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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (4 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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Los hombres de arena

Una voz nasal afinada por un acento meridional auténtico sonó por el altavoz:

—Señoras y señores viajeros, el tren exprés regional en dirección a Tolón presenta en estos momentos un estado de sobrecarga inusitado. Vamos a retrasar unos instantes la salida para poder encontrar una solución…

Poniendo en peligro nuestras vidas, Antoine y yo acabábamos de encontrar plaza —una forma de hablar, pues estábamos de pie— a bordo del famoso TER después de habernos librado de una muerte segura aplastados bajo un contenedor de carritos, machacados por un padre de familia numerosa al borde del infanticidio y violados por una horterilla de la cuarta edad, condición que trataba de ocultar con el minishort y las chancletas con plataforma que llevaba. Unos diez minutos más tarde, lapso de reflexión ordinaria según la gente del sur, surgió de nuevo la voz bonachona precedida por el cascabel de la SNCF:

—Señoras y señores viajeros, no queda otra solución que viajar en este estado de sobrecarga inusitado. ¡Así pues, nos vamos, abróchense los cinturones!

Lancé una sonrisa cómplice a los cuatro adolescentes apretujados frente a nosotros, con el montón de mochilas por encima de la pirámide humana como guindas en un pastel. Cuando se anunció la salida, el más joven, sin poder aguantarse, soltó una carcajada, que pronto imitaron sus compañeros, y la risa tonta se apoderó del conjunto del vagón.

—¡Y os animan a que os apuntéis a expediciones de aventuras! —se desternillaba Antoine sin soltar la bolsa del ordenador que aguantaba por encima de la cabeza a falta de sitio donde dejarla—. ¡Ir a África, recorrer China, subir a trenes impensables…! ¿Para qué, chaval? Basta con irse a la playa. De verdad que ni en Italia es tan fuerte. Por Dios, ¡me encanta Francia!

—Atención al cierre inminente de las puertas —atronó la voz del revisor en un tono falsamente despótico—. Que se aparten las mujeres y los niños. La SNCF, que les habla a través de mí, les ruega que retiren de inmediato los equipajes cuando sus compañeros de viaje quieran bajar… ¡y gracias por su extraordinaria comprensión!

Un efecto Larsen que habría pulverizado el tímpano de un sordo precedió a un «¡La madre que lo parió!» que, en mi opinión, no iba destinado al público, lo que dio más alas al cachondeo general, hasta el punto de que la sexagenaria que teníamos a la izquierda, con los ojos inundados de lágrimas, lanzó dirigiéndose a la concurrencia: «¡Ahhh, me he hecho pipí en las bragas!». Con más de una hora de retraso, el tren superpoblado salió por fin del andén de la estación Saint-Charles en un ambiente de suprema alegría.

Sin duda alguna, estábamos en Marsella.

Después de veinte minutos de ascenso bajo un calor espantoso, llegamos a un pequeño edificio con la fachada de un ocre rojizo y situado idealmente por encima de la senda que seguía la costa. Antes de pasar la puerta del piso, Antoine consideró que tenía que advertirme:

—Agárrate, chaval. Al lado de esto,
La naranja mecánica
es pura discreción.

Abrió las catorce cerraduras y entramos en un dominio que iba a ser el nuestro durante una semana. Apenas había puesto un pie en su interior, cuando casi me ahogo.

—¿Y has tenido que esperar veinte años para enseñarme esto, anormal?

Con un simple intercambio de miradas, empezó de nuevo el ataque de risa que nos había dado en el tren; pese a que ambos andábamos algo deprimidos por aquellos días, Antoine y yo acabamos tumbados en el suelo, sujetándonos las costillas como si nos hubiéramos tomado cantidades industriales de psilocybes. Tapicería bicolor con motivos geométricos, apliques de aluminio, embaldosado de tablero de ajedrez, moqueta caqui con estampado de burbujas, lámparas globo, sillones cóncavos de escay blanco y cortinas con flores psicodélicas; no faltaba detalle: la guarida de tía Zita era una maravilla de diseño años setenta mezclado con un toque de artesanía provenzal y una ingente cantidad de horteradas de un Kitsch subido, reliquias barrocas de sus orígenes italianos.

—¿Viene a menudo? —le pregunté, ya calmado, pasando el dedo por encima de un televisor de la posguerra cubierto de polvo blanco.

—Fuera de temporada. El resto del tiempo lo pasa en Aix. Aunque sus gustos echen para atrás, tiene una casita estupenda, estilo invernadero y piscina con efecto cascada. Eso sí, las tareas domésticas nunca han sido su fuerte, y menos aquí: prefiere con mucho asarse en la playa mientras se toma un rosado.

—Pero ¿a qué se dedica? —pregunté, sorprendido por las propiedades de una mujer cuya familia, por lo que yo sabía, era bastante modesta.

—Jubilada de Gaz de France —respondió Antoine—, heredera de un viñedo en el Mezzogiorno que le compraron a precio de oro unos americanos (con eso fue con lo que mi padre compró el restaurante, ya ves), pero sobre todo y lo más importante: divorciada sin hijos de un broker aficionado al adulterio… Se buscó un abogado de aupa, no te cuento lo que debió de costarle.

