Authors: Patricia Cornwell
—No quiso venir. Quizá por la misma razón por la que tú no quieres que nos acerquemos —dice Benton, y algo va muy mal.
Lo veo en su rostro, en la forma tensa como está de pie y su impasibilidad. Sus ojos están fijos en los míos y parece muy agitado, de la manera en que se pone cuando está profundamente preocupado.
—Dawn Kincaid está en coma —añade.
Una alarma comienza a sonar en el fondo de mis pensamientos.
—Recibí el último parte cuando aterrizamos. Dicen que tiene muerte cerebral, pero no están completamente seguros. —Habla fuerte para que Colin y yo le oigamos—. Ya sabes cómo son estas cosas. Nunca están del todo seguros incluso cuando lo están. Sea cual sea la causa, es muy sospechoso —añade, y recuerdo el rostro de Jaime Berger la pasada noche antes de salir de su apartamento.
Parecía somnolienta y tenía las pupilas dilatadas.
—Pero todo indica que el cerebro se quedó sin oxígeno durante demasiado tiempo —continúa Benton, mientras escucho el discurso de Jaime antes de que me marchase en torno a la una de la madrugada, le costaba hablar y arrastraba las palabras—. Cuando llegaron a su celda había dejado de respirar y si bien la han mantenido viva, su cerebro está muerto.
Recuerdo la bolsa de comida que llevé al apartamento y de dónde procedía, que me había entregado una desconocida, y yo acepté sin pensarlo.
—Creía que estaba bien. Que solo tenía un ataque de asma —comienzo a decir.
—Una información limitada en el momento y todo esto se mantiene en secreto —me interrumpe Benton—. La idea inicial fue un ataque de asma, pero muy pronto sus síntomas empeoraron y el personal de Butler probó con una dosis de adrenalina, creyendo que se trataba de una anafilaxia, pero no hubo mejoría.
No podía hablar ni respirar. Se cree que fue envenenada.
Me imagino a la mujer con el casco iluminado que apoyaba la bicicleta en una farola.
—Nadie tiene ni la más mínima idea de cómo pudo conseguir algo venenoso en Butler —me dice Benton desde el otro lado de la sala.
Una repartidora me entrega la bolsa de sushi, y recuerdo vagamente que intuí algo malo, pero no hice caso porque era una sensación que había tenido durante todo el día. Todo lo que sucedió desde el momento en que Benton me llevó ayer al aeropuerto de Boston, durante todo el día me sentí mal, y luego el resto desfila por mi memoria. Jaime entra en su apartamento después de que Marino y yo hayamos estado hablando durante casi una hora. Ella no parecía consciente de haber pedido el sushi y no se lo pregunté.
Dejo el bisturí.
—¿Alguien ha hablado con Jaime hoy? Porque yo no tengo noticias suyas y tampoco no ha llamado.
Nadie responde.
—Se suponía que debía pasar por el laboratorio hoy. Le dejé un mensaje y no ha respondido. —Me quito el gorro y la bata desechable—. ¿Qué pasa con Marino? ¿Alguien sabe si ha hablado con ella? Iba a llamarla.
—Lo intentó cuando veníamos hacia aquí y no obtuvo respuesta —dice Lucy, y la expresión de su rostro indica que se da cuenta de por qué pregunto.
Arrojo mi ropa sucia a la basura y retiro los guantes.
—Llama al nueveunouno y a ver si puedes dar con Sammy Chang. Dile que se reúna con nosotros —le pido a Colin—. Asegúrate de que envíen una ambulancia.
Le doy la dirección.
Dos coches de la policía y el todoterreno blanco de Sammy Chang están aparcados delante del edificio de ladrillo de ocho pisos, pero no hay luces de emergencia o intermitentes, ningún rastro de una tragedia o desastre. No oigo las sirenas cercanas o en la distancia, solo el sonido del potente motor de la camioneta y de los limpiaparabrisas nuevos en su barrido. El calor es sofocante, y más con las ventanillas subidas. El ventilador hace circular el aire caliente y húmedo, la lluvia es tan fuerte que suena como si estuvieses en un túnel de lavado. Los truenos retumban y zigzaguean los relámpagos, y la ciudad vieja está envuelta por la niebla.
