Y la encontró. La Patri tenía un pisito con dos habitaciones y un balconcito. La Patri tenía dos tiestos con flores. Tenía un gato y un canario. En nombre de la unidad proletaria, el gato y el canario eran amigos. La Patri tenía unas piernas hinchadas que no la dejaban andar.
—Coño, Patri.
—Coño, Méndez.
El balconcito estaba abierto. El canario cantaba algo que sin duda estaba relacionado con la libertad de los pueblos oprimidos. El gato le daba calor humano y apoyo sindical desde la barandilla.
—Hace muchos años que vivo aquí, señor Méndez, pero antes estuve realquilada. Barcelona siempre es nueva y siempre es vieja, siempre te quita un rincón y te deja otro.
Hablaron del tiempo pasado, de las calles que cambiaban y de la gente que ya se había ido. Una vez instaurado el calor en la conversación, Méndez le hizo saber el motivo de su visita.
—Hay dos edificios cerca del Arco de San Rafael que están a punto de ser derribados, Patri. Uno ya está tapiado del todo, el otro casi. Hace años, cuando eras joven, tú llevabas clientes a una habitación del bloque que está ahora semitapiado.
—¿Cómo lo sabe?
—Cosas del tiempo.
—Usted sabía todo lo que pasaba en las calles.
—Recuerdo que fue una época muy mala para ti.
—Y que lo diga. Yo todavía era joven, pero estaba enferma y ya no llamaba la atención de nadie. Además tuve un aborto.
—No hace falta que me digas lo difícil que era aquel tiempo, Patri. Tú habías estado en la barra del bar Andalucía y tenías algunos amigos, pero me acuerdo muy bien de tu enfermedad. Estuviste dos meses en una sala del Clínico.
—Y usted venía a verme, señor Méndez. Me traía revistas, de esas del corazón. No sabe lo que las recuerdo. Me parecía que aquellas historias de amor eran un poco mías.
—Todo el mundo es feliz en las revistas —dijo Méndez—. Y los amores de los otros acompañan.
—Entonces cerraron los
meublés
y las casas de mujeres, señor Méndez, mire qué cosas. Decían que eran refugios de la delincuencia o centros de droga, vaya usted a saber. Con todos los años que tengo, señor Méndez, y ya ve, solo he aprendido una cosa: que todos los males de un país se curan prohibiendo follar. Las mujeres no podíamos alquilar ni una miserable habitación para echar un polvo. Ha pasado el tiempo, pero lo recuerdo muy bien. Hube de buscarme un sitio. Tomé una habitación en una casa que ya entonces se decía que iba a ser derribada.
Méndez cabeceó lentamente.
—Ahora es verdad que van a derribarla, Patri. Es la que está medio tapiada —el policía hizo una pausa llena de nostalgia—. Yo entonces lo sabía todo del barrio. Era mi único mérito. Ahora estoy perdiendo facultades.
—No me diga que me ha estado buscando solo para eso.
—Pongamos que sí. Pongamos que la habitación que alquilaste estaba al lado, pared con pared, de un piso donde vivía un matrimonio jovencísimo que aún no tenía ningún hijo. Él se llamaba Alejandro Ortiz y empezaba a trabajar haciendo dibujos para algunas editoriales. Ella era muy guapa, pero no recuerdo su nombre. Lo que sí recuerdo es que al cabo de unos años murió. Él se quedó sin más compañía que la de la hija que habían tenido poco antes. De esa sí que recuerdo el nombre: Miriam.
—La mataron hace poco en su propia casa —dijo la mujer sin apenas despegar los labios—. Salió en todas las teles.
—Sí.
—¿Ha venido a verme para que le hable de eso?
—No exactamente, Patri. No quiero que me hables de una niña muerta, sino de una mujer viva. Tú tuviste durante años aquella habitación sin que nadie se quejara. Eras muy discreta y no hacías ruido. No hacías escenitas y nadie se peleaba contigo.
—Eso es verdad, y además traía poca gente, de modo que apenas nadie se enteraba de lo que pasaba en aquella habitación. Era la habitación más triste que recuerdo: una ventana que daba a un patio interior, una cama, una mesilla, un armario, una lámpara y un bidé. Ni siquiera un espejo. A veces los clientes se quejaban, porque decían que un espejo da un poco de fantasía; pues ya ve, ni eso. Yo la recuerdo como la habitación de los polvos tristes. La gente iba allí a olvidar cinco minutos y yo iba a olvidarme de toda una vida. —Añadió tristemente—: Luego ni eso. Ya ve las piernas que tengo. Nadie me mira.
—Pero estás viviendo en un piso. A lo mejor te has casado y todo.
—¿Casado? ¿Pero qué dice? ¿Quién me va a querer a mí?
—¿De qué vives ahora?
—Tengo una pequeña pensión asistencial, lo mínimo de lo mínimo, pero gasto poco. Además, la parroquia me ayuda.
Poniéndose en pie trabajosamente, la Patri le preparó un café. Tenía esa costumbre porque hubo un tiempo lejano en que la Patri era una mujer alegre, seleccionaba los bares según su cafetera y hasta invitaba ella a los clientes.
