Hubo un nuevo momento de silencio en aquel piso de la Rambla Catalunya, entre la luz suave que filtraban los árboles, el reflejo de los cristales y los maniquíes de las tiendas de lujo. Un mundo muy alejado de las llanuras de Ucrania, de las fosas comunes, de los crímenes más brutales, del ser humano convertido en bestia. Allí solo existían la paz y el dinero, el gran dinero y la pequeña paz.
Mónica susurró:
—Guárdese de Eva, Méndez.
—Que se guarden de Eva los otros.
Y por un instante fugitivo, Méndez intuyó la presencia de la muerte.
—Y ahora dígame lo más importante.
—¿Qué?
—Dígame dónde está.
Hubo otro silencio, otro reflejo que cruzaba el aire y otro fondo de oscuridad en los ojos de Mónica.
—¿Por qué me lo pregunta? —susurró ella.
—Por tres cosas: porque hay otros que la están buscando para acabar con ella y yo quiero defenderla; porque usted también quiere protegerla, y porque es seguro que ella la llamó a usted cuando vio que tenía que huir de aquella casa de la calle del Carmen. La tuvo que llamar a usted porque nadie más en el mundo podía ayudarla.
Mónica se mordió el labio inferior hasta casi hacerse sangre. Malditos besos salvajes que siempre dan los otros y no yo, pensó Méndez. Malditos.
—En efecto, me llamó. Sé que de nada me servirá negarlo.
—¿Qué le pidió?
—Dinero y una casa, es decir, un refugio donde no pudieran encontrarla.
—Un refugio donde no pudieran encontrarla es difícil de conseguir a altas horas de la noche —dijo Méndez.
—Por supuesto necesitaban un hotel —explicó ella—, pero por diez o doce horas como máximo. Un poco de tiempo más y las habrían encontrado.
—¿Y luego?
—Ya se lo he dicho. Necesitaban una casa.
—¿Vinieron aquí?
—No.
—Lo digo porque usted no puede arriesgarse, Mónica. Estaría igualmente en peligro de muerte. Pero explíqueme cómo les dio el dinero.
—No era una gran cantidad. Lo saqué de un cajero automático.
—¿Y…?
—Yo misma se lo di en mano. Nos encontramos en el cruce de la calle Aragón con Balmes.
—Muy bien, pero eso solo sirve para salir del paso. Lo que necesitaban era una casa, y usted se la consiguió incluso a aquella hora. Dígame cómo lo hizo. Nadie compra o alquila un piso con solo unas horas de margen, y menos en plena madrugada.
—Estoy de acuerdo con usted, pero nada es imposible si se tiene dinero y se cuenta con la ayuda de un gran agente inmobiliario.
—¿Un agente inmobiliario les consiguió la casa?
—Sí.
—Dígame quién.
Hubo un leve parpadeo, hubo una luz negra que cruzó entre los dos.
—Usted lo conoce, Méndez.
—¿Sí?
—Sí —respondió ella con un hilo de voz—. Es una mujer.
Una mujer.
Bueno, Méndez, ya estás en la calle otra vez, en la gran maestra, entre las multitudes que creen en menos cosas cada vez y se matarán por un euro. Barcelona no es como antes, ya no es una ciudad alegre y con fe, donde la gente tenía trabajo y pasta. En Barcelona también hay más de un veinte por ciento de parados, los viejos aún sirven para algo porque al menos cobran una pensión, los hijos siguen viviendo en casa de sus padres y las muchachas que antes se mordían por un novio ahora se muerden por un sueldo. Acaba de venir el Papa para bendecir la Sagrada Familia y aún quedan algunas banderas blanco-amarillas en los balcones de la ciudad burguesa, pero en tus barrios, Méndez, nadie se ha enterado de nada.
Aunque al menos tienes el nombre de una mujer, y es verdad que la conocías. Claro que la conocías, Méndez, puesto que mataste a su padre.
Mónica Arrabal se lo había dicho:
—Ella me telefoneó un día estando usted aquí. Por eso he dicho que usted la conocía.
No eran frecuentes las llamadas a la dueña de la casa mientras Méndez estaba de visita, de modo que lo recordada perfectamente. Y también recordaba perfectamente el nombre, claro que sí: Lorena Suárez, la hija biológica del atracador Fernando Vez y oficialmente hija del policía Guillermo Suárez.
Mientras enfilaba la bajada de Las Ramblas, el inspector recordó palabra por palabra la conversación que acababa de tener con Mónica en el salón de su casa.
—Es amiga mía —había dicho ella—, y no lo es por casualidad. He frecuentado reuniones de personas adineradas, de las que invierten en pisos, y solía encontrarme con ella. Es lógico, pues Lorena Suárez es una importante agente inmobiliaria.
Los pensamientos de Méndez se detuvieron un momento, mientras cruzaba la acera. De modo que Lorena Suárez, además de haberse quedado con el botín de su padre, el atracador, estaba metida de lleno en el sistema especulativo y compraba y vendía pisos. En cierto modo era natural, pensó también, porque el botín de los atracos no dura siempre, y a ella le gustaba vivir bien. Incluso podía ser que hiciera grandes negocios, dinero en mano, porque había gente que tenía que vender su casa a cualquier precio.