Chang y dos agentes de la policía metropolitana de SavannahChatham se apretujan para resguardarse de la lluvia debajo del alero, en lo alto de la escalinata, delante de la misma puerta principal que abrieron para mí la noche anterior, mientras una repartidora montada en una bicicleta aparecía aparentemente de la nada, como un fantasma. Lucy, Benton, Marino y yo salimos de la camioneta en medio de la lluvia y el viento. Miro a mi alrededor en busca de una ambulancia, sin ver ni oír ninguna, y no estoy contenta porque la pedí. Como una medida de precaución quiero un equipo de rescate. Para ahorrar tiempo si es que queda tiempo y hay algo que salvar. La lluvia fustiga la acera caliente, y el sonido del aguacero es como si una multitud aplaudiese.
—Policía. ¿Hay alguien en casa? ¡Policía! —anuncia el agente que aprieta el botón del portero automático—. Sí, no contesta.
—Da un paso atrás y mira a su alrededor mientras aumenta la intensidad de la lluvia—. Tenemos que encontrar otra manera.
Ahora llueve cada maldito día. —Miro el cielo oscuro y las ondulantes cortinas de agua—. Como de costumbre, dejé mi impermeable en el coche.
—No durará mucho. Cuando salgamos ya habrá parado —dice el otro agente.
—Espero que no caiga granizo. Una vez me dejó el coche hecho un desastre. Parecía como si alguien lo hubiese pisoteado con tacones altos.
—¿Qué está haciendo por aquí una fiscal de Nueva York?
¿Está de vacaciones? Hay muchos residentes fijos en este edificio pero se marchan en verano, y algunos alquilan sus apartamentos por semanas. ¿Está aquí por poco tiempo o qué?
—¿Alguien pidió una ambulancia? —pregunto a voz en cuello y veo como el viento sacude los robles y el musgo español se mueve como guirnaldas grises, como trapos sucios deshilachados—. Sería una buena idea tener una ambulancia aquí —agrego mientras los dos agentes y Chang miran como nosotros cuatro nos acercamos a ellos con la urgencia de escapar de la tormenta cuyos truenos se oyen cada vez más cerca, casi encima, y la fuerte lluvia que chisporrotea en la acera y la calle y cae de los aleros.
—Me pregunto si no habrá aquí alguien de la agencia —dice uno de los agentes—. Tendrán una llave.
—No creo que la haya en este edificio.
—La mayoría de estos edificios antiguos no tienen una en el lugar —interviene Chang.
—Quizá podríamos probar con alguno de los vecinos...
Entonces Marino pasa entre nosotros, casi apartando a los agentes de su camino, con las llaves en la mano.
—¡Epa! Tranquilo socio. ¿Quién es usted...?
Oigo distraída como Chang explica quiénes somos y por qué estamos aquí, mientras Marino abre la puerta, y apenas si soy consciente de mi ropa de campo negra empapada y las botas. Me arreglo como puedo el pelo que chorrea, al tiempo que oigo «FBI» y «Boston» y «jefa médica forense que trabaja con el doctor Dengate», y todos nosotros vamos hacia el ascensor, Lucy detrás de mí, su mano apretada en mi espalda, que me empuja y aferra, y siento lo que hay en su contacto. Siento la desesperación en la fuerza de su mano plana en mi espalda, un gesto que no he sentido en mucho tiempo, que solía hacer cuando era una niña, cuando ofrecía protección o tenía miedo, cuando ella no quería separarse de mí entre una multitud o que la dejase.