Señaló con el dedo una imagen de la Virgen, una de esas baratijas horribles que cambian de color según el tiempo, colocada con amor sobre un velador octagonal de fórmica amarilla.

—¡El Estupro y la Oración, colega! Zita es la rica de la familia, pero de un agarrado que no veas.

—¡Una cosa explica la otra! —dije bromeando mientras Antoine subía las persianas de madera clara e inundaba de luz la amplia estancia.

Abrimos los ventanales y un soplo de aire salino nos inundó los orificios nasales. Las cigarras de cerámica colgadas en las paredes hacían juego con el exterior, tanto que parecían vivas, brillantes y monstruosas sobre un fondo mandarina retro-pop. La terraza dominaba la ensenada de Renecros, la playa y el mar, línea añil puro trazada como con una regla bajo un cielo límpido, animado por algunos cúmulos de buen tiempo con formas elásticas. A lo lejos un gran tres mástiles pasaba por el horizonte y recordaba el dibujo de la lata de atún Petit Navire.

—¡Creo que ya no voy a querer marcharme de aquí!

—Sí, dímelo a mí —respondió Antoine con la mayor seriedad—, que lloro a moco tendido cada vez que tomo el tren de vuelta…

Mientras él bajaba a abrir el agua, el gas y la luz, yo iba dejando mis cosas sobre un cubrecama de felpilla pardusca en un estado de alucine absoluto. Aquella mañana habíamos salido de París bajo un cielo cargado como un heroinómano a un paso de la sobredosis; pero en Bandol el astro resplandeciente difractaba sus rayos entre palmeras y pinos piñoneros de frondosidad exuberante, y estábamos a 28 grados. Respiraba a pleno pulmón el perfume de las higueras y madreselvas, acodado en la balaustrada, con los ojos perdidos en la peligrosa contemplación del cénit. Me había criado en el mar bravo, en los lugares del surf y con impermeable de marino, y en muy pocas ocasiones había estado en la Riviera. La costa Azul y la costa vasca son tan diferentes como si pertenecieran a países distintos; lo comprendí rápidamente cuando, después de instalarnos y cambiarnos, decidimos ir a probar el Mediterráneo antes de que fuera demasiado tarde. Ya habían dado las seis cuando llegamos a la playa y el sol se hundía en las olas. De todos modos, tuvimos que esquivar a familias untadas de crema y castillos de arena monumentales para encajar nuestras toallas en un rectángulo en el que habría cabido un libro de bolsillo. Cuando era pequeño, mis padres alquilaban una villa en los altos de Antibes con la intención de que conociéramos una nueva costa; pero supongo que en esa época, en la que medíamos menos de un metro, mi hermana y yo éramos más fáciles de colocar. En todo caso, había olvidado hasta qué punto las playas del sudeste, ridículamente pequeñas a cualquier hora del día, presentaban también en el mes de agosto ¡un estado de sobrecarga inusitado!

—Stanislas —me dijo serio Antoine al ver mi cara de agobio—, no empieces a protestar. Aquí, como borregos: todos van al volver a casa a duchar a los crios y tomarse el Pastis en su jardincillo. Dentro de diez minutos, chaval, tendremos una soberana paz.

Emití algún sonido de reserva pero él tenía razón: un cuarto de hora más tarde, la playa se había medio vaciado y la vista quedó despejada sobre un azul de Prusia con aspecto de albufera. Al cabo de poco, en vez de niños histéricos, botes hinchables y conversaciones a mil decibelios de nuestras vecinas de toalla (Christelle y Marinette, memorables), pude ver por fin la ondulación del agua en su lascivo movimiento hacia la arena, tan distinta a la colérica resaca del océano… El sol descendía por el horizonte y llenaba de brillos aquella extensión reverberante. Al contemplar a las últimas chiquillas corriendo por la playa con el cuerpo mojado, recuerdo que pensé de repente en Madi. Aquel verano se cumplían dos años de su desaparición, un 14 de junio tormentoso que iba a quedar para siempre grabado en los sombríos anales de Aquitania. La «Sección Madison» había quedado reducida a unos diez policías: si bien la investigación seguía adelante, otras cuestiones habían tomado la delantera en la escena jurídico-mediática, y la opinión pública, que se había movilizado masivamente durante los primeros meses, había abandonado la historia de mi vecinita y había dado prioridad a otra. Para alivio del mundo, nadie a excepción de sus padres imaginaba a Madi viva —incluso su abuelo había arrojado la toalla—, y al contemplar a aquellas muchachas bronceadas saltando en la arena, tan alegres, tan libres y tan vivas, mi corazón se llenó de espuma. Como si quisiera disipar estas tristes reflexiones, una pequeña ninfa de pelo color ceniza abandonó su clan de amigas y se nos acercó con un cigarrillo en los labios. Tenía la piel de color caramelo, llevaba un biquini chocolate, sus ojos eran almendrados y su cuerpo habría llevado a un santo al infierno, pero no podía tener más de quince años. Desde el momento en que nos habíamos introducido en ese perímetro, a las cinco adolescentes les había dado la risita escondidas en sus pareos y nos dirigían alguna mirada de una discreción discutible; imaginaba, pues, que la guapa rubita había sido la escogida por el grupo para el juego de las exploradoras y me intrigaba ver cómo iba a montárselo.

