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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (6 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
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Comprendí que acababa de descubrir aquella palabra, que el contexto le había definido el sentido y que la pronunciaba para fijarla en su mente. Me reí. Pareció entender mi diversión, ya que dijo:

—Menudo yo.

12

A principios de abril, Christine regresó de Bélgica. En mi infinita bondad, le devolví su apartamento. A Rinri pareció afectarle más que a mí. Nuestra relación se vio obligada a emprender un rumbo más errático. No me sentí del todo descontenta. Empezaba a echar de menos el
monofily
.

Regresé al castillo de hormigón. Los padres del chico ya no me llamaban
Sensei
, lo cual demostraba su perspicacia. Los abuelos, en cambio, me llamaron
Sensei
más que nunca, lo cual confirmó su perversidad.

Mientras tomaba el té con toda aquella gente, su padre me enseñó la joya que acababa de crear. Era un collar extraño, a medio camino entre un móvil de Calder y un río de ónices.

—¿Le gusta? —preguntó él.

—La combinación del negro con la plata me gusta. Es elegante.

—Es suyo.

Rinri me lo puso alrededor del cuello. Me sentía confundida. Cuando estuvo a solas con él, le dije:

—Tu padre me ha hecho un regalo magnífico. ¿Cómo puedo corresponderle?

—Si le das algo, él te ofrecerá más todavía.

—¿Y qué debo hacer?

—Nada.

Tenía razón. Para evitar una espiral de generosidad, no había más solución que aceptar valientemente las suntuosas ofrendas.

Mientras tanto, había regresado a mi casa. Rinri era demasiado delicado para pedirme que le recibiera allí, pero me echaba cables que, con el mayor de los cuidados, yo evitaba atrapar.

Me telefoneaba a menudo. Se expresaba con una involuntaria comicidad que me encantaba, y más aún sabiendo que hablaba en serio:

—Hola, Amélie. Me gustaría conocer tu estado de salud.

—Excelente.

—En esas condiciones, ¿te apetecería encontrarte conmigo?

Yo me mondaba. Él no comprendía por qué.

Rinri tenía una hermana pequeña de dieciocho años que estudiaba en Los Ángeles. Un día, me anunció que regresaba a Tokio para pasar unas breves vacaciones.

—Te recogeré esta noche para presentártela.

En su voz se detectaba un temblor de emocionada solemnidad. Estaba a punto de vivir algo importante.

Cuando me senté en el Mercedes, me di la vuelta para saludar a la chica instalada en el asiento de atrás. Su belleza me dejó sin habla.

—Amélie, ésta es Rika. Rika, ésta es Amélie.

Me saludó con una sonrisa exquisita. Su nombre me decepcionó, pero no el resto de su persona. Era un ángel.

—Rinri me ha hablado mucho de ti —dijo ella.

—También a mí me ha hablado mucho de ti —inventé.

—Mentís las dos. Nunca hablo mucho de nada.

—Es verdad, nunca dice nada —retomó Rika—. Me ha hablado terriblemente poco de ti. Ésa es la razón por la que estoy convencida de que te quiere.

—En ese caso, a ti también te quiere.

—¿No te molesta si te hablo en americano? En japonés hago demasiadas faltas.

—No seré yo la que me dé cuenta.

—Rinri no deja de corregirme. Quiere que sea perfecta.

Estaba más allá de la perfección. El joven nos llevó al parque Shirogane. Al caer la noche, el lugar estaba tan desierto que parecía que estuviéramos lejos de Tokio, en algún bosque mítico.

Rika bajó del coche con una bolsa y la abrió. Sacó un mantel de seda, lo extendió sobre el suelo y encima dispuso sake, vasos y pasteles. Ella se sentó sobre la tela y nos invitó a imitarla. Su gracia me deslumbraba.

Mientras brindábamos por aquel encuentro, le pregunté cuáles eran los ideogramas de su nombre. Me los enseñó.

—¡El país de los perfumes! —exclamé—. Es maravilloso y te va como anillo al dedo.

Al conocer su significado nipón, su nombre dejó de parecerme feo.

La vida californiana la había vuelto mucho menos introvertida que su hermano. Parloteó con mucho encanto. Yo bebía sus palabras. Rinri parecía tan hipnotizado como yo. Los dos la contemplábamos como si de un fascinante fenómeno natural se tratara.

—Bueno —dijo ella de pronto—. ¿Qué pasa con los fuegos artificiales?

—Voy —dijo el chico.

Yo caía de las nubes. Rinri cogió del maletero una maleta que resultó ser la de los fuegos artificiales, igual que anteriormente había habido la maleta de la fondue suiza. Depositó sobre el suelo un material de artificiero y nos advirtió que la fiesta estaba a punto de empezar. Pronto el cielo se llenó de explosiones de colores y de estrellas mientras resonaba el éxtasis de la joven.

Ante mi deslumbrada mirada, el hermano le regalaba a su hermana no ya la prueba sino una manifestación de amor. Nunca me había sentido tan cercana a él.

Cuando las auroras boreales dejaron de crepitar sobre nuestras cabezas, Rika exclamó con decepción:

—¿Ya está?