Le he dicho a Lucy que todo irá bien porque de alguna manera será así, pero no creo que todo vaya bien tal y como esperamos, tal y como sería en un mundo perfecto. No sabemos nada, le he recordado a mi sobrina, a pesar de que no tengo esperanzas. No las tengo. Jaime no contesta al móvil, ni a los emails, los mensajes de texto ni el teléfono de su apartamento. No hemos tenido noticias de ella desde que Marino y yo la dejamos en torno a la una de la madrugada, pero le he dicho a Lucy que podría haber una explicación lógica. Le he repetido que si bien debemos tomar todas las medidas posibles eso no quiere decir que estemos suponiendo lo peor.
Pero yo sí que lo supongo. Lo que estoy experimentando es un dolor conocido, como un viejo y triste amigo, un compañero sombrío que ha sido un leitmotiv deprimente en el viaje de mi vida, y mi respuesta es un sentimiento que conozco muy bien, un hundimiento, una solidificación, como el cemento que se asienta, como algo que se posa con todo su peso en una profunda oscuridad, un espacio sin fondo y sin luz fuera de mi alcance. Es lo que siento justo antes de entrar en un lugar donde la muerte me aguarda en silencio y espera que la atienda de la única manera que puedo. No sé lo que está pasando por la mente de Lucy. No es esta misma sensación o presentimiento que tengo, sino algo confuso, contradictorio e inestable.
Durante el viaje de veinte minutos hasta aquí se mostró razonable y controlada, pero está pálida, como si estuviese enferma y se la ve aterrorizada y furiosa. Veo las sombras y los destellos de sus emociones en sus ojos verdes y oí el caos interno en un comentario que hizo durante el viaje. Dijo que la última vez que habló con Jaime fue hace seis meses cuando Lucy le acusó de meterse en algo por la razón equivocada. Meterse ¿en qué?, le pregunté. Meterse a defender personas y salvarlas a base de convertir sus mentiras en verdades, si era necesario, porque era lo que estaba haciendo consigo misma. Era con lo que se sentía a gusto, dijo Lucy. Era como si Jaime hubiese escalado hasta la cima de la gran montaña de la verdad solo para despeñarse por la ladera al otro lado, afirmó Lucy, en el calor y el ruido de la camioneta mientras comenzaba a llover, y su voz tenía el doble filo del miedo y la rabia. Se lo advertí porque yo podía verlo con toda claridad. Le dije exactamente lo que estaba haciendo y lo hizo de todos modos.
—Ve tú delante —le dice Benton a Marino.
Ella continuó subiendo al siguiente nivel peligroso, añadió Lucy mientras nos dirigíamos hacia la tormenta, con un leve temblor en la voz como si estuviese sin aliento. ¿Por qué tenía que hacerlo? ¿Por qué?
—¿Tenía problemas o algo así? —pregunta uno de los agentes a Marino—. ¿Problemas personales, problemas financieros, cualquiera de estas cosas?
—No.
—Diría que solo se ha marchado a alguna parte, quizás en un recorrido turístico, y no se lo ha dicho a nadie.
—Y una puta mierda. No es propio de ella —dice Lucy.
—Se olvidó el móvil o se quedó sin batería. ¿Sabe cuántas veces ocurre eso por aquí?
—Le importan una mierda los recorridos turísticos —exclama Lucy a mis espaldas.
Marino se seca el rostro mojado con la manga, sus ojos miran a un lado y otro, con el aspecto que tiene cuando está muy inquieto detrás de su impasibilidad, su rudeza. Las puertas del ascensor se abren y todos nosotros nos apiñamos en el interior excepto Benton y Lucy, y los policías continúan ofreciendo posibilidades, en un intento por sacarnos de nuestro creciente sentido de urgencia cuando no hay razón para que nos hablen de una maldita cosa.
—Lo más probable es que esté bien. Yo lo veo todo el tiempo.
Alguien de fuera de la ciudad viene de visita y si no tiene noticias de ellos, la gente se preocupa.