—Hola… —dijo, zalamera, al llegar hasta nosotros—. ¿Tenéis fuego? Se nos ha muerto el mechero.

Le pasé el mío, comprado en la estación de Marsella y adornado con el logo del Olympique. Encendió su cigarrillo con un juego de labios muy apropiado, pero Antoine, que justamente liaba uno para él, levantó la cabeza y le dirigió una mirada de desprecio.

—Eso no te hará ni mayor ni más sexy, pequeña. ¿Qué edad tienes? ¿Trece años? ¡Qué ridícula, por favor!

Los ojos almendrados de la muchacha se volvieron mortíferos. Soltó un brusco «¿Me he metido yo contigo?» y, enojada, lanzó mi mechero a la arena antes de dar media vuelta murmurando algún insulto que empezaba por «c» y que el mistral se llevó. Cada uno de sus pasos ponía al descubierto uní inedia luna de piel pálida entre el muslo y la nalga y su generoso trasero mostraba que había conservado los delicados pliegues de las horas pasadas al sol. Antoine se levantó, completamente satisfecho, y fue a lanzarse de cabeza al agua. Las muchachas lo siguieron con los ojos, rencorosas y excitadas al mismo tiempo ante aquella virilidad tan latina del desagradable efebo. Antoine no es alto, pero tiene buena planta, es delgado, musculoso, y con el torso en V jaspeado de castaño claro, como su pelo; la naturaleza le ha dado una piel mate y unos iris translúcidos; a decir de las mujeres —empezando por mi hermana Mia, quien lo encuentra muy de su gusto—, emana una fuerza y una seguridad que no deja indiferente a ninguna. Por el simple placer de conseguir también aquella mirada, me lancé tras él al agua helada por el viento, y diez ojos pospúberes siguieron la blanca estela de nuestro impecable crol.

—¡Acabamos de desperdiciar una demostración gratuita de seducción en la playa! —grité a Antoine cuando lo alcancé a la altura del pontón flotante—. ¡Eres un cenizo, yo lo que quiero es aprender!

—¿Tú no tienes que redactar una tesis? Algo sobre unas vírgenes sodomizadas…

Me eché a reír y él me dejó atrás: siempre ha nadado mejor que yo. Una sueca fatal de nombre Lovisa lo había abandonado a finales de julio y aquello explicaba su súbita aversión por las mujeres en general y por las rubias en particular. Su relación había durado dos años, y desde la ruptura no se peinaba, llevaba una barba abundante y, calzado con alpargatas, reivindicaba sus orígenes calabreses con unos discursos de una falocracia bastante elemental pero que tenían el efecto de alejar a cualquier representante del sexo opuesto. Yo, por mi parte, en aquella época tenía una visión más bien compartimentada de las chicas: la punta de un pecho, la mano de aquella, el vientre de la otra, un pendiente en lapislázuli, la curva de una nalga o el pliegue del codo, unos zapatos de pitón verde y unos cuantos nombres acabados en «ine», en «a» o en «ie» constituían en suma un patético rompecabezas en el cajón de mi espíritu. Aparte de Alice, con la que salí un año de forma esporádica entre el curso de preparación y la licenciatura, nunca había vivido esa situación, claramente poco envidiable, a la que denominan «la pareja». Tampoco era un ave de presa y, si he de decir la verdad, siempre había preferido leer en el calor de los bares que correr por los locales de moda. Mis aventuras nacían de una ecuación debida al azar —la chica adecuada en el lugar y momento adecuados—, pues yo también tengo la suerte de gustar a las mujeres, don heredado de mi padre, quien me legó el pelo oscuro, los ojos negros y la altura. Aquel año, por tanto, era un joven soltero de veintitrés años que, sin aprovecharlo excesivamente, sucumbió de vez en cuando a las insinuaciones de una nueva juventud; las parisinas me parecían mucho más excitantes que las chicas de provincias. Resumiendo, era un tipo perfectamente normal.

Cuando salimos del agua, las adolescentes ya habían desaparecido. En su lugar vimos dos gaviotas que se peleaban a picotazos a la luz de los últimos rayos: estábamos casi solos. La playa desierta tenía el aspecto de estar en el otro extremo del mundo, algo que me pareció más agradable por el hecho de no haber salido de París en todo el verano. Me tumbé sobre la toalla, dejando que la tibia arena me reanimara, y cerré los ojos. Aproveché hasta la última gota de la impetuosa calma de aquel inicio del atardecer y empecé a adormecerme mecido por el soniquete de las cigarras por encima de nuestra cabeza. Pero detrás de los puntitos negros que el sol había dibujado en mi retina apareció de repente la desconocida del Luxembourg, cual sirena que venía a perseguirme hasta los confines de la tierra. Me puse de pie de un salto y levanté la gorra Pastis 51 bajo la que Antoine se escondía de la puesta de sol.

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