Read Ni de Eva ni de Adán Online

Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (2 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
5.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Las dos son belgas? —preguntó Hara.

—Sí —sonrió Christine—. Hablan ustedes muy bien francés.

—Gracias a Amélie, que es mi…

En ese momento, interrumpí a Rinri para decir:

—Hara y Rinri estudian francés en la universidad.

—Sí, pero nada mejor que las clases particulares para aprender, ¿verdad?

La actitud de Christine me crispaba, aunque no tenía la suficiente intimidad con ella para contarle la verdad.

—¿Dónde conoció a Amélie? —le preguntó a Rinri.

—En el supermercado Azabu.

—¡Qué divertido!

Lo peor había pasado: pudo haber respondido que fue a través de un anuncio.

La camarera se acercó para tomar nota a los recién llegados. Christine miró su reloj y comentó que su cita de trabajo estaba a punto de llegar. En el momento de marcharse, se dirigió a mí en neerlandés:

—Es guapo, me alegro por ti.

Cuando se hubo marchado, Hara me preguntó si había hablado belga. Asentí para evitar tener que dar una larga explicación.

—Hablan ustedes muy bien francés —dijo Rinri con admiración.

«Otro malentendido», pensé con agobio.

Ya no me quedaba energía y les rogué a Hara y a Rinri que conversaran en francés, limitándome a rectificar las faltas más incomprensibles. Me sorprendió lo que tenían que decirse:

—Si el sábado vienes a casa, trae la salsa de Hiroshima.

—¿Sabes si Yasu jugará con nosotros?

—No, juega en casa de Minami.

Me habría gustado saber a qué jugaban. Se lo pregunté a Hara, cuya respuesta no me iluminó más que la de mi alumno durante la clase anterior.

—El sábado venga usted también a jugar a mi casa —dijo Hara.

Estaba segura de que me invitaba por cortesía. Sin embargo, me moría de ganas de aceptar. Por miedo a que mi presencia incomodara a mi alumno, tanteé el terreno:

—No conozco Tokio, podría perderme.

—Pasaré a recogerla —propuso Rinri.

Tranquilizada, le di las gracias a Hara con entusiasmo. Cuando Rinri me tendió el sobre que contenía mi paga, me sentí todavía más incómoda que la vez anterior. Apacigüé mi conciencia decidiendo dedicar aquel dinero a la compra de un regalo para mi anfitrión.

3

El sábado por la tarde vi llegar ante mi casa un suntuoso Mercedes blanco, tan limpio que resplandecía bajo el sol. Mientras me acercaba, la puerta se abrió automáticamente. El conductor era mi alumno.

Mientras circulaba por Tokio, me pregunté si el oficio de su padre no escondía su pertenencia a la Yakusa, ya que ése era el típico vehículo de la organización. Guardé mis interrogantes para mí. Rinri conducía sin decir nada, concentrado en el intenso tráfico.

De reojo, yo observaba su perfil, recordando los comentarios holandeses de Christine. Nunca se me habría ocurrido encontrarlo guapo si mi compatriota no me lo hubiera dicho. De hecho, no estaba segura de que lo fuera. Pero, de cerca, la firmeza de su nuca afeitada y la absoluta inmovilidad de sus rasgos no dejaban de transmitir una impresionante sensación de distinción.

Era la tercera vez que lo veía. Siempre vestía igual: tejanos azules, una camiseta blanca y cazadora negra de ante. Como calzado, zapatillas de cosmonauta. Me asombraba su delgadez.

Un coche hizo una escandalosa maniobra de adelantamiento. No contento con la infracción, el conductor bajó y colmó a Rinri de improperios. Mi alumno, muy tranquilo, se excusó sentidamente. El patán se marchó.

—¡Pero si no tenía razón! —exclamé.

—Es cierto —dijo Rinri con parsimonia.

—¿Entonces por qué se ha excusado?

—No conozco la palabra francesa.

—Dígalo en japonés.


Kankokujin.

Coreano. Había entendido. Sonreí interiormente ante el educado fatalismo de mi alumno.

Hara vivía en un apartamento microscópico. Su amigo le entregó un enorme cartón de salsa de Hiroshima. Me sentí idiota con mi pack de cerveza belga que, sin embargo, fue recibido con sincera curiosidad.

Estaban un tal Masa, que cortaba col en láminas, y una joven americana llamada Amy. Su presencia nos obligó a hablar en inglés, lo que la convirtió en odiosa para mí. Me desagradó todavía más cuando adiviné que la habían invitado con la esperanza de hacer que me sintiera más cómoda. Como si ser la única occidental fuera a suponer un problema para mí.

Amy consideró oportuno contarnos hasta qué punto sufría su exilio. ¿Lo que más echaba de menos?
La peanut butter
, dijo, aparentemente en serio. Todas sus frases empezaban por «
In Portland…
». Los tres jóvenes la escuchaban educadamente cuando, con toda evidencia, ignoraban en qué costa americana estaba situado aquel pueblucho y les importaba un bledo. En cuanto a mí, odiaba el antiamericanismo primario y pensaba que prohibirme odiar a aquella chica por semejante motivo constituiría una forma inmunda de antiamericanismo primario: me dejé llevar, pues, por una execración natural.

