—Me va a hacer llorar, Méndez. Allanamiento de morada… Ni siquiera soy un
okupa
. Y, además, a los
okupas
no los encarcelan, casi les dan una medalla.
Méndez seguía dándose cuenta de que el otro decía la verdad y había estudiado la situación antes de presentarse allí, de modo que estaba más seguro cada vez. Pero dijo con voz opaca:
—Si tengo un pretexto para llevarle ante mis jefes, le obligarán a hablar. Y le aseguro que no son gente di vertida.
—Tiene gracia, policía de barrio. Usted se cree que estamos en los buenos tiempos y que pueden hacer conmigo lo que les dé la gana. Si me detiene, llamaré en seguida a un abogado, demostraré que no tienen nada contra mí, porque soy un honrado comerciante, y cuando me dejen libre lo demandaré por detención ilegal, de modo que se le va a caer el pelo.
—El pelo ya se me ha caído muchas veces —reconoció Méndez.
La risita convulsa del japonés amenazó no solo con liquidar el sofá, sino con hacer temblar los cimientos de la casa.
—Lo sé de sobra, Méndez, lo sé de sobra… No crea que no nos hemos molestado en investigar sobre usted. Quizá es el policía que tiene más expedientes de toda la plantilla de Barcelona. Con todo esto, lo que intento decirle, como persona bien educada que soy, es que no tiene ninguna posibilidad de detenerme. Ni a mí ni a ninguna de mis amistades, porque todas son personas respetables y bien afincadas en la ciudad. Como persona bien educada que soy, le diré también que, en cambio, usted es una mierda.
Los dientes de Méndez rechinaron.
Méndez era un hombre orgulloso.
Que un criminal como aquel, un hijo de puta profesional, un vil asesino de mujeres, se burlara no solo de él, sino de todo el país y todas sus leyes, hizo que sintiera rabia hasta en el bajo vientre. A lo mejor tenía una erección y todo. Los labios se le plegaron en una mueca que ni a él mismo le habría gustado ver, una mueca de cementerio.
Susurró con voz tensa:
—Amigo mío, con la misma educación que usted, le voy a informar de dos cosas.
—Dígalas. Me muero de impaciencia.
—La primera es que llevo un arma no reglamentaria. Es un Colt 1912. En la primera guerra mundial lo empleaban para cambiar paredes de sitio.
La sonrisa del japonés se fue helando. No le había gustado el tono de Méndez. Pero, fingiendo indiferencia, preguntó:
—¿Cuál es la segunda cosa?
—Tiene usted un huevo izquierdo muy bien colocado. Con esos pantalones tan estrechos, destaca muy bien. Si le clavo un cañonazo en el centro exacto me habrá alegrado el día.
El otro notó por instinto que Méndez no bromeaba. A un tipo como Méndez no le importaría jugarse una expulsión con tal de darle gusto al dedo. Pero el japonés supo alzar las manos con gesto inocente mientras silbaba:
—Voy desarmado. Si dispara contra mí será asesinato.
—No tanto. Sencillamente será cambiar un huevo de sitio, antes de que lo envíen al hospital y se lo cambien por un huevo de conejo. Pero no se orine de miedo antes de lo necesario, hijo de la gran puta. No volveré a disparar contra un hombre.
El japonés empezó a transpirar y su rostro se volvió más brillante. Después de todo, con un tipo como Méndez nunca se podía estar seguro. También en la frente del policía había aparecido una gotita de sudor, quizá debido a la intensidad de sus recuerdos.
—La última vez que le di al gatillo tuve mala puntería —dijo—, tal vez porque me voy haciendo viejo. Quise evitar víctimas en un atraco y busqué inmovilizar al atracador, pero la bala se me fue un poco más arriba. Total, alguien lleva todavía flores a su tumba. Me he lamentado siempre de aquello y no lo repetiré.
El japonés respiró. Por un momento había llegado a sentir algo así como el plomo en el bajo vientre. Su cara se volvió a iluminar.
—Mire, Méndez… No he venido aquí a armar bronca ni a darle motivos para que me detenga, sino a proponerle un trato. Nosotros somos comerciantes y nos interesa la paz. Nuestro negocio es internacional y solvente, tiene grandes perspectivas y siempre busca soluciones, incluso soluciones para un tipo como usted.
—Encontrar soluciones para un tipo como yo es casi un milagro.
—Usted es un policía pobre.
—No crea. Aún tengo para comprarles comida a los gatos.
—Podemos integrarle en una gran sociedad internacional que tiene ramificaciones en todas partes. Hay mucho dinero para ganar y ninguna responsabilidad. Usted no tendría que hacer nada.
La sonrisa de Méndez se hizo cuadrada.
—¿No?
—No. Solo necesitamos una información, y los beneficios para usted serán muy muy grandes. —Añadió con una sonrisa—: Ya ve que le hablo como un amigo y que estoy aquí en misión de paz.
—¿Y qué información sería esa?
—Una sola dirección. Díganos dónde está Eva Ostrova.