La recordó también depositando flores en la tumba de su verdadero padre, mientras la tumba del padre adoptivo estaba desnuda, pese a haber sido un buen hombre con ella.
Méndez había tratado de saber más cosas.
—¿Recurrió a ella cuando necesitó encontrar una casa con urgencia?
—Sí. Era la única persona a mi alcance que podía conseguir una cosa así, dinero en mano. Lorena es una agente inmobiliaria estupenda, que trabaja para mucha gente.
—No hay ni que decir que el dinero lo pagó usted.
—Pagué tres meses por adelantado y se firmó un contrato improvisado. Teniendo en cuenta las circunstancias, no podía pedir más.
Méndez había suspirado aliviado.
Perfecto, ya sabía dónde encontrar a Eva Ostrova.
Mientras iniciaba el recorrido por la calle Nueva, «la gran madre negra», como él la seguía llamando, recordó punto por punto la conversación:
—De acuerdo, Mónica, pues entonces dígame qué piso alquilaron.
—Es una casa situada en las afueras. La Patri no decía nada porque estaba muy asustada, pero tuve la sensación de que Eva pensaba por las dos. Una casa situada fuera de Barcelona le pareció mucho más segura.
—Deme la dirección.
—No la sé, Méndez.
—¿Cómo que no la sabe?
—He preferido ignorarlo. Si yo no sé dónde están, nadie, ni aunque me mate, me lo podrá sacar. Es mejor así, puesto que lo único que he intentado ha sido salvarlas de un peligro de muerte. Además, si me necesitan para algo, saben cómo encontrarme.
Méndez había cabeceado comprensivamente.
—En efecto, supongo que lo que usted ha hecho es más inteligente. De la boca de usted no saldrá nada que pueda comprometerlas.
Méndez enfilaba la calle Nueva de la Rambla, la que había sido la vieja calle Conde del Asalto, la todavía más vieja «calle que no dormía nunca». Allí estuvieron las salas de juego clandestinas, las academias de baile, los bares donde bebías la primera copa y las casas de putas donde echabas el último polvo. Maldita sea, Méndez, aquí estaba La Emilia, aquí estaba una habitación exclusiva llamada «el Templo», donde esperaban las mujeres para que lo olvidases todo, y donde ahora solo espera el tiempo para que no consigas olvidar nada. Ahora esto es solo un hotel donde quién sabe, Méndez, si tendrás que pasar tu noche postrera. Intentó ver qué comercios quedaban de aquella época inmemorial y solo pudo ver dos, el London Bar y una alpargatería llamada La Ampurdanesa. Pero Dios santo… si ahora nadie lleva alpargatas. En el London Bar, antes tan frecuentado por los artistas de circo, reinaba una nostalgia hecha de luces de neón, mármoles viejos y clientes muertos en las mesas. El tiempo era como una cosa líquida que se pegaba a la piel y avanzaba con los pasos de Méndez.
Pensó que, en efecto, era prudente que Mónica Arrabal no hubiera querido saber la dirección actual de las dos mujeres fugitivas, porque así no podía arrancársela nadie. Era como en las antiguas células comunistas, donde cada miembro sabía el nombre de su compañero más inmediato, pero nada más. Claro que ¿se atreverían a atormentar a una mujer de la posición de Mónica para que hablase? ¿Llegarían a tanto? Méndez pensó que no, pero tampoco podía considerarlo imposible. Eva Ostrova era un peligro demasiado grande para permitir que continuase viva.
El silencio de Mónica había sido un contratiempo para Méndez, pero de todos modos la solución resultaba fácil para él: interrogaría a Lorena Suárez.
¿Podía hacerlo?
Si Lorena Suárez odiaba a alguien en este mundo era a Méndez. Ella jamás comprendería que la bala que acabó con su padre no estaba destinada a matarle, sino a dejarle indefenso, y menos comprendería aún que con la muerte de Fernando Vez se habían evitado seguramente muchas más muertes en el atraco. Eso no podría convencer nunca a la que llevaba todavía flores a su tumba.
Por otra parte, Méndez no podía pedir que la interrogase un compañero, porque entonces tendría que dar explicaciones y Eva y la Patri acabarían pagándolo. Algo más, Lorena Suárez tenía que ser a la fuerza una mujer dura. Una mujer que disfruta del botín de un muerto no se deja presionar, sobre todo si no tienes argumentos legales para obligarla.
Hundido en sus propias dudas, sin saber en aquel momento qué decisión tomar, el policía pensó que no sería mala idea pasarse antes por la calle del Carmen y visitar el piso de la Patri para ver si las fugitivas habían dejado alguna pista. En ese caso, él se encargaría de hacerla desaparecer. Además, estaba convencido de que el viejo piso era vigilado por los sicarios de la banda.