Son policías de ronda y esto, en realidad, solo es lo que se conoce en la calle como una visita de bienestar, quizá más aparatosa de lo habitual, con un pelotón oficial más grande, pero en última instancia una visita de bienestar. La policía las hace a diario, sobre todo en esta época del año cuando la temporada de turismo está en su apogeo, es tiempo de vacaciones y las escuelas están cerradas. Alguien llama al 911 e insiste en que la policía compruebe el bienestar de un amigo, un familiar que no contesta al teléfono o del que no se sabe nada desde hace tiempo. En el noventa y nueve por ciento de los casos no pasa nada. En el único caso, cuando pasa algo, no es trágico. En contadas ocasiones encuentran que la persona esté muerta.
—Voy contigo —dice Lucy.
—Tengo que entrar primero.
—Tengo que ir contigo.
—Ahora no.
—Tengo que... —insiste Lucy, y Benton la rodea con el brazo y la acerca a él en lo que es algo más que un abrazo reconfortante.
Él se asegurará de que no eche a correr hacia las escaleras e intente forzar su entrada en el apartamento.
—Te llamaré tan pronto como entre —le prometo a Lucy por el espacio cada vez menor que dejan las puertas al cerrarse.
Se cierran del todo y ella desaparece, y el dolor dentro de mi pecho es tan tremendo que no se puede describir.
El ascensor de brillante madera vieja y latón pulido se sacude mientras sube y yo le explico a la policía que nadie ha oído nada de Jaime Berger y que no vino a Savannah para hacer turismo.
No está aquí de vacaciones. Puede que no sea nada y desde luego espero que no sea nada. Pero no es propio de ella este silencio y se esperaba que hoy apareciera en algún momento en la oficina del doctor Dengate y no ha aparecido ni ha llamado. Tendrían que haber pedido el envío de una ambulancia y sería una buena idea pedir una ahora, y todo el tiempo que estoy diciendo esto me doy cuenta de que es repetitivo, que me reitero, y que los agentes, los dos jóvenes, tienen su propia teoría sobre lo que está ocurriendo.
Para ellos está claro asumir que Marino vive con esta mujer de fuera de la ciudad que no contesta al teléfono ni se pone en contacto con nadie. ¿Por qué tiene él las llaves? Lo más probable es que esta sea una confusa situación doméstica de la que nadie quiere hablar. Reitero que Jaime es una destacada fiscal de Nueva York, o en realidad una antigua, y que tenemos razones para estar preocupados por su seguridad.
—¿Cuándo la vio por última vez? —le pregunta uno de los agentes a Marino.
—Ayer por la noche.
—¿No había nada fuera de lo común?
—No.
—¿Todo el mundo se lleva bien?
—Sí.
—¿No discutieron?
—No.
—¿Quizás un poco de desacuerdo?
—No.
—¿Quizás una pequeña rencilla?
—A mí no me venga con esas mierdas.
—Hay algunas circunstancias inusuales —le dice Chang a los agentes cuando el ascensor se detiene con un golpe seco, y es todo lo que Chang o cualquiera de nosotros va a explicar.
No vamos a mencionar a Kathleen Lawler ni a sugerir que pudo haber sido envenenada. No tengo ninguna intención de ofrecer motu proprio información sobre Lola Daggette o los asesinatos de Mensa, y no voy a compartir que Dawn Kincaid, que estaba encerrada en un hospital estatal para criminales dementes, tiene muerte cerebral y quizá fue envenenada. No voy a comentar ahora mismo que una mujer en una bicicleta apareció ayer por la noche con sushi que Jaime probablemente no había pedido. No quiero hablar, explicar, conjeturar ni imaginar. Estoy desesperada y, al mismo tiempo, ya sabemos lo que nos espera o tengo miedo de saberlo. Salimos del ascensor y corremos hasta el final del pasillo donde Marino abre la pesada puerta de roble.