Rinri pelaba jengibre, Hara pelaba gambas, Masa había acabado de atomizar la col. Añadí en mi cabeza todos aquellos ingredientes a la salsa de Hiroshima e, interrumpiendo a Amy en medio de una frase sobre Portland, exclamé:

—¡Vamos a comer
okonomiyaki
!

—¿Sabe qué es? —se sorprendió mi anfitrión.

—¡Era mi plato preferido cuando vivía en Kansai!

—¿Ha vivido en Kansai? —preguntó Hara.

Rinri no le había contado nada. ¿Había entendido siquiera una palabra de lo que le había contado en nuestra primera clase? De repente, bendije la presencia de Amy, que nos obligaba a hablar en inglés y, con voz temblorosa, me puse a contar mi pasado japonés.

—¿Tiene la nacionalidad nipona? —preguntó Masa.

—No. No basta haber nacido aquí. Ninguna nacionalidad resulta tan difícil de conseguir como la japonesa.

—Podría hacerse americana —señaló Amy.

Para no meter la pata, cambié rápidamente de conversación:

—Me gustaría ayudar. ¿Dónde están los huevos?

—Se lo ruego, es usted nuestra invitada —dijo Hara—, siéntese y juegue.

Miré a mi alrededor en busca de un juego, en vano. Amy detectó mi desamparo y se puso a reír.


Asobu
—dijo.

—Sí,
asobu
,
to play
, ya lo sé —respondí.

—No, no lo sabe. El verbo
asobu
no tiene el mismo significado que el verbo
to play
. En japonés, cuando uno no trabaja, a eso se le llama
asobu
.

Así que era eso. Me dio rabia que fuera una súbdita de Portland la que me lo enseñara e, inmediatamente, caí en la pedantería más desatada con el fin de ponerla en su sitio.


I see
. Esto se corresponde con la noción latina de
otium
.

—¿Latín? —retomó Amy, aterrorizada.

Encantada por su reacción, comparé otium con el griego antiguo, sin ahorrarle ninguna de las etimologías indoeuropeas. Se iba a enterar de lo que era una filóloga, la nativa de Portland.

Cuando conseguí que se tragara sus palabras, me callé y empecé a jugar al estilo Sol Naciente. Contemplaba la preparación de la masa para las tortitas, luego la cocción de los
okonomiyaki
. La suma del olor a col, a gambas y a jengibre chisporroteante me trasladó dieciséis años atrás, a la época en la que mi dulce aya Nishio-san me preparaba el mismo regalo, que desde entonces no había vuelto a probar.

El apartamento de Hara era tan pequeño que ningún detalle podía pasar inadvertido. Siguiendo la línea de puntos, Rinri abrió el tetrabrik de salsa de Hiroshima y lo dejó en el centro de la mesita baja. «
¿What's that?
», gimió Amy. Cogí el envase y aspiré con nostalgia aquel aroma a ciruela amarga, vinagre, sake y soja. Parecía que me estaba drogando esnifando el tetrabrik.

Cuando recibí mi plato de tortita rellena, perdí mi pátina de civilización, regué de salsa sin esperar a nadie y ataqué.

Ningún restaurante japonés del mundo ofrece esta cocina popular tan terriblemente conmovedora, a la vez tan simple y tan sutil, tan sencilla y tan sofisticada. Tenía cinco años, nunca me había alejado de las faldas de Nishio- san y gritaba con el corazón desgarrado y las papilas en trance. Apuraba mi okonomiyaki con la mirada perdida, emitiendo alaridos de voluptuosidad.

Hasta que terminé de zampármelo todo, no vi que los demás me estaban mirando con educada incomodidad.

—Cada país tiene sus costumbres en la mesa —balbuceé—. Acabáis de descubrir a los belgas.


Oh, my God!
—exclamó Amy.

Mira quién fue a hablar. Fuera lo que fuera lo que masticara, parecía estar mascando chicle.

Mi anfitrión tuvo una reacción que me gustó mucho más: se apresuró a prepararme otra tortita.

Bebimos cerveza Kirin. Yo había llevado Chimay, que difícilmente habría combinado bien con la salsa de Hiroshima. Las cervezas asiáticas son ideales para la mesa.

Ignoro de qué hablaron los comensales. Lo que comía acaparaba demasiado mi atención. Vivía una aventura de la memoria tan profundamente conmovedora que resultaba inútil intentar compartirla.

A través de una niebla emocional, recuerdo que, más tarde, Amy propuso jugar al Pictionary y que jugamos en la acepción occidental del verbo. No tardó en arrepentirse de su idea: cuando se trata de dibujar un concepto, los japoneses son mucho mejores. La partida transcurría entre los tres nipones, mientras que yo digería en el más absoluto éxtasis y la americana perdía gritando de cólera. Bendijo mi presencia, ya que yo jugaba todavía peor que ella. Cada vez que llegaba mi turno, dibujaba sobre el papel algo parecido a unas patatas fritas.


Come on!
—gritaba ella, mientras los tres chicos disimulaban cada vez menos su hilaridad.