—Todavía quedan las bengalas —dijo el chico.

Cogió de la maleta unos haces de candelas y nos los repartió a puñados. Encendió sólo una que propagó el incendio a todas las demás. Cada candela emitió su haz de chispas giratorias.

La noche plateaba los bambús del parque Shirogane. Nuestro apocalipsis de luciérnagas proyectaba su dorada estela sobre aquella pálida opacidad. El hermano y la hermana se maravillaban de sus broquetas de estrellas. Me daba cuenta de que estaba en compañía de dos niños prendados el uno del otro y aquella visión me conmovía.

Que me hubieran admitido entre ellos, ¡qué regalo! Más que una manifestación de amor, era una manifestación de confianza.

Las nubes de luz acabaron de extinguirse, pero el encanto no se rompió. La joven suspiró de alegría:

—¡Ha estado bien!

Compartía el amor de Rinri por aquella hermosa chiquilla. La atmósfera de fiesta agonizante con chica legendaria tenía algo de nervaliano. Nerval en Japón, ¿quién iba a decirlo?

El día siguiente por la noche, Rinri me llevó a una tasca a comer pasta china.

—Quiero a Rika —le dije.

—Yo también —respondió con una emocionada sonrisa.

—Sabes, tú y yo tenemos un extraño punto en común. Yo también quiero a mi hermana, que vive lejos. Se llama Juliette y dejar de estar a su lado supone un esfuerzo sobrehumano para mí.

Le enseñé una fotografía de mi sagrada hermana mayor.

—Es guapa —comentó mirándola con atención.

—Sí, y es más que guapa. La echo de menos.

—Lo entiendo. Cuando Rika está en California, la echo terriblemente de menos.

Delante de mi cuenco, me dio por ponerme elegíaca. Le dije que sólo él podía comprender hasta qué punto me sentía amputada por la ausencia de Juliette. Le conté la fuerza del vínculo que siempre me había unido a ella, cuánto la quería y la absurda violencia que me había afligido cuando me separé de ella.

—Tenía que volver a Japón, ¿pero era necesario vivir un desgarro tan atroz?

—¿Por qué no te acompañó?

—Quiere vivir en Bélgica, allí está su trabajo. No tiene mi pasión por tu país.

—Igual que Rika. Japón no la hace soñar.

¿Cómo era posible que unos seres tan deliciosos como nuestras hermanas no se sintieran fascinados por aquel país? Le pregunté a Rinri qué estudiaba la joven en California. Respondió que su programa era muy amplio, que en realidad era la amante de un tal Tchang, un chino que reinaba en el hampa de Los Ángeles.

—No sabes lo rico que es —dijo con una divertida desesperación.

Anonadada, me pregunté cómo era posible que aquel ángel caído del cielo hubiera elegido vivir con un mafioso. «No seas estúpida —pensé para mis adentros—, ahora el mundo funciona así». De repente, en mi cabeza apareció Rika con un boa de plumas alrededor del cuello y tacones de aguja, caminando del brazo de un chino con traje blanco. Solté una carcajada.

Rinri me dedicó una sonrisa cómplice. Nuestras respectivas hermanas aparecieron en el vaho que emanaba de nuestros tallarines. Nuestra relación tenía sentido.

13

Mis progresos en japonés eran asombrosos, aunque no tanto como los de Rinri en francés, que eran realmente fulgurantes.

En este ámbito, jugábamos a competir el uno contra el otro. Cuando caía un chaparrón, Rinri decía:

—Llueve a mares.

Lo cual, dicho con su voz siempre distinguida, no dejaba de resultar cómico.

Cuando soltaba alguna barbaridad, yo solía exclamar:


Nani ô shaimasu ka?

Lo que podría traducirse como —o, mejor dicho, no se traduce, pues nadie salvo un nipón emplearía un giro tan aristocrático, hasta el punto de que ni siquiera los japoneses lo utilizan ya—: «¿Qué se atreve a proferir tan honorablemente?».

Él se partía de risa. Una noche que sus padres me habían invitado a cenar en su castillo de hormigón, quise impresionarlos. Cuando Rinri dijo algo sorprendente, clamé para que todos me oyeran:


Nani ô shaimasu ka?

Superada la estupefacción, el señor se rió a carcajadas. Indignados, los abuelos me riñeron, alegando que no tenía derecho a decir algo semejante. La señora esperó a que se restableciera el silencio para declarar con una sonrisa:

—¿Por qué te esfuerzas tanto en parecer distinguida cuando con un rostro tan expresivo nunca serás una dama?

Tuve entonces la confirmación de lo que su educación ya me había dejado entrever: aquella mujer me odiaba. No sólo le robaba a su hijo, sino que, además, era extranjera. Y, sumado a esos dos crímenes, parecía intuir en mí algo que le desagradaba todavía más.

—Si Rika hubiera estado aquí, habría llorado de risa —dijo Rinri, que no se había percatado de la faena de su madre.