Hubo un silencio. En la calle parecía haber cesado el tráfico, los vecinos no gritaban, la escalera era un ataúd y de pronto la ciudad entera parecía muerta. La sonrisa de Méndez se convirtió en un gesto helado.
Tuvo dos pensamientos dignos de un académico. Primero: eres un hijo de puta. Segundo: si en lugar de presionarme a mí presionáis a Mónica Arrabal, ella no resistirá.
Por eso Méndez decidió seguir la vía rápida.
—Hubo un general de Napoleón a quien, estando perdido, hicieron una oferta de rendición en la batalla de Waterloo —dijo—. Todo eso lo he leído en un libro comprado de segunda mano. El general se llamaba Cambronne y respondió con una sola palabra.
—¿Qué palabra?
—Mierda.
El japonés volvió a sonreír débilmente.
—No lo sabía. Yo no compro libros de segunda mano, amigo Méndez.
—No se desanime, se los prestaré.
—¿Es la única respuesta que da a mi oferta?
—Conozco otras peores. Pero no las he dicho porque no me gusta su culo.
El japonés volvió a removerse un momento, mientras aparecían gotitas de sudor en su frente. No se produjo otro cambio aparente en él, pero Méndez notó que sus ojos, antes impasibles, adquirían una textura metálica.
—Piénselo bien. Solo le pedimos la dirección de una mujer que no significa nada. Después de esta conversación, usted podrá olvidarla. No tendrá que hacer nada más. Y a cambio de eso, su vida cambiará del todo.
—Veo que a Eva Ostrova no la han acabado de digerir.
—Es una loca.
—Pues claro que sí.
—Voy a ser franco con usted y demostrarle que pongo las cartas boca arriba. Tenemos dos mujeres que nos molestan. Una perteneció a nuestra organización y hasta tuvo un alto cargo en ella, pero la ambición la ha cegado y quiere adueñarse de todo. De esa nos ocuparemos sin que signifique un problema. La otra es Eva Ostrova. No entiendo cómo sigue viva aún, pero eso vamos a solucionarlo.
—Y para encontrarla dependen de mí —continuó el policía.
—Sí.
—Al menos es usted sincero. Reconoce que no tiene ninguna pista sobre el paradero de esa mujer.
—Podemos tenerla, pero usted es el camino más directo, Méndez. Además, se lo he puesto fácil. Deme una sola dirección y olvídese de todo.
—¿Y si no lo hago?
—Tendrá usted muchos problemas. Incluso es posible que tenga un accidente. No sabe cuánto lo lamentaría.
—Imagine por un momento que no tengo ni idea de dónde está esa mujer.
Huko lanzó una risita.
—No me venga ahora con tonterías, amigo. Usted es el único policía que ha seguido la pista.
—Eso hace que me sienta importante —dijo Méndez con una estrecha sonrisa—. Ahora resulta que soy el único enemigo importante de su organización de hijos de puta. Pues voy a serlo más de lo que espera.
—¿Qué quiere decir?
—Que me acompañe a comisaría. Mientras repasemos ficheros, estará usted con nosotros toda una noche alegrándonos las horas. Su abogado no va a poder evitar que hagamos comprobaciones. De modo que venga conmigo.
Era una baza que quizá no le daría resultado, pero Méndez decidió jugarla. Hasta un tío como aquel podía ponerse nervioso y decir una palabra de más si sabían presionarle. Y en todo caso, con ello demostraría a los jefes de Huko que él seguía siendo un enemigo dispuesto a seguir hasta el final. Por primera vez en su vida, el que parecía ir a perder los nervios era él. Méndez estaba rabioso.
Pero para su sorpresa, el luchador de sumo seguía sonriendo.
Se había puesto en pie y venía hacia él. Su cara ancha y grasienta era amistosa. Sus manos se tendían como si fuera a pedir perdón.
—Tampoco hay que tomarse las cosas así, Méndez.
Y de pronto la sonrisa se convirtió en un gesto tenso y a pesar de su enorme volumen, se movió con la rapidez de un
catcher
.
Antes de que pudiese adivinar lo que pretendía el gigante, Méndez se encontró girando en el aire. Una manaza le había sujetado el brazo derecho y tiraba de él. Vio que todo giraba, como si le impulsara un
tsunami
. Cuando quiso darse cuenta, estaba tumbado en el suelo y con los botones de la americana rotos. Desde allí, la lamparita de la habitación le pareció alta y ridícula en un techo lleno de estucados antiguos. El balcón estaba muy lejos, como si perteneciera a otra casa. En cambio Huko le pareció una montaña.
—Veo que no lleva funda sobaquera —dijo riendo el otro—. ¿Dónde está su famoso Colt?
—Hace un tiempo que no lo llevo —reconoció Méndez—. No quiero volver a matar.
—Entonces ha mentido… Ha mentido en eso y en todo… Y encima ha querido humillarme como si yo fuese escoria… No estará de más que reciba una lección y sepa lo que le va a pasar de ahora en adelante.
