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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (7 page)

BOOK: Ni de Eva ni de Adán
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En el Parque de la Paz, las parejas de enamorados se besuqueaban en los bancos públicos. De repente, recordé que no viajaba sola y me libré a las costumbres locales. A continuación, Rinri sacó de su bolsillo el libro de Marguerite Duras. Lo había olvidado. Él no pensaba en otra cosa. Me leyó en voz alta, de principio a fin,
Hiroshima mon amour
.

Tenía la impresión de que estaba recitando mi acta de acusación y que debía rendir cuentas por lo que se me reprochaba. Teniendo en cuenta la extensión del texto y el efecto ralentizador del acento japonés, tuve tiempo para preparar mi propia defensa. Lo más duro fue contener la risa cuando, irritado por la incomprensión, leyó: «Me matas, me haces bien». No lo decía como Emmanuelle Riva.

Dos horas más tarde, cuando terminó, cerró el libro y me miró:

—Magnífico, ¿verdad? —me atreví a murmurar.

—No lo sé —respondió, implacable.

No me iba a resultar tan fácil salir de aquélla.

—Poner en un mismo nivel de igualdad a la joven francesa rapada durante la Liberación y al pueblo de Hiroshima, había que tener los bemoles de Duras para hacer eso.

—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que significa? —preguntó Rinri.

—Sí. Es un libro que exalta el amor víctima de la barbarie.

—¿Y por qué la autora lo dice de un modo tan extraño?

—Es Marguerite Duras. Su encanto es que sientes las cosas sin que necesariamente las entiendas.

—Yo no he sentido nada.

—Sí, estabas enfadado.

—¿Es la reacción que busca?

—A Duras también le gusta. Es una buena actitud. Cuando terminas un libro de Duras, sientes frustración. Es como una investigación al final de la cual has entendido poco. Has entrevisto cosas a través de un cristal esmerilado. Te levantas de la mesa y todavía tienes hambre.

—Tengo hambre.

—Yo también.

El
okonomiyaki
es la especialidad de Hiroshima. Se prepara en inmensas tascas al aire libre, sobre unas parrillas gigantescas de donde el humo parte hacia la noche. Pese al relativo frío de la tarde, el cocinero sudó abundantemente sobre la tortita de col que preparó delante de nosotros. Las gotas de sudor contribuyeron a aquella obra maestra. Nunca habíamos comido un
okonomiyaki
tan delicioso. Rinri aprovechó la ocasión para comprarle al cocinero una cantidad considerable de cartones de salsa de ciruelas amargas.

Luego, la habitación me sirvió de pretexto para soltar numerosas frases del libro de Duras. Rinri parecía apreciarlas más. Nunca se valorarán lo suficiente mis devotos esfuerzos por divulgar la literatura francesa.

14

A principios de julio, mi hermana se reunió conmigo para pasar un mes de vacaciones. Al volver a verla, creí morir de alegría. Durante una hora, nuestro abrazo se limitó únicamente a borborigmos animales.

De noche, Rinri esperaba delante de casa en su Mercedes blanco. Le presenté lo que más quería en este mundo. El uno y la otra se sentían atrozmente intimidados. Tuve que llevar la voz cantante de la conversación.

Cuando me quedé a solas con Juliette, le pregunté qué opinaba de Rinri.

—Es delgado —dijo ella.

—¿Y qué más?

No obtuve gran cosa más. Telefoneé al chico:

—Y qué, ¿qué te parece?

—Es delgada —dijo.

No logré sacarle mucho más. Superada la hipótesis de la confabulación entre ambos, me indigné para mis adentros: ¡qué juicio más pobre! Sí, de acuerdo, eran delgados, ¿y qué? ¿No podían decir nada más interesante? A mí, lo que más me chocaba no era su delgadez: era la belleza y la magia de mi hermana, era la delicadeza y la rareza de Rinri.

Sin embargo, ni rastro de hostilidad en sus recíprocas observaciones: se apreciaron enseguida. Después del primer impacto, les doy la razón. Si examino mi pasado, observo que el cien por cien de las personas que han tenido un papel importante en mi vida eran delgadas. Aunque ésa no fuera, evidentemente, su principal característica, es el único punto en común que los une. Eso tiene que significar algo.

También es verdad que, por el camino, me he cruzado con numerosos flacos que no han cambiado en nada el curso de mi destino. De hecho, he vivido en Bangladesh, donde la mayoría de la población es esquelética: una existencia entera no puede acumular tantos incluso héticos. Pero en mi lecho de muerte las siluetas que desfilarán en mi memoria serán todas delgadísimas.

Aunque ignoro qué significado puede tener, sospecho que guarda relación con una elección mía, consciente o no. En mis novelas, los seres queridos siempre son de una extrema delgadez. Sin embargo, no habría que llegar a la conclusión de que me conformo con eso. Hace dos años, una pava cuya identidad no revelaré vino a ofrecerse a mí en un sentido que prefiero ignorar. Ante mi consternación, se pavoneó y empezó a dar vueltas delante de mí con el objetivo de presumir de su delgadez y declaró, lo juro:

—¿No le parece que soy como uno de sus personajes?

