negaba obstinadamente a hacerlo. Llevar a alguien a mi casa siempre ha constituido una prueba terrible para mí. Por definición, y por motivos que no alcanzo a comprender, mi casa no es un lugar frecuentable.

Desde que me independicé, un lugar habitado por mí se parece, de entrada, a un trastero ocupado por refugiados políticos dispuestos a salir por piernas a la mínima redada policial.

A principios de marzo, recibí una llamada de Christine. Se marchaba un mes a Bélgica para visitar a su madre y, como favor, me pedía que durante su ausencia ocupara su apartamento para regarle las plantas. Acepté y pasé a visitar la casa. No di crédito: vivía en la vanguardia punta de la vivienda tokiota, un sublime apartamento en un edificio del futuro, con vistas a otros rascacielos futuristas. Boquiabierta, escuchaba cómo Christine me explicaba el funcionamiento de aquella maravilla, en la que todo estaba informatizado. Las plantas parecían vestigios de la prehistoria, cuyo único objetivo era servirme de pretexto para, durante un mes, vivir en aquel palacio.

Esperé con impaciencia la marcha de Christine y me trasladé a aquella base interplanetaria. No había duda: aquello no era mi casa. En cada habitación, un mando a distancia permitía programar la música, pero también la temperatura y lo que ocurría en la habitación contigua. Tumbada en la cama, podía cocinar alimentos en el microondas, poner la lavadora en marcha y bajar las persianas del salón.

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