En el pasado, había aprendido inglés, holandés, alemán e italiano. Había una constante en todas esas lenguas vivas: las entendía mejor de lo que las hablaba. Hasta cierto punto, resultaba lógico: uno observa un comportamiento antes de adoptarlo. La intuición lingüística funciona aunque no se haya alcanzado la competencia.

En japonés, ocurría justo lo contrario: mi conocimiento activo superaba ampliamente mi conocimiento pasivo. Este fenómeno nunca desapareció y no me lo explico. En numerosas ocasiones, ocurrió que lograra expresar en esa lengua ideas tan sofisticadas que mi interlocutor, creyendo que estaba tratando con una catedrática en niponología, me respondía con comentarios de nivel equivalente. La única solución que me quedaba era la huida para disimular que no había entendido ni una sola palabra de la réplica. Cuando la retirada resultaba imposible, sólo podía suponer lo que el cara a cara había podido replicarme y proseguir así con aquel monólogo disfrazado de diálogo.

He comentado este fenómeno con lingüistas, que me han asegurado que se trata de algo normal: «No puede tener intuición lingüística en una lengua tan alejada de la suya». Olvidan que hablé japonés hasta los cinco años. Además, he vivido en China, en Bangladesh, etc., y allí, igual que en todas partes, mi conocimiento pasivo del idioma practicado le ganó la partida al conocimiento activo. En mi caso, pues, se produce una auténtica excepción japonesa que siento la tentación de atribuir al destino: era un país en el que me resultaba impensable mantenerme pasiva.

Lo que tenía que ocurrir ocurrió: en junio, Rinri me anunció, con cara de funeral, que ya no quedaba salsa de ciruelas amargas.

—Al ritmo al que la hemos consumido, no podía ser de otro modo.

Sus progresos en francés me fascinaban. Respondí:

—¡Mejor! Soñaba con viajar contigo a Hiroshima.

Su rostro pasó de la seriedad al horror. Busqué un argumento histórico y parlamenté:

—El mundo entero admira el coraje con el que Hiroshima y Nagasaki soportaron…

—No se trata de eso —me interrumpió—. He leído ese librito escrito por una francesa, aquel del que me habías hablado…


Hiroshima mon amour.

—Sí. No he entendido nada.

Me eché a reír.

—No te preocupes, a muchos francófonos les ocurre lo mismo. Razón de más para ir a Hiroshima —inventé.

—¿Quieres decir que si lees ese libro en Hiroshima lo entiendes?

—Probablemente —promulgué.

—Qué idiotez. No necesito viajar a Venecia para comprender
Muerte en Venecia,
ni a Parma para entender
La Cartuja de Parma.

—Marguerite Duras es una autora muy especial —le dije, convencida de la veracidad de mi comentario.

El sábado siguiente, la cita se fijó a las siete de la mañana en el aeropuerto de Haneda. Habría preferido el tren, pero para los japoneses el tren es una experiencia tan cotidiana que Rinri tenía necesidad de cambios.

—Además, sobrevolar Hiroshima debe dar la impresión de estar a bordo del
Enola Gay
—dijo.

Era a principios del mes de junio. En Tokio hacía un tiempo ideal, bonito, veinticinco grados. En Hiroshima, había cinco grados más y la humedad de la estación de lluvias se estancaba ya en el aire. Pero el sol aún no se había dado por vencido.

Desde el aeropuerto de Hiroshima, tuve una impresión muy concreta: no estábamos en 1989. Ya no sabía qué año era: por supuesto, no estábamos en 1945, pero aquello parecía los años cincuenta o sesenta. ¿Acaso el choque atómico había ralentizado el curso del tiempo? No faltaban construcciones modernas, la gente vestía normalmente, los vehículos no diferían de los del resto de Japón. Era como si los seres vivieran con más intensidad que en otra parte. Vivir en una ciudad cuyo nombre significaba, para el mundo entero, la muerte, había exaltado en ellos una fibra viva; y la consecuencia de todo ello era una sensación de optimismo que recreaba el ambiente de una época en la que todavía se creía en el porvenir.

Aquella constatación me llegó al corazón. De entrada, me sentí conmovida por aquella ciudad y su desgarradora atmósfera de valerosa felicidad.

El Museo de la Bomba me dejó estupefacta. Por más que los conozcas, los detalles de la cuestión superan la imaginación. Las cosas están presentadas con una eficacia que roza los límites de la poesía: se habla de ese tren que, el 6 de agosto de 1945, recorría la costa en dirección a Hiroshima, transportando, entre otros, a los trabajadores de la mañana. Con tranquilidad, los viajeros miraban la ciudad a través de las ventanillas de los vagones. Luego el tren entró en un túnel y, cuando salió, los trabajadores vieron que ya no quedaba nada de Hiroshima.

Paseando por las calles de aquella ciudad de provincias, pensé que la dignidad japonesa tenía allí su retrato más impactante. Nada, absolutamente nada, hacía pensar en una ciudad mártir. Me pareció que, en cualquier otro país, semejante monstruosidad habría sido explotada hasta la náusea. El capital de victimización, tesoro nacional de tantos y tantos pueblos, no existía en Hiroshima.

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