—Está muy bueno, la verdad.
—Gracias, señor Méndez. Aún me acuerdo de aquellos tiempos y de la cantidad de cafés que usted nos pagaba para animarnos un poco, lo mereciéramos o no. Porque había muchas compañeras que no lo merecían.
—Una palabra amable ayuda a vivir —dijo Méndez—. Si la vida no tiene palabras amables, las hemos de tener las personas. Aunque mintamos.
—Usted no ha venido a hablarme de eso. Pero pregúnteme lo que sea porque ya sabe que le diré la verdad.
Él improvisó algo que podía parecer una sonrisa. El gato, que debía estar buscando aliados para los tiempos malos, se le aposentó en las rodillas y ronroneó al notar su caricia.
—Desde tu habitación tú tenías que oír lo que ocurría en la casa de al lado —dijo— donde vivían Alejandro Ortiz, su mujer y luego su hija Miriam. Ellos harían los ruidos normales de una familia. Oirías sus conversaciones en más de una ocasión.
—Es verdad. En esas escaleras se oye y se acaba sabiendo todo.
—¿Alejandro Ortiz era fiel a su mujer? ¿Recuerdas haber oído alguna escena de celos?
—Nunca, y eso que él era un hombre guapo. Las mujeres lo comentábamos al verlo pasar, incluso las que teníamos el higo medio atrofiado como yo. «Vaya tipazo de hombre…». Y encima tanto tiempo viudo. Pero ya ve, solo se preocupaba de trabajar horas y horas para que nada le faltase a la pequeña, y encima sacarla de aquel ambiente, porque pensaba que en cuanto derribaran la casa aún estarían peor. Ninguna mujer de la calle pudo presumir de haber echado un polvo con él, y lo único que decíamos era que trabajaba demasiado y que aquello no era vida.
—¿Sabes si tuvo alguna novia? ¿Alguna chica frecuentaba su casa?
—De las que hacíamos la calle, ninguna.
—¿Y de fuera? Conociste alguna mujer que le visitara o con la que tuviera amistad? En aquel rincón de la calle se sabía todo.
La Patri pareció dudar, como si repasara sus recuerdos, pero al fin concluyó:
—Él tenía amistad con la gente, hablaba, era amable, pero nunca le vi relacionarse con una mujer en especial. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque quizá tú eras la que vivía más cerca. O quizá porque no se lo puedo preguntar a él.
—Me han dicho que está en una especie de sanatorio mental, y no me extraña. Por lo que parece se volvió loco cuando le asesinaron a la nena, y en la calle lo veían como un fantasma que siempre llevaba en los ojos una lágrima. Me gustaría hablar con él, ayudarle de algún modo, la verdad. Era un buen hombre.
—¿Sabes si le visitó alguna vez una mujer que podía ser una dama?
—¡Qué cosas dice usted, señor Méndez…! Las mujeres que podían parecer damas no se metían en aquel edificio.
Méndez trató de improvisar una sonrisa. Estaba intentando lograr alguna información con sus métodos habituales, que eran la observación directa y la paciencia, pero a aquellas alturas estaba ya convencido de que no sacaría nada de la Patri.
Intentando animarla, dijo:
—Empiezas a tener un aspecto estupendo. Mira por dónde, yo estoy seguro de que las cosas te van a empezar a ir bien.
—Pues claro que sí. Al menos yo intento pensarlo también, y hasta a veces intento reírme, porque sé que nadie se va a reír por mí. Usted ya lo sabe, en estas calles o te ríes o te mueres. Lo de aquel terrible aborto ya pasó, y le juro que intento no recordarlo… Lo intento de verdad, pero no siempre lo consigo, porque aquello lo llevo dentro.
Se puso en pie, fue hacia el pequeño balcón, miró el pedacito de cielo que le había correspondido y que nunca crecería. Quizá en nombre de los horizontes que no existen, el gato retrocedió y se enroscó entre sus piernas.
—Usted me dijo una vez que en estos pisos que tienen más de cien años viven todavía los fantasmas de las personas que han muerto en ellos. Y yo imagino continuamente la cara de mi hija, porque ella debería estar viviendo aquí. Puede creerme o no, pero la veo en los rincones de la casa.
Méndez le creía. No necesitó decirlo.
Ella hundió la cabeza.
—Me quedé embarazada de un cliente —dijo en voz baja—. Decidí abortar, pero me pasaba una cosa extraña. Siempre estuve convencida de que era una niña y que esa niña era la única compañía que tenía de verdad. Durante años la he seguido sintiendo como una parte invisible de mi vida. Bueno… —añadió la mujer después de un largo silencio—, supongo que usted no lo entenderá, pero desde entonces me he vuelto tonta. Veo a una niña en la calle y me entran ganas de llorar.
—Claro que te entiendo, Patri.
—Las grandes ciudades son inhumanas cuando les metes las uñas dentro, créame. A veces son vertederos de niños.
—Y vertederos de animales —dijo Méndez mirando al vacío—. Yo, a veces, he adoptado perros.
—Pues imagine yo… Bueno, lo mío es peor. Yo adopto sombras.