Sujetó al policía por las solapas. Tiró de él sin ningún esfuerzo aparente. Méndez se encontró de nuevo de pie y tuvo la sensación de que la lámpara, antes tan lejana, se le metía en la cabeza.
Comprendió que el otro iba a abofetearle. Que iba a humillarle con un par de guantazos, como si fuera un pelele.
Pero Méndez no era un pelele. Ya tenía demasiados años, pero esos años los había pasado en la calle, en los tugurios y en los patios de las cárceles. Conocía golpes que no eran solo de entrenamiento, golpes que no todos los policías podían conocer.
La mano derecha al cuello. De canto y un poco por encima de la nuez de Adán. Fuerza y rabia. Un crac siniestro, un grito y de pronto la habitación que parecía llenarse de lucecitas.
La cara de Huko cambió. Los ojos se le salieron de las órbitas. Todos sus huesos parecieron contraerse.
Había sido un golpe de comando para dejar sin sentido a cualquiera, pero con Huko no sirvió. Mientras gritaba, sujetó otra vez a Méndez, lo levantó sin esfuerzo y lo lanzó otra vez sobre las baldosas. Los ojos de Huko seguían fuera de las órbitas y babeaba de rabia.
Le humillaba que a él, un campeón, hubieran estado a punto de tumbarle de un solo golpe. Había perdido los nervios. Quiso demostrar que el otro no era más que un microbio para él.
Fue a saltarle encima con todo su peso.
Y entonces Méndez sintió la muerte.
No chilló por vergüenza y por dignidad, pero era verdad que sentía la muerte. Cuando los ciento cincuenta kilos del japonés se le vinieran encima, quedaría materialmente aplastado.
Y además Huko lo hizo bien. No fue a caer encima suyo con los pies, sino con las rodillas. Encogiendo las piernas, las dos rodillas formaban como un doble ariete que hundiría todo el pecho de Méndez. Su esternón, sus rodillas, su propio corazón, quedarían reducido a pulpa.
Debe ser verdad eso de que los que se ahogan reviven su vida en un solo segundo. En todo caso, nadie cuenta lo que es el momento mismo de la muerte. Nadie explica lo que piensa, pero a Méndez le bastó una décima de segundo para recordar. Hubo un policía de la Social que mató a un detenido dejándose caer sobre él, de rodillas encima de su pecho. Y lo peor es que aquel policía conservó su puesto con la democracia.
Él moriría de la misma forma.
La décima de segundo. El salto…
¡Ya!…
Méndez giró a tiempo parte de su cuerpo, mientras la mole del japonés estaba en el aire. Por algo el viejo policía era experto en peleas callejeras. Las rodillas se estrellaron contra el suelo, reventaron el pavimento e hicieron temblar la casa entera. Huko lanzó un alarido de dolor.
No había encontrado nada debajo, salvo el pavimento que ya tenía cien años. Lo acabó de reventar. Sus rodillas, que aún no tenían cuarenta años, parecieron astillarse como pedazos de cristal. El alarido llenó la casa.
Ahora ninguno de los dos pensaba. Todos los cargos, las leyes, las ideas habían desaparecido y lo único que importaba era la lucha a muerte. Méndez, que tenía a Huko a su lado, pero de rodillas y con expresión de asombro, usó en fracciones de segundo una de sus tretas de la calle.
Puñetazo a los testículos. Uno-dos. Uno-dos. Toma, huevo izquierdo, pensó el Méndez de las esquinas, toma…
Fue increíble, pero el babeante Huko aún se pudo poner en pie. Sin duda era un profesional, porque lo aguantaba todo. Recobró la vertical apoyándose en unas de las paredes, pero entonces se encontró a Méndez de nuevo frente a él, dispuesto a luchar con los ojos inyectados en sangre. También él se había levantado.
Pero estaba perdido. Lo comprendió desde el primer momento. Si el japonés lo abrazaba, lo aplastaría materialmente entre su abdomen y la fuerza de sus extremidades.
Y el japonés lo abrazó.
Méndez sintió que iban a romperle la cintura y que le faltaba la respiración. Era como ser aplastado por una masa de piedra. Intentó apartar a Huko, pero era demasiado viejo para conseguirlo. La mole no se movió un milímetro.
Con un cabezazo, Méndez quiso aturdirle al menos un momento. Un cabezazo… En sus buenos tiempos de la lucha libre, en el proletario Salón Iris, había conocido a un campeón llamado Tarrés que con un solo cabezazo dejaba sin sentido a sus rivales. Pero él no consiguió nada, excepto aturdirse. Su corazón empezó a ahogarse, su vista se nubló, sus músculos parecieron de pronto cera derretida… Solo la mala baba sostuvo en pie a Méndez, la mala baba y el orgullo.
Al menos moriría de pie.
Pero la presión en la cintura era espantosa. Notó que iban a partirle la columna vertebral. Jadeó para buscar las últimas fuerzas y lanzar al menos una maldición, para morir insultando.
Ni eso pudo.
Sus huesos parecieron estallar. Era la muerte.