Verano de 1989, pues. Le di a mi delgado novio un mes de permiso: Juliette y yo salimos a efectuar nuestro peregrinaje.

Un tren nos llevó hasta Kansai. La provincia seguía siendo igual de hermosa. Sin embargo, no le deseo un viaje así a nadie. Es un milagro que sobreviviera a semejante tormento. Sin la presencia de mi hermana, nunca habría tenido el valor de regresar a los escenarios de nuestra infancia. Sin la presencia de mi hermana, me habría muerto de pena en el pueblo de Shukugawa.

El 5 de agosto, Juliette regresó a Bélgica. Me encerré durante horas para gritar como un animal. Cuando mi pecho se vació de los gritos que contenía, telefoneé a Rinri. Tuvo la bondad de disimular su alegría, ya que era consciente de mi sufrimiento. El Mercedes blanco vino a recogerme.

Me llevó al parque Shirogane.

—La última vez que vinimos aquí fue con Rika —le dije—. ¿Has aprovechado nuestra separación para ir a verla?

—No. Ella allí no es la misma. Interpreta un papel.

—¿Qué has hecho entonces?

—He leído un libro en francés sobre los caballeros de la orden del Temple —declaró con exaltación.

—Está bien.

—Sí. He decidido convertirme en uno de ellos.

—No te entiendo.

—Quiero ser templario.

Me pasé el resto del paseo explicándole a Rinri la inoportunidad de su ambición. En la época de Philippe le Bel, en Europa, eso habría tenido sentido. En Tokio, en 1989, por parte del futuro director de una reputada escuela de joyería, resultaba absurdo.

—Quiero ser templario —se emperraba un desolado Rinri—. Estoy seguro de que en Japón ya existe una orden del Temple.

—Yo también, por la sencilla razón de que en tu país hay de todo. Tus compatriotas son tan curiosos que, sea cual sea su pasión, uno encuentra con quién compartirla.

—¿Y por qué no puedo ser templario?

—Hoy suena como una secta.

Derrotado, suspiró.

—¿Y si nos vamos a comer pasta china? —acabó proponiendo mi aspirante a la orden del Temple.

—Excelente idea.

Mientras comíamos, intenté contarle
Los reyes malditos.
Lo más difícil de explicar fue la elección del Papa.

—Eso no ha cambiado en absoluto. Se sigue convocando un cónclave, los cardenales siguen encerrándose juntos…

Arrastrada por el tema, no le ahorré ningún detalle. Él me escuchaba sorbiendo sus fideos. Al final de mi exposición, le pregunté:

—¿En el fondo, qué opinan del Papa los japoneses?

Habitualmente, cuando le hacía una pregunta a Rinri, reflexionaba antes de contestar. Esta vez, en cambio, no reflexionó ni un segundo y dijo:

—Nada.

Lo enunció con una voz tan neutra que me puse a reír. Ni rastro de insolencia en su tono tajante, sólo la constatación de una evidencia.

Desde entonces, cada vez que veo a un Papa en televisión, pienso: «Ahí está ese sobre el que ciento veinticinco millones de japoneses no piensan nada», frase que siempre me produce ganas de reír.

Por lo demás, vista la curiosidad nipona por las particularidades extranjeras, es casi seguro que la frase de Rinri admitiría numerosas excepciones. Pero creo que hice bien en disuadir de entrar en la orden del Temple a un ser tan poco interesado por su mayor enemigo.

15

—Mañana te llevo a la montaña —me anunció Rinri por teléfono—. Ponte las botas de excursión.

—No creo que sea una buena idea —dije.

—¿Por qué? ¿No te gusta la montaña?

—Soy una enamorada de la montaña.

—Entonces está decidido —zanjó él, indiferente a mis paradojas.

Apenas hubo colgado, sentí que me subía la fiebre: las montañas del mundo entero, y con mayor motivo las de Japón, ejercen sobre mí una alarmante seducción. Sin embargo, sabía que la aventura no estaría exenta de riesgos: superados los mil quinientos metros de altura, me convierto en otra persona.

El 11 de agosto, el Mercedes blanco me abrió su puerta.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Yo, que nunca he sido muy dotada para los ideogramas, siempre he podido leer el nombre de los lugares. Este don me resultó de lo más útil a lo largo de mis periplos nipones. Así, tras un largo recorrido por carretera, mis sospechas se confirmaron:

—¡El monte Fuji!

Era mi sueño. La tradición afirma que todo japonés debe subir al monte Fuji por lo menos una vez en su vida, so pena de no merecer tan prestigiosa nacionalidad. Yo, que deseaba ardientemente convertirme en nipona, veía en aquel ascenso una genial astucia identitaria. Y más teniendo en cuenta que la montaña era mi territorio, mi terreno.