De repente la cara de la Patri cambió. Apretó los puños, como si una fuerza interior la animase, y murmuró:
—Pero ahora todo ha cambiado, ahora me siento una mujer completamente nueva. No sé si se lo he dicho antes. He adoptado una niña.
Méndez alzó la cabeza y miró a la Patri fijamente. Dentro de aquella casa que no era lógica acababa de introducirse una cosa que era menos lógica todavía. Susurró:
—Patri, existe una cosa que se llama Código Civil, existen mil reglamentos y normas. Por una montaña de razones que ahora no te voy a explicar, tú no puedes adoptar a nadie.
—Ya lo sé. Por eso he de empezar a decirle que no es una cosa legal, señor Méndez.
—Ya.
—Usted puede destruirlo todo con una denuncia, lo sé —dijo ella repentinamente con una voz tensa, casi gutural, como si no fuese ella la que hablase, sino la garganta de la casa—. Usted puede traicionarme y repetir a otros lo que le estoy contando, pero tengo fe en usted, porque usted siempre ha entendido lo que hay detrás de muchas mujeres. Por eso le hablo, porque sé que para usted tienen sentido muchas cosas que otros ni siquiera entenderían. Necesito hablar con alguien, y además usted, de todos modos, lo acabaría sabiendo. Pero si por esto me quitan a la niña, señor Méndez, si usted me traiciona, haré una locura. Óigalo bien: si me quitan a la niña por su culpa, le mataré.
Méndez ni siquiera pestañeó.
Quizá era que no le importaba la muerte. Quizá era que en las palabras de la mujer estaba el último fondo de la vida, que siempre es más fuerte que el último fondo de la muerte. Quizá era que él podía ver también, en el fondo del pasillo, la cara de una criatura que ya no existía.
—No sé si otros destrozarán tu vida —dijo al cabo de unos instantes en voz baja—, pero yo no lo haré nunca. Sabes que puedes confiar en mí.
—Siempre he confiado.
—Lo que intentas decirme es que una niña vive contigo por las buenas. Que te la has traído a casa.
—Sí.
—En este barrio hay muchos jóvenes viviendo con familias que no son la suya. Trataré de ayudarte, pero al menos cuéntame lo que has hecho.
—Bueno, señor Méndez, yo veía la cara de mi niña en las calles. No solo en esta casa, no solo en la puerta de mi habitación; empecé a verla también en las calles.
Méndez guardó silencio y asintió con la cabeza. Daba la impresión de que ambos compartían un mundo que solo ellos conocían. El gato, como hacen casi todos los animales, penetró a solas en los límites de aquel universo invisible. Queriendo darle apoyo, hundió su lomo entre las piernas de la Patri.
—Entonces apareció de verdad ella, señor Méndez. Estaba allí, en mis manos. La oí llorar en un contenedor, la oí gemir cuando ya estaba a punto de llegar el camión de recogida. El camión la habría triturado sin que nadie se diese cuenta. Alcé la tapa del contenedor y me la llevé. Nadie me vio. Así de sencillo. La habían arrojado desnuda entre la basura. La apreté contra mi cuerpo, le sostuve la cabecita y me la llevé.
Méndez miró hacia el pequeño balcón. Sentía una cierta opresión interior. Su vida era la calle, su amiga era la calle, pero la calle tiene dientes. Vio que el gato avanzaba temerariamente por la barandilla, mirando al pájaro. El pájaro lo desafiaba con un trino en el que pedía libertad, o sea, con un trino anarquista.
—A veces pienso que el canario desea que se caiga —dijo la Patri.
—Me interesa más lo que pensaste entonces. ¿No te diste cuenta de que habían abandonado a una niña recién nacida y tú tenías que llevarla a la policía?
—Sí, señor Méndez, pero no sé lo que sentí. Bueno, quizá sentí dos cosas.
—Yo te lo diré —susurró Méndez—. Una era ternura, y la ternura es cosa buena. Pero en seguida sentiste algo que no es nada bueno. —Y añadió—: Soledad.
Mejor no mirar a la Patri. Mejor desviar los ojos. En los de la Patri habían nacido dos lágrimas.
Y la Patri dijo:
—Al fin podía tener algo. Había recuperado una hija.
Sonó el reloj de la pared en una casa contigua. Quizá toda una familia reunida al otro lado de la pared —una mesa redonda, un tapete, una ventana al patio— escuchaba el tiempo que era igual al tiempo de ayer. O quizá no, quizá la hora se había hecho más ancha y era la de toda la calle. La Patri susurró:
—Pero me di cuenta de que la niña estaba enferma y la llevé al dispensario. Aún me parece estar pisando la escalera, empujando con el codo la puerta mientras le mantenía la cabecita muy apretada contra mi pecho, porque así notaba su respiración.
La entregué llorando, me dijeron que había hecho bien y al cabo de media hora me la devolvieron muerta. Dijeron que no habían podido hacer nada. La enfermera también estaba conmocionada, señor Méndez. La niña estaba muerta.
Méndez la vio echar la cabeza hacia atrás. Había vuelto a cerrar los ojos, como si quisiera existir solo para sus propios recuerdos.