Fue una velada estupenda, al final de la cual Rinri me acompañó hasta mi casa.

4

En la siguiente clase me di cuenta de que su actitud había cambiado: se dirigía a mi más como a una amiga que como a una profesora. Eso me hizo feliz, y más aún teniendo en cuenta que aquella situación favorecía sus progresos: le daba menos miedo hablar. En cambio, eso hizo que la entrega del sobre resultara mucho más incómoda.

En el momento de despedirnos, Rinri me preguntó por qué le citaba siempre en aquel café de Omote-Sando.

—Apenas llevo dos semanas en Tokio, no conozco ningún otro café. Si conoce lugares mejores, no dude en proponérmelos.

Respondió que vendría a recogerme en coche.

Mientras tanto, había empezado el programa de japonés para ejecutivos y en las clases coincidí con singapurenses, alemanes, canadienses y coreanos que creían que aprender ese idioma era la clave del éxito. Incluso había un italiano, pero no tardó en arrojar la toalla, incapaz de pasar por alto el acento tónico.

En comparación, el defecto de pronunciación de los alemanes, que se obstinaban en decir «v» en lugar de «w», parecía irrelevante. Como siempre a lo largo de mi vida, yo era la única belga.

El fin de semana, conseguí salir de Tokio por primera vez. Un tren me llevó hasta la pequeña ciudad de Kamadura, a una hora de la capital. El redescubrimiento de un Japón antiguo y silencioso hizo que se me saltaran las lágrimas. Bajo aquel cielo inmensamente azul, los pesados tejados de teja en forma de arco y el aire inmovilizado por el hielo parecían decirme que me habían estado esperando, que me habían echado de menos, que, con mi regreso, volvía a restaurarse el orden del mundo y que mi reinado duraría diez mil años.

Siempre he tenido una tendencia al lirismo megalómano.

El lunes por la tarde, el Mercedes excesivamente blanco me abrió su puerta.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa —dijo Rinri.

No pude responder nada. ¿A su casa? Estaba loco. Podría haberme avisado. ¡Qué extraños modales para un nipón tan bien educado!

Quizás mi presentimiento acerca de su pertenencia a la Yakusa estaba justificado. Observé sus muñecas: ¿sería un tatuaje lo que asomaba de las mangas de su cazadora? Y aquella nuca tan perfectamente rapada, ¿a qué clase de juramento obedecía?

Tras un largo trayecto, llegamos al lujoso barrio de Den-en-Chofu, donde residían las grandes fortunas de Tokio. El garaje levantó su puerta al reconocer el coche. La casa era la viva representación de la idea que, en los años sesenta, los nipones tenían del colmo de la modernidad. La rodeaba un jardín de dos metros de ancho, como una zanja verde que bordeaba aquel cuadrado castillo de hormigón.

Sus padres me recibieron llamándome
Sensei
, lo cual me provocó unas terribles ganas de reír. El señor de la casa tenía aspecto de obra de arte contemporánea, hermoso e incomprensible, cubierto de joyas de platino. La señora, mucho más ordinaria, llevaba un traje chaqueta chic y respetable. Me sirvieron té verde y enseguida nos dejaron solos, con la intención de no perjudicar la calidad de mis enseñanzas.

¿Cómo estar a la altura en una situación así? En aquella base intersideral, no me veía haciéndole repetir «huevo». ¿Por qué me había llevado hasta aquel lugar? ¿Se daba cuenta del efecto que producía en mí? Aparentemente, no.

—¿Siempre ha vivido en esta casa? —pregunté.

—Sí.

—Es magnífica.

—No.

No podía contestar otra cosa. Sin embargo, no era del todo falso. A pesar de todo, la residencia no dejaba de ser sencilla. En cualquier otro país, una familia tan rica habría ocupado un palacio. Pero, comparado con el nivel de vida tokiota —con el apartamento de su amigo Hara, por ejemplo—, aquel chalet deslumbraba por sus dimensiones, su prestancia y su tranquilidad.

Proseguí con la clase como pude, esforzándome por no hablar más de aquella residencia ni de sus padres. Sin embargo, no dejaba de experimentar una sensación de malestar. Tenía la impresión de que me estaban espiando. Esto sólo podía deberse a mi paranoia. El señor y la señora tenían demasiada clase para dedicarse a semejante pasatiempo.

Poco a poco, tuve el sentimiento de que Rinri compartía mis sospechas. Miraba a su alrededor con desconfianza. ¿Acaso un fantasma recorría aquel castillo de hormigón? Me interrumpió con un gesto y, de puntillas, se dirigió hacia el hueco de la escalera.

Lanzó un grito y vi salir, como dos diablos del interior de una caja, a un anciano y una anciana que gritaron de risa y que, al verme, redoblaron su hilaridad.


Sensei
, le presento a mi abuela y a mi abuelo.

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
5.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Kindness by Polly Samson
SEALs of Honor: Hawk by Dale Mayer
Circle of Desire by Keri Arthur
Just Myrto by Laurie Gray
One-Off by Lynn Galli
Dirty by Debra Webb
For the Love of Nick by Jill Shalvis