Llegó al portal cerrado. ¿Pero por eso vas a detenerte, Méndez, el mejor amigo de los
palanquistas
de la cárcel? ¿Por eso? Venga, Méndez, revisa tus conocimientos y practica una vez más el viejo arte. La cerradura que cede y la escalera solitaria que te está esperando, y los fantasmas de los vecinos muertos, que quizá deben dinero a otros vecinos muertos. Más arriba, la puerta del piso, con el precinto policial roto. Pues claro que sí… ¿Alguien respeta esas cosas en una ciudad que es el imperio de la ley? Méndez que utiliza la ganzúa otra vez. Adelante, perro, al fin y al cabo tú eres la ley. Avanza por el pasillo y olfatea.
La salita. De pronto la salita. Y la claridad difusa que llega de la calle. De pronto la pequeñez del piso que parece una tumba viva, como la tumba en que se ha colado un pájaro.
Y de pronto la voz:
—Hola, Méndez.
Méndez lo había visto nada más entrar, pero la voz del otro llegó antes, llegó cuando aún estaba saliendo del pasillo. Era una voz burlona con un acento extraño, aunque las vocales sonaban casi como en español. Y entonces Méndez volvió la cabeza y lo vio de lleno.
Estaba sentado en el viejo y destartalado diván de la Patri, donde ella hacía cultura con la tele, mientras el gato —que ya lo sabía todo— echaba la siesta. El tío era enorme y parecía llenar la salita. Debía pesar sus buenos ciento cincuenta kilos bien puestos. Iba correctamente vestido, casi con elegancia, aunque la grasa desbordaba por todas partes el traje de buen corte. Méndez comprendió que se hallaba ante un luchador de sumo japonés.
Aquel tipo se te dejaba caer encima y te causaba la muerte por traumatismo craneal, aunque el impacto hubiera sido en el vientre.
Para cumplir con las normas de la buena educación, aquella especie de mole dijo cortésmente:
—Me llamo Huko.
El policía se detuvo un momento en el centro de la salita y lo miró sin un parpadeo.
—Si quiere usted alquilar el piso, le va a resultar pequeño —dijo suavemente—. Como se siente en el retrete, todo va a hundirse, y acabará cagando en el piso de abajo.
Huko, sin inmutarse, no hizo caso de la calculada grosería de Méndez.
—No necesito un piso tan pequeño —contestó—. Soy importador de coches, y aquí no cabe ni un modelo de dos puertas.
—Y yo no necesito coche —dijo Méndez—. La última vez que conduje uno lo estrellé contra la Sagrada Familia. Menos mal que ya se había largado el Papa.
Estaba tranquilo. Daba por descontado que aquel era un asesino de la organización y que no tendría ningún inconveniente en acabar con él, como sin duda había acabado con otros. No tardaría en ello minuto y medio, cronómetro en mano. Pero Méndez, a pesar del peligro, casi sintió alegría al encontrarlo allí, porque se ahorraba muchos problemas. En efecto, aquel tipo era una pista directa.
Huko dijo con voz quieta:
—Era inevitable que le encontrase, Méndez, o que usted nos encontrase a nosotros, porque nos movemos en el mismo camino. Sabemos que en este momento es el único enemigo que nos sigue de cerca.
—Se equivoca. Toda la policía de la ciudad está detrás de su cochina organización. Yo soy uno más, pero no pinto nada.
—Al contrario, Méndez, usted lo pinta todo. La policía no tiene pruebas contra nosotros y apenas puede hacer nada con sus procedimientos pasados de moda. De hecho, todo lo que tiene contra nosotros es un par de asuntos de los que ya ni se ocupa porque le faltan hombres. Y si alguno de nosotros está en el país en situación irregular —y le aseguro que yo no— lo máximo que hará el juez será expulsarlo de España.
Méndez reconoció que era verdad y que las cosas funcionaban así. El cinismo de aquel tipo le dejó seca la garganta.
Huko añadió sin moverse, porque de lo contrario habría hundido el sofá:
—Pero usted es un caso aparte, Méndez, usted tiene un interés personal en esto, no sé por qué. Usted trabaja solo y al margen de sus compañeros, no pasa ninguna noticia a sus jefes y por lo tanto no tiene ayuda. Es una especie de guerrillero ante cuya tumba nadie va a llorar si le ocurre algo. Sus jefes ni siquiera saben lo que está investigando.
Méndez sintió otra vez aquella horrible sequedad en la boca. Diablos, aquellos tipos seguían sus pasos y sabían bien que en aquel momento era su principal enemigo.
—Supongamos que lo que dice es cierto —murmuró—, pero eso no cambia las cosas.
—¿No?
—No. Yo soy un agente de la ley. Si le detengo y le llevo ante mis jefes lo va a pasar mal. Usted y sus compinches han jugado demasiado fuerte al desafiarnos.
—Para usted ha sido una suerte. Nos buscaba.
—Sí.
—¿Por qué delito piensa detenerme?
—De momento, por allanamiento de morada.
El japonés rió. Su risa le hacía temblar el abdomen, pero lo que temblaba de verdad era el sofá.