Dejamos el coche en un gigantesco aparcamiento instalado sobre la planicie de lava, más allá de la cual ningún vehículo estaba autorizado a circular. La afluencia de coches me impresionó, ya que confirmaba la necesidad de la gente de acceder al título de japonés auténtico. No se trataba de un simple formalismo: se trataba de pasar del nivel del mar a una altura de 3.776 metros en menos de un día, ya que sólo la cima y la base disponen de lugares en los que cobijar a los que allí pernoctan. Sin embargo, en aquel principio de ascenso, entre la abarrotada multitud había ancianos, niños, madres cargando a bebés, incluso me pareció ver a una mujer embarazada con aspecto de ir por el octavo mes. De lo que cabe deducir que la nacionalidad japonesa siempre tiene una connotación heroica.

Miré hacia arriba: conque eso era el monte Fuji. Por fin había encontrado un lugar desde el que no parecía imponente, por la sencilla razón de que no lo veías: su base. De no ser así, ese volcán es una sublime invención que puede verse desde casi todas partes, hasta el punto de que, en ocasiones, lo he confundido con un holograma. Desde Honshu, son innumerables los lugares con una vista soberbia del monte Fuji: sería más fácil contar los lugares desde los cuales no se ve. Si los nacionalistas hubieran querido crear un símbolo federalista, habrían construido el monte Fuji. Imposible contemplarlo sin experimentar el mítico hormigueo de lo sagrado: es demasiado hermoso, demasiado perfecto, demasiado ideal.

Salvo desde su base, lugar desde el cual era idéntico a cualquier otra montaña, una especie de bulto informe.

Rinri iba bien equipado: botas de escalador, un kit para explorar las estrellas, un piolet. Miró con conmiseración mis zapatillas deportivas y mis tejanos y se abstuvo de hacer ningún comentario, quizás para no hurgar más en la herida.

—¿Vamos? —dijo.

Lo estaba deseando, así que solté mis piernas, que no tardaron en embalarse. El sol señalaba el mediodía también en mi cabeza. Yo trepaba y trepaba, feliz de tener tanto que trepar. Los mil quinientos primeros metros fueron los más difíciles: la tierra era lava blanda donde se hundían los pies. Como suele decirse, había que echarle ganas. Todos las teníamos. El espectáculo de los ancianos que subían en fila india imponía respeto.

A partir de los mil quinientos metros, aquello se convirtió en una montaña de verdad, con piedras y tierras duras de pelar, entrecortada con zonas de guijarros ennegrecidos. Había alcanzado la altura en la que cambio de especie. Esperé a Rinri, que tan sólo estaba a doscientos metros de mí, y le cité en la cima.

Más tarde, me dijo:

—No sé lo que ocurrió en ese momento. Desapareciste.

Estaba en lo cierto. Más allá de los mil quinientos metros, desaparezco. Mi cuerpo se transforma en pura energía y en el tiempo que uno tarda en preguntarse dónde estoy, mis piernas ya me han llevado tan lejos que me he convertido en invisible. Otros tienen la misma propiedad, pero no conozco a nadie en quien resulte tan poco imaginable, ya que, de cerca, o de lejos, no es que me parezca demasiado a Zaratustra.

Y, sin embargo, en eso es en lo que me convierto. Una fuerza sobrehumana se apodera de mí y asciendo en línea recta hacia el sol. En mi cabeza resuenan himnos olímpicos no en el sentido deportivo sino mitológico. Comparado conmigo, Hércules es un joven achacoso. Y eso que sólo hablo de la rama griega de la familia. Nosotros, los mazdeístas, somos otra cosa.

Ser Zaratustra significa tener, en lugar de pies, dioses que devoran la montaña y la convierten en cielo, significa tener, en lugar de rodillas, catapultas que transforman el resto del cuerpo en puro proyectil. Significa tener, en lugar de vientre, un tambor de guerra y, en lugar de corazón, la percusión del triunfo, significa tener la cabeza habitada por una alegría tan espantosa que es necesaria una fuerza sobrehumana para soportarla, significa estar en posesión de todos los poderes del mundo por la única y auténtica razón de que los has convocado y puedes contenerlos en tu sangre, significa no tocar tierra por culpa de un diálogo cercano con el sol.

El destino, famoso por su sentido del humor, quiso que naciera belga. Ser originaria del país llano cuando uno pertenece al linaje zaratustriano constituye una broma que te condena a convertirte en agente doble.

Adelanté a hordas de japoneses. Algunos levantaban la nariz del suelo para ver pasar al bólido. Los ancianos decían:
«Wakaimono»
(«joven cosa») a modo de explicación. Los jóvenes, en cambio, no tenían palabras.

Cuando hube adelantado a todos los caminantes, me di cuenta de que no estaba sola. Había otro Zaratustra entre los escaladores del día y parecía desear conocerme a toda costa: un militar americano con base en Okinawa que se había acercado para mirarme.

—Estaba empezando a pensar que era anormal —me dijo—, pero usted es una chica y sube igual que yo.

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